En vista de que la lucha había concluido, algunos se acercaron a prodigarme afectos, felicitándome por mi destreza y mi victoria, lanzando denuestos contra Prieto y mostrando interés por ayudarme, si es que estaba herido o agotado.
Ventura Prieto fue puesto en prisión.
El gobernador me hizo llamar. Apenas entré, me declaró:
—Ya lo he destituido.
Me requirió un informe verbal del episodio, pero me adelantó su punto de vista:
—¡Dios nos asista! ¡Qué estemos expuesto al asalto de cualquier insensato, nosotros, aquí, en la propia casa del rey!…
Entendí que la partida estaba ganada, aunque Prieto fuese español y yo americano. Operaba la solidaridad de estado.
Supe, pues, cómo organizar mi relato.
Precisaba dormir pero, por no dar viento a la murmuración, comí como de costumbre en la posada.
Me pusieron una sopa de mandioca y, ya que tanto daba eso como cualquier otra cosa para mi falta de hambre, la admití sin queja. Quedé con el estómago exento de sólidos y todos los humores del vino en la cabeza.
Renegué del oriental y me entregué al lecho.
Pero el oriental estaba decididamente contra mí: murió y vinieron a despertarme para comunicármelo.
También su muerte era semillero de molestias, porque me daba el cargo de las ceremonias y las previsiones legales, de conducirlo a la tumba y quizás, un día, por reclamos de lejanos deudos, sacarlo de la tierra, ponerlo sobre agua, en barco y mandarlo río abajo.
Me dí consuelo calculando que antes ganaría mi traslado. Si bien conjeturé que el destino podría reírse de mí enviándome, en una misma nave, el nombramiento y un poder de los parientes del muero para que les despachara el cadáver, en cuyo caso tendría que viajar, todavía, con el oriental, adicto a mí como pocos lo fueron nunca.
La muerte del oriental, descontada la violencia de las causas, se ajustaba a la mayor naturalidad; la muerte de un hombre era y es algo corriente. No me pareció lo mismo del mensaje que, con escasa diferencia, siguió a ese: Luciana mandó a una esclava a golpear la puerta de mi huésped, don Domingo Gallegos Moyano, para enterarse del estado de mi salud, preocupada con la riña con Ventura Prieto, que le había sido participada.
Tuve un principio de alarma por le escaso recato de Luciana, por su facilidad para hacer público el interés que podía sentir por mí, y en principio resolví enrostrárselo.
Pero me ganó el orgullo de saberla tan seducida que no se cuidaba de riesgos.
Muy poco hice por el oriental. Apenas si le mandé un cura para que lo velase y comuniqué a las personas de la casa donde se hospedaba que al día siguiente haríamos inventario, con escribano, de las ropas y el dinero que quedaron.
No podía consagrarme de lleno a esas tareas inmediatamente porque me estorbarían, quitándome tiempo, la reunión con Luciana.
Es más, por no perturbarla ni afectar el espíritu dichoso que procuré imprimir al encuentro, no le dije que había muerto y, como preguntara por el curso de su enfermedad, le mentí que continuaba con los cólicos. Me aconsejó que le diese a tomar trece tragos de aguardiente. Comprendí que Luciana era muy ignorante, por lo menos en ciertas materias.
Sin embargo, desde que llegué de nuevo a ella adquirí otro compromiso de gratitud con su benevolencia, que me impedía juzgarla en cuestiones secundarias: me tributó el agasajo merecido por un héroe, a raíz de mi pelea de la mañana. Quiso revisar mi rostro, por si tenía alguna lastimadura que n hubiese advertido, y hasta presionó con las manos en la frente, para activar cualquier dolor aún callado, si es que lo había.
Lo tomé como un pretexto para posar sus manos en mi cara y la dejé hacer, sensibilizado hasta el desfallecimiento. No se le ocurrió que haber sido golpeado en otras partes del cuerpo.
Después se sentó, a mayor distancia de mí que en la velada anterior, y mientras hablábamos del oriental y me prescribía el aguardiente, fue convirtiéndose en la señora que recibe una visita y me llamaba «Señor de Zama», «Doctor» o «Don Diego». Puse atención por si alguien estaba espiándonos y ella prescindía de intimidades para despistar; pero nada advertí de sospechoso.
Un rato, mantuve el tono que Luciana me imponía, pero al cabo se impuso mi necesidad de ella y quise apurar. Le dije algunas frases de viva devoción, mintiéndole una total consagración mental desde la noche precedente, cuando en verdad al recordarla, durante la jornada, estimé innecesario preocuparme demasiado por ella, porque se me aparecía en imágenes de sumisión y entrega que me dispensaban de mayores empeños.
Pero esa noche no era la Luciana sumisa y entregada que preví, sino Luciana a la defensiva.
Con habilidad eliminaba de sus respuestas lo que pudiese comprometerla de mis declaraciones amorosas hasta que, al fin, formuló una confesión desconcertante:
—Todos los hombres codician mi cuerpo. Honorio, mi propio esposo, vive fascinado por la carne. Yo lo desprecio y desprecio a todos los hombres por su amor de posesión.
Estaban planteadas las condiciones.
Calló un momento como extenuada por el esfuerzo y el coraje de hablar con esa claridad, y asimismo como dándome tiempo para recapacitar y pronunciarme.
Yo estaba enamorado de su cuerpo y hacia él tendía. Nada más me importaba de esa mujer iletrada, de rostro incapaz de sugerir impresiones amables. Pero ella despreciaba a quien pretendiera el amor de su cuerpo.
Era el fracaso de mis propósitos. No obstante, si Luciana me aceptó tan franca y prontamente, algo le había sugerido yo distinto de los demás hombres, de los que ella despreciaba. ¡Es que yo era el hombre virtuoso del discurso de don Godofredo Alijo!
Me adapté, pues, a esta fantasía, conformándome con sostenerla en ella para encubrir de elegancia una retirada que consideré cercana en el tiempo.
Me resultó simple tarea perorar sobre su virtud y su idealismo y terminé argumentando que mi espíritu anhelaba el hallazgo de una mujer de esa naturaleza, que me prodigara su amistad y un cariño tierno sin implicancias.
La vi muy halagada. Me insinuó que, si rendía méritos suficientes, podría hacerme acreedor de ese afecto. Me concedía dos puntos, cuando el día anterior me había acordado seis y prometido diez.
Al dejarla, anochecía. Me acompañó hasta la galería y llamó a un criado para que me llevase a la puerta.
Por la calle marchaba a los tropezones, meneando la campanilla, un sacristán soñoliento.
El criado le preguntó:
—¿Quién ha muerto?
Y el sacristán salmodió la respuesta de estilo:
—Un hijo de Dios: don Félix Ordóñez. Rogad por él.
Félix Ordóñez era el oriental. En pocos momentos, por boca del criado, lo sabría Luciana.
Con la desaparición del oriental, quedaba anulado el pretexto de mis visitas que Luciana podía hacer valer ante su esposo. Esta posibilidad me favorecía, porque me libraba de entrevistas ya sin objeto y con evidente riesgo. Por otra parte, nada habíamos convenido para el día siguiente ni para los demás. No teníamos compromiso de volver.
Tal vez me alegré de haber salido indemne de la aventura.
Como el oriental viajó tan rápidamente y no dejó indicación alguna, yo ignoraba cuál de las órdenes hubiera preferido, de modo que lo incorporé a la de mis inclinaciones, la mercedaria.
Cuando dejé a Luciana fui a la casa de duelo, y éste era ya muy visible: la habitación velada, el canto de la cofradías alternado con rezos y un ambiente oprimente de murmullos que no me explico cómo era tan vasto, con tan pocas personas que pudiesen interesarse por el destino post mortem de aquel extranjero. El cura había organizado todo muy esmeradamente, sin duda sospechando que el oriental llegó a puerto bien provisto.
A tanto alcanzaba con su celo el sacerdote que prohibió encender fuego para la comida, como si realmente el muerto integrara la familia de los dueños de casa. Además, la escasa divulgación del óbito, por la tardía salida del sacristán, hizo que en toda la noche no llegase una olla de las que, en estos trances, suelen mandar las gentes de posición. Por lo cual, en la mañana, con sueño y fatiga de tanto velar, me torturaba el hambre.
El primer guiso fue envío de los Piñares de Luenga. Agradecí mi suerte, por haber inspirado algún apego a Luciana.
La criada de razón, una mestiza muy desenvuelta, hizo el protocolo verbal de las condolencias, excusó la ausencia de sus amos del velatorio y, con ejemplar reserva, me dijo que la señora me aguardaría después del sepelio.
Tal anuncio me irritó al instante, porque significaba complicarme en una reanudación de visitas que para mí serían ya puramente formalistas.
Por eso, tras haber entregado el ataúd del oriental a la tierra sombreada por el templo de la Merced, me tomé dos horas, consagradas al necesario reposo, antes de acudir al llamado de Luciana.
Quizá buscaba provocarla para que se molestase por mi tardanza y comenzara a creer menos en mi rectitud y cortesía.
En las ocasiones anteriores he de haber llevado el rostro ansioso; no esta otra vez, lo cual autorizó a Luciana a plantearme una duda: si ella no me hubiese hecho llamar, ¿yo la habría visitado?
Con esta pregunta me puso en descubierto tan hábilmente que me sofoqué alegando tal necesidad de su comprensión y compañía que hubiera realizado cualquier esfuerzo por verla, aunque algo poderoso se opusiese a ello.
Me respondió con una sonrisa vaga, que traslucía su incredulidad, y no admitió que siguiese justificándome.
Me tomó con preguntas sobre la muerte del oriental y los detalles de la ceremonia. Yo me reprochaba de un modo feroz haberme puesto tras aquella mujer que al fin de cuentas se permitía disponer de mi tiempo para una conversación tan conducente al hastío.
Debo pensar que fue sólo táctica de ella para estudiarme y conocer mis reacciones. El oriental y los clavos de su ataúd le importaban como excipiente. Ella pondría la droga en el momento oportuno, con una pausa larga subrayada por esta palabra:
—Ingrato…
Un resorte. Me accionó poniéndome de un arranque a sus pies, rodilla en tierra y acariciándole la mano que había dejado sobre la falda, también besándosela, muy luego.
Los dedos de su mano libre se hundían en mi cabellera. Después condescendieron hasta la barba, comunicándole la extrema suavidad de su caricia.
Alcé la mirada a sus ojos, en interrogación y súplica.
Ella declaró, con aire de acatamiento a una hermosa pero temible fatalidad:
—Lo que tiene que ser, que sea.
Volcó la cabeza sobre el respaldo y yo entendí que se ofrecía al beso.
Fue prolongado y jugoso.
Cuando salimos de él, mientras yo aguardaba signos que me dijesen hasta dónde podía avanzar, Luciana permanecía disuelta en un sueño.
Después, volviendo, me llamó:
—Amado…
Y cuando yo me inclinaba sobre ella para otro beso, su mano derecha se interpuso, con delicada pero inobjetable autoridad. La acaté, pues, y entonces me dijo:
—Ahora, vete.
Pude resignarme porque ya me sentía su dueño y nada costoso me resultaba permitirle esas dilaciones, conjeturablemente destinadas a adormecer sin brusquedad la virtud.
En la tarde siguiente estaba en el salón con una compleja tarea de bordado. Empleaba fragmentos de seda de múltiples colores. Por esto y a causa de que el género excedía en mucho al tamaño del bastidor, exigiendo que alguien lo sostuviese para que no anduviera por el suelo, junto a Luciana encontré a una mestiza.
No importaba su presencia razón suficiente para desanimarme de inmediato, pero sospeché una estudiada estrategia cuando, pasado un rato, otra criada comenzó a traer mate con periódica puntualidad. Sin duda, obedecía órdenes anteriores a mi llegada.
En la quinta o sexta vuelta de mate me declaré satisfecho, por alejar siquiera a una de las vigilantes; pero muy pronto regresó con una jarrita de licor que sirvió en copas diminutas. Como el contenido de cada copita era escaso, lo vacié muy pronto, por tres veces, hasta percibir que eso daba motivo a la criada para presentarse sin ser llamada a servirme de nuevo. Dejé intacta la última porción y, de tal modo, en algunas inspecciones más tuvo que persuadirse de que no precisaba su servicio.
Luciana meneó la cabeza, desarmada y complacida por mi tenacidad en procura de hacer más íntimo nuestro encuentro, y dispuso lo necesario para premiarme. Indicó a la mestiza que sostenía el género que lo tendiese sobre un sofá y de alguna remota pieza le trajera unas tijerillas especiales. Además, que al salir entornara la puerta y que de vuelta golpeara antes de entrar.
Entornada la puerta, Luciana y yo nos pusimos de pie en un solo impulso, yendo a la unión de los labios y a un abrazo con que nos estrujábamos el uno al otro. Esto no cesaba y para mí la sensación de contacto se extendía por todo el cuerpo como si no tuviésemos ropas. Un poco sofocados ya, desprendí mis labios y los hice conocer sus mejillas, su cuello, el nacimiento de su cabellera por detrás de las orejas…
Dos tenues llamados, con los nudillos sobre la madera, y fue necesario componerse la melena y la ropa.
La conversación se hizo de nuevo impersonal, por unos momentos más, hasta que Luciana me dijo, con indiferencia que ignoro si era simulada o efectiva, que su marido regresaría al día siguiente. Quise saber la hora, con la esperanza de que fuese muy tarde, de noche, y me quedara todavía una oportunidad; pero no. Había mandado un chasqui con aviso de que iba a pernoctar en un pueblo a media jornada de la ciudad, y emprendería la marcha de madrugada.
No pude digerir mi decepción, tan apabullante que Luciana hizo jugar una inofensiva sonrisa de burla. Pero ella era sabia, si no en otras materias, en la advertencia, la comunicación y el arte de apuntalar esperanzas. Sus labios se ordenaron en una risita tranquilizadora. Una inclinación de cabeza con ojos llenos de confianza en sí misma me anunciaron alguna astucia para no suspender nuestros encuentros.
¿Cuál era el sistema? ¿Haría posible que nos viéramos pero sólo en presencia de terceros o a distancia prudente? Atajaba mi urgencia de saber la mestiza tranquila de los hilos de seda.
Mi último beso de aquel día fue de saludo, en la mano de la señora. Estábamos en la galería, ante su mandadera y el esclavo que me acompañaría hasta la puerta. Otros criados pasaban con fuentes para la cena. Junto a Luciana permanecía, repentinamente apegada a su ama como si fuese un antiguo faldero, su asistente de bordado. Luciana le indicó que me saludase, como si entre yo y la mujercita hubiese nacido también algún vínculo de orden especial. La moza hizo una gentil ceremonia, quebrando la pierna e inclinando el busto, y emitió un chillido inexpresivo.