Luciana, la dama que más ventilaba sus vestidos, permanecía recluida en su casa según mis cuentas desde poco antes del día de San Blas: tres meses bien cumplidos. Mal pensé que se imponía penitencia: su daño en la cabeza no soportaba ruidos y en consecuencia había hecho de su hogar una isla de silencio.
Al enterarme de su postración me sentí inclinado a una visita de cumplido, hasta cierto punto por probar a cuánto llegaba la austeridad que yo mismo me impuse por aquel tiempo.
En esta favorable disposición de ánimo me tomó una epístola que declaraba: «Estoy tan sola que pienso menos en mí. Me pregunto: ¿Qué hace Diego por su prosperidad? ¿Se atiene a vagas promesas de parientes y amigos bien intencionados pero nada eficientes? ¿Podría serle útil una súplica de mi hermano ante S. M.? Diego: Por que estuvieras cerca, aunque no te viera, he vacilado siempre en ofrecerte una ayuda que puede llevarte a otro país, quizás a España. Ahora pido menos de la vida y estoy resignada a que triunfes lejos de mí. ¿Harás el bien de visitarme?».
En un principio, la carta me causó vergüenza. En un arranque, le di fuego hasta que se consumió. Me adelantaba a cualquier mirada que, por un papel, descubriese que por mí mediaba o aunque sea ofrecía mediar una mujer. Menos aún por esa palabra:
prosperidad
. Prosperidad significaba algo más allá de lo discretamente razonable: equivalía a lo buscado por ambición.
Luego la reflexión se posó en el vocablo
eficiencia
. Supuestamente, el hermano poseía esa eficiencia que en los demás no llevaba trazas de abundar.
Y yo necesitaba un puesto cerca de Marta, por Marta, por mi madre, por mis hijos… para buscar mi pasado: el hogar. Ese hogar que me dolía porque yo lo había formado y obedecía a una estructura más remota aún, heredada de mis padres y de mis abuelos, ese hogar que me pesaba más porque no lo tenía.
Necesitaba, asimismo, a Luciana. El hogar estaba atrás; el traslado, adelante, pero muy a distancia. Debía tener un futuro más próximo, asible, inmediato, algo que se sometiera a mí pronto e incesantemente.
De aquella carta trascendía una Luciana apagada, arrepentida y triste, no imaginable sino en un lecho que no pudiese abandonar.
Sin embargo, cuando llegué, estaba en la sala, aguja en mano, lozana y tan afanosa que se disculpó por no abandonar la labor ante el anuncio de mi presencia, porque, dijo rápidamente, no podía soltar ciertos puntos, pero ya acababa.
En efecto, apenas tuve que aguardar, muy cerca de la puerta, sombrero en mano. La veía de perfil. Al ponerme de pie, con una sonrisa de fiesta y bienvenida, me dio de lleno el rostro, viniendo a mí: tenía un párpado caído, el derecho.
Mi pena por su desgracia se hizo suavidad y, si no exagero, ese respeto que a muchos veda juzgar las acciones de los muertos.
Había acudido altanero y fuerte, dispuesto a rechazar sus besos si me los brindaba, y también su oferta de ayuda, si calculaba que no tendría suficiente validez el respaldo de ese mentado hermano, del que hasta entonces yo ignoraba la existencia.
No logré localizar un tema de conversación, siendo como debía ser el primero su salud o falta de ella. Me parecía indiscreta cualquier alusión a su enfermedad, de tan visibles y deformantes consecuencias.
Luciana limpió el camino. Me preguntó si no había observado la inseguridad de su letra. Mintiendo, contesté que no. Pero ella manifestó sorpresa porque, dijo, el impedimento de usar los dos ojos le causaba enormes trastornos. Para ver de un modo completo lo que tenía al frente, debía ladear brevemente la cabeza hacia la derecha, y el ojo izquierdo, que cargaba con toda la actividad, se le fatigaba y se negaba a servir.
Una noche, al acostarse, la escasa luz de la palmatoria procuró revelarle una araña gorda, redonda y despaciosa en el cielorraso. No pudo cerciorarse de que lo fuera. El marido, a su lado, y dormía.
Después de unas horas, despertó con una advertencia en el pecho. Encendió la vela. Miró a la puerta, por si había sido violada. No. Al techo, por aquello que podía ser araña. Oscuro y aparentemente sin cuerpos extraños. Al marido, por si había despertado con la luz.
La araña estaba en el cuello de Piñares, caminando con la torpeza más extrema, pero sin desprenderse de la carne.
Luciana, por el terror, no pudo más que cubrirse los ojos con las manos y llorar para adentro, sin capacidad de moverse para huir. De pronto, por la quietud de Piñares, creyó que ya lo había picado y que estaba muerto. Entonces le dio un coraje demente. Tomó la araña con la mano y la arrojó al suelo.
Un rato después, cuando Luciana tuvo fuerzas para despertar a Piñares, el animal seguía en el piso, vivo y sin daño. Lo mataron.
En la mañana fueron revisadas sus paredes, por si había dejado pareja o cría. Se encontró un nido de avispa pómpilo. La pómpilo lleva de alimento a sus crías, para todo el tiempo de la crianza, una araña suficientemente voluminosa. La adormece con aguijonazos y la deja en el nido.
Aquella araña estaba adormecida, pero consiguió escapar de las avispitas antes de que éstas nacieran.
Desconozco si esta aventura efectivamente ocurrió, si bien era tan larga y Luciana la narró con tanta emoción y amenidad que vino, llano, el entendimiento entre nosotros.
Estuvimos muy pronto como tomados de la mano.
Bebimos mate dulce sin prisa, perezosamente.
Más avanzada la tertulia, me amonestó severamente por abandonarme a inoperantes influencias y tolerar ese confinamiento en un cargo que consideró inferior al debido a mi capacidad. Yo estaba de acuerdo y le dije, complacido, cómodo, contento:
—Bien, veamos qué favor puede esperar el doctor don Diego de Zama de una mujer.
—Ya verás —me contestó con resolución y de inmediato desenvolvió planes en torno de un hermano que, me hizo saber, era caballero y prestaba servicio en la corte.
Era una ilusión digna de ser bien acogida. Me puso ricamente abastecido de esperanzas.
En cuanto tuvo mi asentimiento para realizar la gestión, me prometió despachar carta por el primer correo.
Muy luego escrutó el cielo, asomándose brevemente a la galería. Al verla alejarse, pensé que iba a considerar las perspectivas de tormenta o tiempo estable, por si aquella retrasaba la llegada del barco o éste la favorecía.
Otra era la razón. Me urgió:
—Tienes que darte prisa. Honorio vendrá pronto a cenar. Es tarde.
Me dio un golpe de sangre.
—¿Tu marido está en la ciudad? —pregunté desconcertado, reprochándole acto seguido, sin darle tiempo a contestarme lo que resultaba evidente—: No me habías prevenido.
—Pero… ¿es que has creído que estaba en la estancia?
Luciana era sorprendida de mi ignorancia y se reía de ella sin inquietud, tan buena e ingenuamente que me apacigüe.
¿Se había hecho más niña, más cándida? ¿No concebía ya la astucia?
Me preguntó, aún:
—¿Cómo pudiste pensar que estaba en la hacienda, si yo no te lo dije en mi carta?
Dos días más tarde, las baterías dieron aviso de barco del Plata.
Piñares de Luenga estuvo en el puerto y subió a conversar con el capitán.
En la tarde, Luciana mandó a buscarme. Dije al criado de razón que iría, pero no lo hice. Me ofuscaban sus tácticas, más despegadas de mi seguridad que cuando mintió llevándome a una calleja nocturna y a la vecindad de un rival que me superó en capacidad de desprecio.
En la mañana me despertó un criado de la posada con este billetito excitante: “ ¿Tienes miedo de Honorio? No temas. Pero si no quieres venir, te ruego que me envíes una relación de tus títulos para comunicárselos a mi hermano. Sin duda, él precisará transcribirlos en la súplica”.
Llevé en la boca la relación de títulos.
Ya era yo un hombre a los manotones, privado hasta de la justificación del deseo.
Puesto que lo sabía, entraba tanto en mis previsiones como en mi voluntad encontrar a Honorio Piñares en su casa. Deseaba verme forzado al encuentro y, de ser preciso, a la lucha.
Sin embargo el más recóndito sentido de la precaución me indujo a elegir la hora vespertina y, claro está, no hubo tal enfrentamiento.
Dije a Luciana:
—¿Y si al preguntar por ti, haciéndome anunciar, hubiese estado tu marido en casa?…
—No temas —comenzó a explicarme.
—No temo —le repliqué, violento.
—Bueno; no temes —adujo, conciliadora.
Cuando me vio serenado, puso término a su argumentación:
—Él dice que los hombres son despreciables y que la mujer no lo advierte hasta estar casada. Cree que comparto su opinión y que todos los hombres me causan repugnancia.
Luciana hablaba como confiándole un secreto desagradable a la tela del bordado, sobre la cual inclinaba la cabeza.
A pesar de ese seguro que me ofrecía con la exposición del credo de Piñares, no quiso que la visitara hasta que él se retirase a la estancia.
Fue una temporada larga de un mes, asidua, no obstante que yo en un principio me propuse sostener nada más que una relación de superficie, por no resguardar la posibilidad de apoyo ante el rey.
Era una amistad serena, hasta que un día observe que el párpado caído respondía más noblemente a los requerimientos de sus naturales funciones. Subía hasta casi dejar el ojo descubierto del todo. Congratulé a Luciana con sinceridad, efusivo, y ella, sentida y accesible como en pasados tiempos, me dijo:
—Gracias a ti, al cariño y al sosiego que me das.
Quise que sólo respondieran mis órganos cordiales, pero secretamente, por esas palabras confiadas, se soltaron postergados impulsos. Dentro de mí, nada más.
Después, mientras caminaba, el seso me entregó servida la decisión de tomar una vez a Luciana. Lanzaba en exploración razonamientos supuestamente capaces de fortalecerme en mi anterior actitud prescindente, pero era como luchar contra una resolución de todo mi cuerpo, muy anterior y severamente imperativa.
Era ya una fiebre de hacerlo y su pujanza aceptaba no obstante conjugarse con la cautela que me dictaba el instinto.
Buscaba yo provocar, con mesura, aquel amor comunicativo que me entregó Luciana en algún tiempo. Hice aventureras las palabras y, en los diálogos, Luciana se arriesgó por la picada que ellas abrían.
Ocurrió, una de las veces, que un lacito que lancé, como exento de propósito definido, me trajo caza mayor.
Le dije que la juzgaba mujer incapaz de afectos profundos porque no me explicaba que se hubiese privado de los hijos. Eso a la mujer escuece, pero supe atajarle una réplica directa mediante un tono zumbón, de humorada, y el desvío inmediato hacia un tema paralelo ajeno a ella.
Fingí enterarme a esa altura del sistema que usaban las indias mbayas para eliminar la perspectiva de un nacimiento, que consistía en ejercer presión con sus propios dedos sobre ciertas partes del cuerpo. Esto distrajo a Luciana del planteamiento inicial. Me refirió que ella había presenciado, en el campo, el bárbaro procedimiento; era algo diferente: se sometían al curandero, que les aplicaba puntapiés en zonas delicadas con un ensañamiento tan brutal como eficaz.
Después de contármelo, Luciana recapacitó brevemente. Me preguntó, con tristeza, si yo pensaba que ella recurría a esos métodos u otro semejante. Le dije que no.
Entonces supe, por su boca, cuál era la causa de que no tuviera hijos. Supe, también, por qué Luciana no amaba a su marido.
El padre de Honorio era indiano. Regresó enriquecido a su tierra, dejando en América a su único vástago, de quince años de edad y administrador de estancia y casa. El muchacho sufrió atropellos que su débil existencia logró sin embargo soportar con estoicismo e incluso sobrepasarlos, asegurándose mando y fortuna. Pero el padre, tras haberlo desamparado tan niño, le impuso aún la carga del matrimonio sin consultar su opinión y preferencia. En España, el autoritario anciano convino con su propia hermana el casamiento de la hija de ésta, Luciana, con Honorio. De resultas de ello, Luciana, a los once años de edad, estaba comprometida en matrimonio con su primo, Honorio, de veintidós. Nada se le dijo hasta tener quince años de edad. Entonces se iniciaron los preparativos para la boda, concertada por cartas-poderes. A los diecisiete viajó a América para reunirse con su desconocido primo y esposo.
Cuando describía las costumbres de las indias mbayas, Luciana estaba tan suelta y animada, tan sin recato nombraba partes del cuerpo, que escuchándola tuve la sensación desagradable de que se confundía y me hablaba como si yo fuese una mujer.
Sin embargo, la historia de su matrimonio, que era penosa pero no susceptible de causar vergüenza, fue para ella como una entrega, obligada e irremediable, de algo que afectase su pudor.
Percibí sin tardanza que toda esa intimidad que había puesto en mis manos se mudaría luego en recelo y rechazo. Estaba autorizado, también, para temer su hostilidad.
Entonces, ignoro si conmovido o temeroso de que me abandonara nuevamente, me juré respetarla tanto como ella quisiese ser respetada.
El jefe del regimiento, teniente de gobernador hasta tanto se presentara el nuevo, justamente por la certeza de lo limitado de su interinato se puso ejecutivo y mostró poseer garra para serlo.
En realidad, su imperio se reveló de manera efectiva sólo en una cuestión: el pago del estipendio adeudado a los funcionarios y empleados de la administración real. Pero únicamente eso, debe reconocerse, podía ocuparle e interesarle, ya que, exigiendo por los demás, demandaba implícitamente por sí mismo.
De tal suerte, la caja de latón, que tiempo atrás había recuperado mi confianza y estaba satisfactoriamente provista, por vez primera desde mi permanencia en la provincia resultó insuficiente para el caudal que debía atesorar.
La remesa en plata vino por barco tempranero en la mañana siguiente de aquel infortunado diálogo con Luciana. Como el teniente de gobernador juzgó que el bienestar de quienes administran la cosa pública debe ser atendido antes que la cosa pública en sí, ordenó los pagos apenas entrado el dinero. En consecuencia, pude disponer prontamente de recursos que para mi hogar lejano representaban el cotidiano sustento y, repetido móvil, la moneda en mi mesa me ayudó a evocar a Marta.
El amor suave y manso que irradiaba de su recuerdo adquiría una aproximación real, y de pronto creí saber con lucidez por qué: porque ese tipo de amor bueno animaba algo en mí o en mi vida allí mismo y no, en modo alguno, con relación a mi esposa, que quedaba atrás. Pensé que tal era la verdadera naturaleza de mi amor por Luciana y temí por Marta.