Luciana se presentó en mi despacho.
Nada me había advertido previamente. Todo el aviso que tuve fue el pedido de audiencia cuando ella estaba en la antesala.
Allí dejó a su criada y entró sola.
La esperé tras la puerta y la cerqué con mis brazos, besándola con pasión, turbado, sin control, por el regalo de su presencia y su atrevimiento de ir a visitarme.
Correspondió con cariño a mis abrazos pero, más precavida que yo, hizo que todo cobrase la apariencia de una audiencia normal.
Sentado a mi mesa, pero engolosinado contemplándola, escuche la exposición de su ardid.
La mestiza que en mi presencia la ayudó a sostener la tela del bordado era libre. Con el ánimo de que también lo fueran sus hijos, procuraba casarse con ella un arriero de la hacienda de Piñares. Su ansia de libertad no percibía obstáculos. En su primera juventud tenía otro amo, un tabacalero. Por sustraerse de él, se lanzó al río para llegar al Chaco. Quería reunirse con los guaycurúes, no obstante saberlos salvajes. Pero la gente de su señor le dio caza y en castigo, a fin de que no pudiera fugarse nunca más, le abrió la planta de los pies y le untó los tajos con el zumo de una planta venenosa que le dejó una constante corrosión, impidiéndole caminar con normalidad.
Luciana y el marido prestaban su consentimiento para el matrimonio del arriero, que nada de infrecuente tenía, pero a ella se le había ocurrido plantear la siguiente duda: si la mestiza libre era muda, ¿se reconocería la validez de su asentimiento? Piñares no acertó a resolverlo y entonces ella dijo que era necesario formular la consulta al asesor letrado del gobierno. El marido se fastidió y dijo que si a tantas complicaciones daría lugar el casamiento, él se oponía. Pero Luciana insistió hasta conseguir que sostuviera su consentimiento y que la autorizara a visitarme para saber si había impedimento o no de parte de la inválida.
Yo la miraba embobado por ese despliegue de recursos, con cierto asombro de que se complaciera en jugar de tal modo con el respeto debido a su esposo hasta en los aspectos formales. Porque ¿cómo aceptaba él que Luciana intentara inclinarlo a entenderse conmigo? ¿Cómo permitía que su mujer me visitara sola después de haberme juzgado un «asqueroso mirón» porque la vi a ella en el baño del río?
Me abstuve, sin embargo, de preguntarle por qué motivo le daba participación a su esposo en actos que obligadamente llevarían mi nombre a su pensamiento. Esta manera de organizar las cosas me resultaba desagradable; ponía a Luciana en desconcepto y a mí en temor de riesgos.
Sin necesidad de consultar libros, expuse con soltura sobre las incapacidades y le procuré el remedio legal.
Luciana seguía mi palabra con satisfacción que me devolvía como un espejo la imagen de un Zama jurista eminente. Al finalizar achicó los ojos y me dijo:
—Mereces un beso.
Pero no se movió del asiento ni me llamó junto a ella.
Tendría el beso merecido, pero no ahí, sino en su casa, esa noche. Ésta fue la promesa.
Honorio Piñares era de dormir ruidoso y Luciana sensible al ruido, que le causaba un dolor que tomaba nada más que la parte derecha de la cabeza, aunque con intensidad extrema. El marido le permitía ocupar otro dormitorio; pero no en los primeros días de su regreso de la hacienda, por comprensibles motivos, a los que Luciana, naturalmente, no hizo referencia.
Esa noche estaría en el segundo dormitorio, distante del otro todo lo ancho de la casa, por hallarse en la galería opuesta, y más, porque estaba en el piso alto. Pasada medianoche, yo debía escurrirme por una calleja vecina y ella me daría aviso del momento oportuno con la luz de una vela en su ventana. Entonces me franquearía la puerta de entrada una esclava en la que Luciana depositaba fe.
Excesiva maquinación para un beso, me dije, y entreví recompensas mayores.
Esa noche, la Luna se regocijaba de mostrar todas sus luces, ajena a mi conveniencia.
Tomé reparo en la vecindad más inmediata de una casa abandonada, sin puertas ni techo, único disimulo viable en el sector norte de la casa de Luciana, por estar sin beneficio de construcción todo ese sitio. Al sur, sí, alineándose con el hogar de los Piñares había dos o tres viviendas más y también por los fondos de estas últimas. Pero la que a mí me interesaba quedaba como prominente y al descubierto.
Permanecí a la espera de la señal petrificado de tanta fijeza para mirar sin descuidos. Pero nada desatendía del ambiente en torno y estaba atento a cualquier ruido o sombra delatora de asechanza.
Percibí la ronda a distancia. Enfiló tan justamente hacia donde yo me escondía que entre dientes le solté un insulto.
Tuve que retroceder a la casa semiderruida y, por meterme en el rincón más oscuro, en mis barbas se enredaron pegajosas telarañas. Usé las manos, escupí: se adherían a mis labios.
Pasó el pelotón de soldados.
Como si se hubiera desprendido de él, estaba allí un individuo de capa con el cuello rígido por dirigir la mirada hacia arriba, hacia la ventana de Luciana.
Reparó en mí, por el rumor que, pisando cascotes, causé al salir. Quedamos tiesos, cada uno clavado en el sitio donde nos hallábamos al descubrirnos recíprocamente. Pero esto fue sólo un instante, pues a continuación, como de acuerdo, echamos mano al pomo, que ahí se quedó, prevenido, mientras nos considerábamos.
Los sombreros aludos metían en sombra el rostro, por la luna tan justamente encima de nosotros, e impedían la identificación, por más que nos esforzáramos. De mi parte, puse todo el empeño posible. Pero sin acercarnos más, los ojos se gastaban en un esfuerzo vano.
No obstante, me resultaba muy evidente que se trataba de un caballero, por la espada y el atuendo, que incluía pluma en el sombrero. No era ciertamente un bandido, ni yo podía darle a él impresión de tal.
Debía de ser, como yo, un aficionado a Luciana, tal vez su amante.
No me importaba quién fuese ni quería nada con él: ni aclaración verbal, ni lucha, ni saludo.
Resolví tomar calle abajo, dando la espalda al rival nocturno y a la ofertadora de besos. Vacilé un instante pensando que tal vez él tomaría mi movimiento, después de tanta inmovilidad, como un amago de ataque, y en este caso me vería precisado de ofrecerle contienda.
Pero no me resultaba posible permanecer haciendo pie, ya con dificultades de equilibrio, sobre los irregulares restos de adobe.
Mandé una mirada última a la ventanilla.
Él, que había estado pendiente de mis gestos, siguió el rumbo que daba mi cabeza y pareció comprender. Entonces volcó el rostro, levantó dos dedos a la altura del sombrero, como si me hiciera un saludo de camaradas, se volvió y lo vi alejarse hacia las calles del puerto.
Renunciaba a Luciana, en un gesto que era de desprecio hacia ella, no de cejar ante mí.
Yo también podía hacerlo. Necesité decírselo al desconocido. Tuve ganas de gritar, llamándolo, para que fuésemos a beber juntos. No lo hice.
Al alejarme, procuré hacer sonar los tacones contra el suelo, para que Luciana supiera que le volvía la espalda. Pero la maldita arena indiferente apagaba todo sonido.
Quedé despechado y rabioso.
Aunque un evidente gentilhombre, mi rival, yo había sido igualado con él como objeto de burla. Esto, si Luciana quiso causarnos desengaño, provocando un encuentro que nos pusiera en ridículo, el uno frente al otro.
Preferí aborrecerla y darle los más denigrantes insultos, suponiendo que el convocado para esa noche era yo y que el otro concurrió únicamente por hábito que antes le hubiese rendido provecho.
Dos días después recibí en mi oficina un billetito. Estaba escrito, con abundantes errores de construcción y ortografía, lo que en discreto castellano puede ponerse así: «Honorio se fue por un mes a la estancia. Te espero hoy, a las 6 p.m. Por si estás ofendido y te resistes a venir, quiero que pienses entretanto sobre esto: ¿Tú crees que yo abriría mi alcoba a un hombre que no sea mi esposo?».
¡Mujer de asombro! ¿Quería decir, entonces, con su papelillo, que esa noche no se propuso hacerme señal alguna ni menos permitirme el acceso a su casa? ¿Eso significaba que mintió para probar el acatamiento que yo tuviese de su virtud?
Pero ¿cómo podía pretender correrme con su honestidad si me permitía besarla y ella misma me besaba con furia? ¿No es honesto besarse con todo el cuerpo y sí lo es besarse con los labios? Tal vez, me dije, sea así. Y, reconociéndolo, hallé tranquilidad y disculpa frente a la remota posibilidad de que alguna vez tuviese que responder a las acusaciones de mi esposa.
Me recibió compradora, sin palabras, con un beso que no le pedí y que ella tenía servido en la boca como primera ofrenda.
En una mesita estaban preparados licores y confituras. En las brasas pifiaba la pavita, y la calabaza y la yerba se hallaban dispuestas. Todo eso constituía advertencia de que no iba a interferir ninguna criada.
No censuré sus artimañas. No le pregunté la razón de que estuviese allí ese desconocido, mirando hacia su ventana. No discutí su virtud ni me excusé de haberla supuesto inexistente al aceptar su mentida oferta de incursión nocturna.
No pude hablar, no me dejó. Me llenaba la boca de dulces, de confituras y de besos. No sirvió el mate, seguramente porque es despacioso y propicio al diálogo.
Recogida entre mis brazos, al fin, como reponiéndose del agotamiento de tanta pasión entregada a través de los labios, me los brindó de nuevo, llamándome «Esposo, esposo mío…».
¡Esposo!, me llamaba. Esposo mío, había dicho, y ella solo abriría su alcoba…
Pero, con cariños de adormecedora ternura, se fue desprendiendo de mí. Aproximó la boca a mi oreja y cuando creí que me haría objeto de otro raro mimo, me preguntó:
—¿Vendrás mañana?
Sus palabras marcaron como un regreso. No eran de mi gusto, en ese momento, las voces, y hablar yo mismo se me antojaba una empresa que requería algo así como un desprendimiento y, también, cierto ejercicio momentánea-mente olvidado. Sin embargo, la interrogación se sostenía en sus ojos: ¿Vendrás mañana?
Conteste que sí.
Debía haber dicho no, y quedarme.
En la tarde inmediata, al trasponer la puerta me di con espectáculo inesperado: todos los muebles de la sala y del comedor estaban apilados en la galería. Los dos cuartos se hallaban en proceso de pintura, nada más que esos dos, en todo el sector de la casa visible para mí. La sala y el comedor eran los únicos recintos donde un visitante que no fuese miembro de la familia podía tener acceso.
Luciana me aguardaba en el jardín.
Conversamos y bebimos mate sentados en un banco de madera. Me explicó el significado de las figuras talladas en el respaldo. Dije que ese mate me agradaba. Sin sospechar el alcance de mi declaración, le procuré oportunidad para que hablase de los yerbales de su marido y de la manera de beneficiar la yerba que él aplicaba, y como el punto se prestaba lo asoció a las características generales y los detalles más menudos de la estancia, describiéndolos circunstancialmente.
Ese día rocé su piel sólo con un beso en la mano, al despedirme.
La pintura de los dos cuartos duraba infinitamente más de lo normal, días y días. Como me quejé de esta singularidad, Luciana, que seguía atendiéndome en el jardín, me explicó que, después de hacerlas enjalbegar, se enteró de que no entran moscas donde hay muros interiormente pintados de azul. Por lo tanto, aguardaba a que secara bien la pintura blanca para hacerle dar una mano de cielo.
Con una resolución que le mostré no lograría contrarrestar, le dije, pausadamente, para que le penetrase bien el sentido de mi advertencia:
—Esta noche volveré a esta casa.
Ella me escrutó los ojos, tranquila, y preguntó:
—¿Quién abrirá la puerta?
—Soy capaz de armar alboroto. Ya lo verás.
Quiso distraerme, anunciándome que dos días más tarde tendríamos de nuevo nuestras íntimas tertulias en el salón.
Irritado, me puse de pie, repitiéndole el anuncio, en un susurro que hice penetrante como un cuchillo:
—Esta noche vendré.
Me conminó:
—No lo hagas.
Se puso severa, repentinamente, y no sé si también disgustada.
A medianoche, la hora que de algún modo podía estar en sus cálculos, puesto que ella la dijo una vez, pasé por la calleja.
Su ventana, como todas las ventanas altas, era a distancia una sola plancha de madera, sin la menor abertura que trascendiera la luz de una señal y un estímulo.
Tanteé la puerta de calle. Era de hierro, de tan bien asegurada.
Me instalé al pie de la casa en ruinas y no podía siquiera permanecer en espera tranquila, porque los perros ladraban confusamente, como dando señales dirigidas contra mí.
No me atormentaba un resultado previsto desde la tarde. Pero procedía por testarudez y por mostrarle que estaba resuelto a una actitud enérgica y decisiva. Puesto que le había anticipado que armaría alboroto, quise ser fiel a mi palabra. Busqué una piedra de considerable tamaño y, haciendo con paciencia todos los ensayos previos, habida cuenta de peso del proyectil, impulso de mi brazo y distancia a recorrer, la arrojé con absoluta precisión. Dio en la ventana, sin romper nada pero haciendo un resonante choque, y rebotó hacia tierra.
Pero a nadie, ni en la casa ni en las vecindades, pareció importarle.
Me fui.
Dejé un día en claro, con la pretensión de hacer patente a Luciana mi disgusto, y suscitar su llamado.
Como las horas de la mañana se entregaron al pasado sin mejorar las perspectivas del futuro, a mediodía pregunté si por descuido en la gobernación habían omitido pasarme algún recado. Tampoco en casa de mi huésped apareció papel o persona alentadora y, claro está, cejé, porque al hombre no le va mal hacerlo si es ante una mujer.
Hice retumbar la puerta de Luciana, con aires de «aquí estoy yo», sobre la hora de mis costumbres.
Con formalidad asimismo de hábito aceptado, el
cunumí
me pidió que aguardase en la calle a que avisara a su ama.
Después vino y me anunció que ella no podía recibirme.
Se me ocurrió que, de reconocerme en la calle, cualquier persona podría ver, en mis narices, puertas.
Acudí a la taberna.
Estaba espesa de parroquianos y de humo, por ser hora de aguardiente y vinos puros.
Tomé banco junto a la mesa más rala, donde tres ancianos bebían en silencio y ablandaban, con las encías casi desdentadas, tajaditas finas de matambre. Uno era legañoso. Otro, a mi lado, transpiraba como si se hallase bajo el sol. De la cabellera, resbalando por las sienes, o de la frente, recorriendo los surcos horizontales hasta caer por la patilla, se le extendían intermitentes chorritos de sudor, que luego bajaban por la escasa barbita hasta el cuello, donde se perdían, con rumbo al interior de la ropa, en hondas depresiones formadas por la piel arrugada. Cuando no era chorrito, sino una gota, lo que se deslizaba, quizá por su forma convexa, actuaba como una lente, y en su tránsito me hacía ver, atrozmente aumentados, ora un pelo, ora un puntillo negro, ora el rojo de una irritación del cuero. En cierta zona, al cabo del paso de tres o cuatro gotas, reconocí en detalle la costrita negra del que nunca se lava la cara. Con la lente líquida y corrediza que le daba tamaño, parecía moverse hacía afuera, como por salirse.