Mayor era la suya o más lúcida. Me dijo que tanto merecía un cirujano la indígena como el oriental y me animó haciéndome presentes los procedimientos antojadizos de los curanderos: «Hechizos o intervenciones crueles; de lo contrario, lo inoperante: por ejemplo, contra los flujos de sangre, sahumerios de hojas de güembé».
Poco necesitó Ventura Prieto para persuadirme, pero tuve que arrepentirme de haberle franqueado mi confianza.
Se atrevió a opinar sobre mi pronunciamiento en el caso de los descendientes de adelantados, del que era testigo.
Dijo que para privar de la libertad a cien o doscientos nativos y hacerlos trabajar en provecho ajeno no era mérito suficiente un papel antiguo con el nombre de Irala.
Como todavía no acertaba a comprender si criticaba mi disposición favorable al anciano o simplemente el régimen de las encomiendas, quise explorar un poco más, y le pregunté cuál título consideraba válido para obtener la encomienda.
—Ninguno —me respondió—, y menos que todos el de la herencia remota.
Lo contemple con un tanto de superioridad y suficiencia, porque sus opiniones eran peligrosas y lo veía ofuscado, mientras yo me mantenía sereno.
Dije, muy pausadamente, como si estuviera reflexionando, aunque en realidad pedía respuesta:
—¿Estaré hablando con un español o un americano?
Y él, incontinente, me replicó:
—¡Español, señor! Pero un español lleno de asombro ante tantos americanos que quieren parecer españoles y no ser ellos mismos lo que son.
Aquí nació mi furia:
—¿Va por mí?
Vaciló un instante, se contuvo y dijo:
—No.
No estaba Palos de cirujano, sino de alzacopas, y aunque rescatado de la taberna no consintió atender más que al oriental, juzgando indigna la calle para «las consultas de la ciencia».
Lo dejé, pues, junto al lecho de los cólicos, y seguido de dos esclavos de la casa acudí en busca de la mujer, con plan de trasladarla al patio de la servidumbre para que no fuese largo el camino del cirujano ni deprimente para sus pretensiones.
No se hallaba donde antes la vi y nadie por las inmediaciones parecía haberse ocupado de ella, de su estado y partida.
Tampoco era sencillo dar con la vivienda de la curandera, si es que allí se había encaminado la mujer. Los esclavos primero y personas de la vecindad en seguida, me informaron de lo que yo nunca me había ocupado hasta entonces: los «médicos» venían del campo, pero sólo en día de fiesta religiosa.
Una
gûaigüí
, una vieja, había, sin embargo, con residencia fija y consulta permanente.
Por Ventura Prieto lo supe, cuando fui a la posada a reponer fuerzas y todavía estaba desorientado, tanto que hacía trascender mi desasosiego y remordimiento, culpable de descuidar una vida que prometí asistir.
Tanto los americanos como los españoles, y estos de las clases más distinguidas, para remedio de sus achaques preferían, antes que al cirujano, al cura experto, al curandero. De todos modos, era proverbio que la muerte sólo es cosa de viejos y de parturientas, no de soldados ni enfermos. Si algo de verdad había en esta convicción, su vigencia no excedía los límites de la provincia y, en todo caso, del núcleo más civilizado, allí donde no dominaban los indígenas ni se comía carne humana.
Nada alteró, pues, mi presencia en casa de la médica, donde dos señoras españolas aguardaban su turno y fingieron no conocerme.
Entre el concurso no se hallaba la buscada. Me demoré un instante, por si formaba parte del grupo que, más adentro y con cierto aislamiento, se consultaba con la
gûagüí
. Como el trámite tardó, fui allá y allá estaba, entre todos, un niño rubio, de unos doce años, espigado, en la tarea de pasar a la vieja los canutos de caña con orinas para el diagnóstico.
Una noción me forzaba a asociarlo con el bandidito que ocupó mi cama y destapó mi caja de caudales. Pero la certidumbre tardaba en venir. Por ahí, en una tregua de su tarea, me miró tranquilo y sonriente, como con familiaridad. No dude: era él.
Con resolución que no precisó de reflexiones, me abrí camino entre el grupito de enfermos y le caí encima con mi pesada mano aferrándolo de un hombro. El mozuelo se desconcertó un tanto, mientras yo lo acusaba: «Fuiste tú, canalla. ¡Fuiste tú!». Y para forzarlo prontamente a la respuesta, lo zamarreé, increpándolo: «Pillo, dime quién te mando robarme. ¡Dime!».
Yo sentía en torno el revuelo de gallinas asustadas de las mujeres y esto me molestó, distrayéndome lo suficiente para que el pequeño, ladino y bravío, se sacudiera entre mis manos, liberándose un poco para sentirse firme en un pie: con el otro me aplicó un fuerte puntazo en la parte prohibida.
Grité de dolor, yo, ¡maldito sea!, y el rapaz se me escapó.
Las mujeres se habían desparramado y nadie pensaba en auxiliarme ni acercarse. La vieja, con aire místico y ausente, permanecía sentada en el suelo, con las piernas cruzadas bajo la falda. Yo bramaba, conteniéndome con las manos la parte afectada.
Cuando el dolor se atenuó, asalté a la vieja con preguntas. Sólo pude aclarar que días antes el niño rubio le llevó de regalo una cantidad de ají seco, que ella utilizaba como medicina, y en cambio lo autorizó a quedarse en su casa, sin conocer quién era, ni siquiera su nombre.
Muy segura de su afirmación, pero sin lamentar la pérdida del ayudante, me dijo:
—No volverá.
Comenzaba la tarde, pero tanto mal me había dado aquel día que me espantaba continuarlo. Sin embargo, no se puede renunciar a vivir medio día: o el resto de la eternidad o nada.
Podía sí, sustraerme a las asechanzas de la ciudad montando a caballo con impensado rumbo. Oscilaba entre esa perspectiva y la muy incierta de visitar a Luciana.
No podría hacerlo sino como acompañante del oriental, pero el cuerpo del oriental era sobre el lecho un gusano retorciémdose sin salir de un punto fijo. Me resultaba tan inútil para aquella ocasión que lo contemplé en silencio y me dije que su muerte nada me importaría.
Nada me importaría mi propia muerte, creí también, y me acometieron unas ganas fuertes de no ocuparme ya de cosa alguna, de no retornar ni a mi cuarto ni a la calle ardiente y polvorienta, de echarme allí mismo, aunque fuese en el suelo, y descansar, descansar.
Como entré por los fondos, en casa de mi huésped encontré a las mujeres de la cocina dedicando la siesta a preparar dulces. Al aire libre, en grandes ollas de hierro, cocían las frutas descascaradas.
Yo venía sudoroso y seguramente más encendido de lo normal por la tierra, esa tierra roja de las calles pegada a mi rostro. Deseé el beneficio de un agua tibia por todo mi cuerpo y ordené que aprovecharan ese fuego para prepararme un baño.
Colocaron en mi habitación una tina grande y embalsamaron el ambiente con eucalipto.
Un esclavo me frotó la espalda con un trapo mojado. Después le ordené que se fuera.
Permanecí largo tiempo sentado en el agua, gozando de una paz sedante que llevó mi imaginación al lejano hogar y algo después a la posibilidad de un amor inmediato, el de Luciana u otra mujer agradable y sana, que necesitaba tanto como comer.
El baño me confortó, me puso rozagante y tan inconscientemente predispuesto a lo que iba a hacer que bastó, para decidirme, un menudo episodio. Al retirarme de la habitación a la calle, mi huésped, don Domingo, me dijo, entre paternal y complaciente: «Ya estoy yo también al tanto de la novedad: que ha habido baño de cuerpo entero». Sin detenerme, mientras lo saludaba con una inclinación de cabeza, le sonreí, amistoso y ufano, muy satisfecho de que lo hubiera notado.
Yo era alguien merecedor de ser bien visto y recibido. Me lo decían los discretos cumplidos del caballero, mi huésped. Si un anciano como él se baña en tina, se piensa que es un viejecito aseado, nada más, y se procura que no se enferme con el agua. Pero el baño de un hombre de treinta y cinco años sugiere otros móviles.
Apetecía ya la aventura y hasta el riesgo, al punto de preferir que el oriental siguiera postrado. Pero tuve el escrúpulo de pasar otra vez a enterarme de su estado. Era inquietante, pues le habían nacido unas terribles calenturas. Temí que fuese por mi culpa, a raíz de aquel mal deseo de más temprano.
Su situación, la intranquilidad de mi conciencia, frenaron mis ímpetus, pero sólo hasta que pensé que de la misma comida y de los mismos cólicos podía morir yo una semana adelante. Podía morir ascético con la sangre ardiente y la boca llena de quejas contra mí mismo, sin dejar mujer alguna dolida de haber pecado por Diego de Zama. Es que Diego de Zama, sin haber besado durante años otro cuerpo que el de su mujer, se conocía ajeno a la pureza de la fidelidad y precisaba también que alguien más participara de su confusión de deseos y mordientes reproches.
No; no iba yo, bajo aquel cielo borroso de atardecer, hacia un amor luminoso ni alegre. Con qué certeza lo sabía.
De que iba al amor no dudaba. Mi ánimo resuelto me hacía confundir la apetencia con una implícita combinación.
Me desengañe parcialmente cuando estuve frente a la casa y no tenía pensado aún el pretexto para presentarme.
Pedí hablar con la señora. Luciana bordaba en el salón y me recibió benévolamente, sin sorprenderse.
Fingimos los dos estar muy interesados en los asuntos del oriental. Ella deploraba la ausencia del marido, pero me formuló la promesa de enviar en la mañana siguiente un mensaje con el esclavo que había venido de la hacienda.
Se entregó a la confidencia:
—Mi marido sigue tan enamorado de mí como al comienzo de nuestro matrimonio. Cuando se ausenta me asedia con misivas cariñosas.
Tomé coraje:
—Señora, saber eso me causa daño.
—¿Por que?
—Soy celoso.
Me atajó, vivamente:
—Nada os autoriza a serlo.
Sobrevino el silencio, pero yo estaba obstinado en mi propósito y no fui caballero, es decir, ni pedí disculpas ni me retire.
Se amansó aunque tomando un aire compungido. Me dijo que muchas mujeres la aborrecían por su independencia y demasiados hombres se equivocaban respecto de su conducta porque ella pasaba largas temporadas sola, pues no compartía la afición de su marido a la hacienda y, por lo contrario, se ahogaba en su casa y también en el país. Poco podía juzgar de otros, porque vino de España en la adolescencia; pero calculaba que en ciudades mayores la gente vivía menos sola porque se conocía menos entre sí.
Yo no quería seguir sus reflexiones, atisbaba la palabra que me diese pie para una insinuación o avance. Mientras ella asumía más y más una actitud desolada, yo me sentía como dispuesto a asaltarla y la observaba rigurosamente, casi con despecho porque ella no correspondía con mayor ligereza a lo que ya me parecía inminente. En el análisis, su cráneo me pareció el reverso de la belleza y comparé su quijada con la de un caballo, por lo fuerte y prominente.
Cesó en un discurso de voz queda que yo no había atendido e ignoro si debí contestar, y me comunicó, como dolida de tener que hacerlo:
—Diego, viene la noche; es tarde. No seamos imprudentes.
Me nombraba, íntimamente, Diego; pedía prudencia y más bien parecía echar el nudo a una complicidad. Era mi triunfo, un triunfo repentino. Lo recibí con nervios, gusto y una tremenda vacilación, porque ignoraba cómo y cuándo podría consumarlo y si me correspondía la iniciativa.
Sólo supe decirle, codicioso, vehemente y enamorado —enamorado—, mientras le tomaba una mano:
—Luciana, Luciana mía.
Y ella asintió con un suspiro, sin decir palabra y con la mirada baja, en tanto sustraía su cálida prisionera de mis manos y con el saludo me ordenaba:
—Ahora, hasta mañana.
Todo resultó demasiado llano, demasiado fácil. Pero yo le temía a mi suerte.
¿Fue, realmente, Ventura Prieto?
Aquella noche me despreocupé del oriental. De mañana acudió a la gobernación un mandadero, con un recado del huésped de mi protegido. Me comunicaba que las dolencias de éste se habían agravado y ya resultaban alarmantes.
Como el mensajero era un criado de razón, empleó tanta ceremonia en los saludos previos y tanta minuciosa abundancia en el informe que quienes discurrían por el lugar —lo atendí en la galería— acortaban el paso para cazar al vuelo algunas palabras. Uno de ellos fue el oficial Bermúdez, que, autorizado aún más para la pregunta por mi semblante de fastidio, quiso saber si había recibido noticias infaustas de alguien querido.
Me habló delante de Ventura Prieto y no pude impedir que éste escuchase mi respuesta discretamente cortés e informativa, ni menos que diera rienda suelta a su habitual curiosidad y me interrogara —correctamente, eso sí— acerca de mi búsqueda de la mujer achacada por flujos de sangre.
Como en verdad Ventura Prieto estaba demasiado en el asunto, porque recurrí a él cuando no sabía a quien dirigirme, le contesté que no pude dar con la enferma, pero sí con la vieja médica que me indicó.
—¿Entonces vuesa merced vio a la mística del niño rubio?
Cuánto contenía para mí esa pregunta: Ventura Prieto estaba al tanto de que el niño rubio acompañaba a la médica y me mandó buscarla. Era una burla y una afrenta. Eso pensé y por fin pude desahogar mi indignación.
Le apliqué dos recios bofetones, sin averiguar más, sin darle aviso ni respiro. Se tambaleó, asombrado. Reaccionó y me clavó una mirada de hierro. Encorvó lentamente el cuerpo y se me volcó encima tratando de asir mi cuello y voltearme. Conseguí parar el empellón y aunque él estaba prendido de mí, logré eludir la tenaza de las manos con enérgicos movimientos de cabeza y haciendo duro el cuello hasta sentir que casi me estallaban las venas. Para él sería como agarrar un tronco con vida. Sudábamos, prendidos cuerpo a cuerpo, pero yo me sentía más poderoso o más impulsivo y traté de sitiarlo contra una ventana. Paso a paso, cedió terreno hasta quedar adosado a los hierros. Entonces lo agarré de los pelos y di tres veces su cabeza contra las rejas. No quería destrozarla, ni tantas eran mis fuerzas. Pero lo azoncé y todavía, enceguecido por saberme dominante, atiné a sacar el cuchillo del costado y le hice un tajo en la mejilla.
De un brinco me eché atrás y quedé a distancia, a la expectativa, cuchillo en mano, hasta ver su reacción. Pero él estaba desfallecido y jadeante y creo que ni siquiera deseaba ver su sangre.