Me asomé al patio, dominio, según las trazas, de los pájaros y de algunas errabundas aves de corral.
Tora venía de nuevo de la parte anterior de la galería, pavita en mano.
Verla con esa procedencia me dio como una aprensión, es probable que una aprensión estúpida, pero tal y como si todos se hubiesen retraído ante mi presencia concentrándose en una habitación. Allí todos: el maduro huésped, la hija, el mulato y Tora. Tal vez, también, el cuerpo exánime de Sumala. En un rincón, el fuego donde cocían sus guisos.
Interrogué a Tora. Por qué traía el agua de las habitaciones y no de la cocina.
—Se vive allá, su merced —dijo, extrañada de mi pregunta, y señalaba con un dedo y con todo el brazo. Ésa era la explicación, que amplió sin que me costara esfuerzo. La casa se extendía en otro cuerpo; ese otro cuerpo se comunicaba con mi patio mediante un pasillo.
Nada más que esto había entonces y nada de sospechoso para urdir intrigas.
Mi fácil conformidad me hizo suponer que yo no observé actos mortuorios, ni supe de la salida del cadáver, porque todo había ocurrido en la otra parte del edificio.
La refacción liviana, a mediodía, lo fue tanto que parecía exenta de peso; una rodaja de queso y otra de chipá, el pan de mandioca. Por vino, mate.
De tarde, en consecuencia, tuve agonías de estómago que me llevaron temprano a la posada, donde los vecinos de mesa conocieron la flaqueza de mi almuerzo por el ruido de las tripas.
—
Pururú
—dijo alguno y otro sonrió, asintiendo, confiados los dos en mi supuesta ignorancia del vocablo indígena.
Aunque lo hubiese desconocido, pururú hacían ellas, allá dentro, y yo las entendía.
Al día siguiente, di vuelta la manga, haciendo la comida fuerte en el almuerzo. El hambre con el sueño se apaga, me dije, previendo la cena insuficiente que me traería Tora.
Acerté en punto a las proporciones de la comida, aunque no al disimulo que podía prestarle el reposo nocturno. Dormí bien dos horas o más; después el apetito volvió tan brioso que me hizo despertar con el imperio de una orden o de un grito.
Bebí un vaso de agua. Se adormeció la protesta y pude reposar de nuevo.
Pero sólo unos minutos.
Candela en mano, fui a la cocina abandonada.
Encendí fuego. Busqué mi pavita y preparé mate.
Lo sorbí despacio, sentado en una banqueta ante la puerta de la cocina.
Era la hora secreta del cielo: cuando más refulge porque los seres humanos duermen y ninguno lo mira.
Tan despejado como el universo celeste estaba yo.
Pensé en Marta, sin pena.
El pasado era un cuadernillo de notas que se me extravió.
El sol estaba manso. Yo también.
El rancho de Emilia se hallaba con otros que, vistos en conjunto, por encima de la altura de los techos, semejaban haber caído, en desparramo, como dados salidos sin ley de un cubilete. Yo lo miraba desde más arriba, desde una barranca próxima, que no podía decirse que cortaba la calle, porque calle trazada no había, pero interfería la línea ideal trazable desde la puerta del rancho.
Esperaba, tranquilo, ver a mi hijo. Tenía reparo de sombre y, de asiento, un tocón vetusto. Fumaba.
Yo suponía que el pequeño iba a salir como la última vez que lo tuve ante mí, arrastrándose, fascinado por el movimiento amarillo de un patito nuevo o el destello de algún fragmento de vidrio, le daría una y otra vez con la manecita hasta hacerse un tajo. Entonces prorrumpirían la sangre y su llanto. Yo esperaba presenciar todo eso. Esperaba su lloro, no porque deseara su sufrimiento, sino por sentirlo viviente, audible.
No aparecía, sin embargo.
Transcurrido un tiempo, puede que una hora o más, la madre salió cargada con un tacho de desperdicios. Se los arrojó a las gallinas, que se abalanzaron sobre ellos luchando por engullirlos. Pero los perros siesteros también querían su parte y desafiaron los picotazos por llegar a las sobras. De nada les valió el riesgo: eran cáscaras de vegetales, nada de carne.
Esto supuse, viendo que volvían sin masticar, sin un hueso entre las mandíbulas.
Emilia cargaba con mi hijo y con la miseria.
Lo entendí claramente, pero sin remordimientos.
La criatura continuaba adentro, quizá dormida. Pensé que era mejor así. Una gallina famélica, en trance de procurarse el sustento, tanto mete el pico en las descarnaduras de un hueso vacuno como en el ojo de un niño, si éste anda solo e indefenso por el suelo.
Me levanté del tocón. En ese instante, Emilia asomaba de nuevo a la puerta de la cocina. Aun a distancia, advirtió el movimiento. Hizo pantalla con la mano sobre los ojos. Me reconoció, quizá, porque arrojó al patio otras basuras, se introdujo en la cocina y clausuró la puerta.
Regresé a paso lento. Fumaba. Había almorzado con abundancia.
La caja de latón estaba vacía. En la bolsa guardaba lo suficiente para pagar diez comidas. El posadero no traía la cazuela si no veía en la mesa las monedas, que yo depositaba cuidadosamente, al sentarme.
Me retiré temprano, alto pero inválido el Sol, como en toda la jornada.
Coloqué sobre la mesa unos libros, algunos abiertos. Agité la campanilla.
Tora acudió, por saber mis necesidades, y después me trajo un huevo hervido, con una tajada de
chipá
.
Lo comí con gusto; pero el huevo, después de unos minutos, deja en la boca ese recuerdo que preferíamos no tener. Por no tenerlo y beber algo, tomé la pavita y salí al patio, para ir a la cocina. Por la galería de enfrente pasaba una mujer blanca, vestida de verde, con una sola peineta en la cabeza, muy serena. Sus pies asentaban sin ruido en el ladrillo.
Desapareció por donde yo suponía que estaba el pasillo, en el encuentro, siempre oscuro, de dos alas del edificio.
No me vio. Coincidió tan exactamente su paso con mi salida que, tal vez, yo quedé a sus espaldas al dejar la habitación.
Esto pensaba, sin haberme movido de mi puerta, porque esperé hasta el final que ella se volviese hacia mí, para ver su rostro y tener ocasión de saludarla.
Como el patio había recobrado su aire muerto de siempre —que la presencia de aquella mujer, debo reconocerlo, tampoco consiguió alterar— tuve la idea de asomarme al pasillo para observar el sector de la casa adonde mi huésped, con manifiesta descortesía, nunca me había llevado mi invitado.
Iba a hacerlo, pero algo me contuvo. Fue nada más como si la atmósfera se hubiese puesto pesada y limitara mis movimientos. Percibí que, a pesar de todo, no estaba solo.
Miré hacia donde
supe
que debía mirar: detrás de la misma ventana de antes, una joven blanca me miraba con quietud, sin fijeza, como sin interés.
Algo, la sorpresa o no sé qué, me impedía reaccionar con naturalidad. Cuando quise asentarme en mí mismo, la primera sensación fue de inelegancia, con la pavita en la mano. Me agaché para dejarla en el suelo, en el rincón de la puerta. Al alzarme, la joven ya no estaba.
Entonces me esforcé por captar rápidamente algo que había visto, y que temía que se escapara de mi cabeza sin haberlo precisado. No era algo aún palpable o real. Era… una ausencia. Sí. Lo que faltaba, tras los vidrios, era un vestido rosado. La joven vestía de rosa.
La otra mujer, la de un momento antes pasó ante mí, estaba vestida de verde.
No era, pues, la misma. No tuve tiempo de mudar ropa.
Me encerré en mis habitaciones. Me desagradaba la idea de atravesar el patio para ir a la cocina.
En absoluto merecía ser juzgada como suceso extraño la aparición sucesiva de dos mujeres blancas en la casa. Soledo me dijo que sólo había una, su hija. Pero eso fue en determinado día y posteriormente bien pudo incorporarse otra, en tren de permanencia fija o como mera visita. Podía ser una mujer de ayuda, quizá necesaria a raíz de la muerte de Sumala.
El razonamiento me procuraba conclusiones lógicas. Sin embargo, el episodio me obsedía como una impostura necesaria. Algo de falso, elaborado, se me ocurría que andaba en todo eso. Más que en nadie ahincaba mi disgusto en el señor Ignacio, que había cortado todo vínculo conmigo desde el día de nuestros tratos.
Manuel Fernández mostró condiciones por lo menso para la mitad de su secretaría: un buen secretario no sólo guarda los secretos de su jefe, sino que sabe penetrar en los ajenos que pueden interesarle.
Vigiló la entrada del pergamino en un saco, el traslado del saco al bergantín y la recepción y registro, para el rey, por un oficial del barco. Tomó nota, además, de que el barco había traído un cofre del tesoro y, preguntando a quienes lo cargaron, pudo enterarse de que era muy liviano, pero esto, me dijo, podía ser porque las monedas fuesen de oro y no inferiores.
No eran de oro y fueron para los inferiores. El gobernador exhortó a quienes teníamos más títulos a no fomentar las habladurías adversas al rey. Para eso era necesario que los empleados de menor cuantía, los menos celosos del honor de Su Majestad, percibieran lo suyo. Nosotros tendríamos que esperar nueva remesa.
Al gobernador no le resultaba lesivo pertenecer al genérico nosotros, porque poseía bienes y rentas propias dentro de la misma provincia.
Pero al posadero trascendió sin detalles la noticia de que la casa de la gobernación había sido enmonedada aquella mañana y quiso su dinero, es decir, el mío.
No comprendía por qué a unos se había pagado y a otros no, cosa que yo tampoco pude explicar bien, porque de hacerlo traicionaba las directivas del gobernador. Algunos comensales dejaban de masticar, para escuchar mejor, como si se tratase de un negocio de estado al que se encontraran avocados, aunque más no fuese, de oídas. Yo los veía pendientes de mis palabras y de la actitud del dueño y me encrespaba.
El posadero se retiró refunfuñando. Reventé en un puñetazo sobre la madera y en un «¡Maldita sea, gente palurda!», que devolvió al posadero y lo empujó al asalto, que quedó contenido por dos o tres prudentes que se interpusieron. Yo bramaba, levantando el puño y diciéndole cosas sobre su sandez, sin que nadie se atreviese a coartarme ni tuviera el comedimiento de aplacarme. El sujeto —yo lo veía degollador de reses, manchado de sangre— repetía como un rezongo: «¡Dejadlo conmigo!», y un hombre flaco y encorvado le decía: «Que te condenas, Miguel». Y a cada «Dejadlo conmigo», otro «Que te condenas, Miguel». Di otro puñetazo y él otra arremetida, que los demás refrenaron, y partí.
Me dolía la mano. Estaba trémulo hasta las piernas.
El régimen de la taberna era invariable y mísero; embutidos, carne asada, sopa de mandioca y pan de mandioca. La taberna era, naturalmente, para beber, no para hacer las comidas regulares y quien pretendiese alimentarse allí habitualmente pagaba sin ahorro respecto de la posada.
En la noche, pues, comí matambre, carne asada, pan y sopa de mandioca.
Manuel Fernández se complacía en demorar una exigua ración de vino.
Me saludó, respetuoso, sin acercarse.
Lo llamé. Trajo su vino.
Dije injurias del posadero. Fernández debía de saber por qué. Me dijo que la razón y el derecho estaban de mi parte.
Con disimulo, hurgó bajo el costado derecho de su capa. Extrajo una bolsa pequeña, que colocó en la mesa, ocultándola con el sombrero. Escarbó en el costado izquierdo; apareció en su mano otra bolsita, algo más reducida, que fue a acompañar a la primera.
Alzó a medias el sombrero, lo suficiente para que yo mirara adentro.
Me dijo:
—Elija su merced la que desee y prefiera.
Lo miré en los ojos. Estaba ebrio.
Tomé la menor.
Me dijo:
—En paz.
Yo no entendí el sentido de su escueta afirmación: «En paz»; pero le contesté que estaba de acuerdo.
—En paz —repetí.
En mi habitación di llama a una vela. Me senté a la mesa.
Tomé las monedas en dos puñaditos y abrí las palmas. Luego fui agrupándolas en una sola pila, de mayores a menores. Tres dejé aparte y las puse sobre el dorso de mi mano derecha. La luz de la vela les daba de lleno. Yo las contemplaba espiando su inexistente movimiento.
Era un rito estúpido. Pero yo precisaba mirarlas hasta no verlas.
Lo conseguí. No pensaba ya en ellas, al cabo de un rato. Entonces reapareció en torno, con su humedad y su noche, la habitación, prolongada en sombras hacia atrás, hacia la recámara sin muebles.
Apuré dos manotazos, por tapar las monedas, por que no se viesen. Una sacaba medio cuerpo bajo el meñique, dos habían saltado lejos.
Miré a la recámara. Nada podía tapar ya a quienquiera que me estuviese espiando.
Mi corazón empujaba.
Tumbé la silla, con estrépito, quizá para ahuyentar a intrusos.
Fui hasta la puerta sin dar la espalda. Tomé un hierro, tranca de postigo. Luego la vela. Con cautela, el hierro presto, pasé a la recámara.
Nadie.
Era de temer que por su préstamo, Manuel Fernández pretendiese privilegios o bien que, hallándose sobrio, se arrepintiera de haberme facilitado casi tanto como la mitad de su dinero.
Yo estaba dispuesto a resistir cualquier intento de que le devolviera lo suyo demasiado pronto.
No obstante, procedió aquella mañana con esa corrección indicadora de que el préstamo fue
ayer y allá
, a don Diego de Zama y no el asesor letrado, su jefe.
Él sabía dar; yo sabía recibir.
A mediodía, lo invité a que comiéramos juntos en la taberna.
Aceptó, con una palabra de agradecimiento.
Salimos a la par de la gobernación.
En la plaza, que pasábamos, distinguí entre las mujeres de la feria a Emilia. Ella no había reparado en mí.
A sus pies, atadas en junta por las patas, yacían cuatro gallinas. Con las gallinas, mi niño.
Hice seña a Fernández de detenernos. Él no sabía por qué; pero se atuvo a mi indicación.
Contemplé a mi criatura, sentadita en la tierra roja, con rastros de haberse revolcado en ella y sin embargo fresco el rostro y saludable el cuerpo.
Mi hijo.
Las gallinas.
¡Claro estaba, pues! De aquellos desperdicios que arrojó Emilia ante su puerta, los perros no sacaron ni un hueso de ave porque la infeliz mujer tenía que reservar sus gallinas para la venta, confirmándose con un alimento de hortalizas y cereales.
Tuve el rapto de acercarme y dejarle en la mano la mitad de mis monedas.