Bajé a comer. Bebí con desconsideración. En la siesta, dormido, me obstiné en una imagen lasciva de Luciana. Despertaba y, a causa del vino, mi cabeza caía de nuevo en la almohada. Terminé por amar esa imagen.
Vencido el sopor, me refresqué la cabeza con agua.
Estaba en paz. Mi dueña, perpetua e inalterable era Marta.
Discernía qué deseaba de Luciana y entendí que las dilaciones y entorpecimientos derivaban de mi facilidad para enternecerme. Poniéndome blando, me distraía del objetivo y la mujer se fortalecía, regodeándose en prolongar el placer de sentirse asediada.
No olvidaba cuán estériles resultaron antes mis aprestos de energía. Pero pretendía diferenciar dos épocas: la inicial, en que Luciana estaba desacordada y jugaba conmigo, y esta segunda, de paciente acercamiento y tensión amorosa que podría derivar en pasión por cualquier estímulo repentino.
Confié de un modo tan excluyente en una posibilidad ocasional, imprevista, de que me amara así, que tuve la ocurrencia de que podía ocurrir en aquella misma tarde, y precisamente por suponer tal cosa me quedé en el figón. No me hallaba fuerte, ese día, para amar con vehemencia.
En el figón bebía un capataz boyero y yo, solitario, lo escuché.
Juntaba tropas para su señor, Alfonso de Almeida, que acudía a tomar posesión, en Villa Rica, de la estancia de don Honorio Piñares de Luenga.
Aunque a hora tardía y por lo tanto ya inesperado, me presenté ante Luciana.
No la veía desde la noche anterior, cuando me reveló su doble parentesco con Piñares; pero este nuevo era ya otro tiempo, por mí presentido.
El párpado del ojo derecho estaba otra vez cerrado. No tanto, sin embargo, que impidiera el paso de una lágrima que acompaño la más franca del ojo izquierdo, totalmente empañado al encontrarnos, sin palabras.
Me tendió las manos, sólo las manos, y mantuvo alejado el cuerpo. Precisaba mi consuelo y el consuelo, es verdad, se siente más cuando la sangre lo comunica.
¿Tanta violencia se había hecho, al hablarme aquella noche, que su mal la atormentó de modo tan extremo? Esto le pregunté y me respondió que no, tenuemente negando con un movimiento de cabeza. De mañana, un mensajero del marido le había dado parte de cierto trámite que estaba por formalizarse: la venta de su hacienda en Villa Rica. Y bien, ya estaba concluida.
—Pero, ¿qué entraña esa venta de temible o doloroso? —demandé yo, desconcertado por su desconsuelo, con olvido de cuánto me había inquietado al saberlo en la taberna. Aún más, quise saber:
—¿Es que, acaso, estáis amenazados de pobreza?…
Luciana me apartó de esa idea, para agregar, en seguida, con pena piadosa, tranquila:
—No lo sabes, pobrecito.
No sabía yo que Honorio se había sentido acuciado por el mismo deseo de su padre: disfrutar en España de los bienes acumulados en América. Como no tenía hijo con quien compartir riquezas, recogía todas y renunciaba al cargo de ministro de la Real Hacienda, sin apetecer siquiera otro en la corte ni en lugar alguno del territorio español.
Luciana nunca me lo dijo, hasta entonces, por miedo de que, al tanto de que iba a ausentarse para siempre, me despreocupara de ella.
Dos pensamientos por igual optimistas, asimismo parejamente aceptables, acudieron al llamado de las decisivas novedades: Luciana vendría a mí, de propia voluntad, antes de partir. Hallándose en España, ella se haría acicate tenaz en pro de mi elevación de rango y nuevo destino de más lustre; sobrada prueba tenía yo de su habilidad para empresas diplomáticas.
Nunca, nunca más tuve un beso de Luciana.
La partida estaba organizada con tal minuciosidad que fue posible en el primer barco que bajó hacia el Plata, y con tanta anticipación que yo no entendía cómo pude ser la persona más próxima a Luciana e ignorar lo que ya a muchos había trascendido.
Es que yo permanecí excesivo tiempo asimilado por Luciana y ajeno a la vida de mi contorno.
Quizá me hubiera convenido ser más curioso, no más acentuadamente, sino apenas algo curioso, cuando vi a Piñares en gestión ante un capitán de barco.
Ella impuso que nos despidiéramos en el jardín. «A la vista de todos», proclamó.
Pero no a la vista del marido, por completo posible, ya que, durante aquella semana final, lo distinguía o creía distinguirlo, cerca y preciso, o lejos y ligeramente confundible, en todos los lugares donde un hombre podía estar, como si en cada uno de ellos tuviese algo que componer o alguien a quien estrechar la mano. Recelaba yo de que, aún, antes de partir, se diera de frente conmigo y quisiera toserme. Por que no me viera, entonces, me escabullía de tal manera que tropezaba con él en cada piedra.
Luciana impuso lugar y se imponía a sí misma un tono de abnegación heroica, que yo consentía imponiéndome, a mi vez, el aire melancólico del abandonado irremediable. Mi doble fondo se regocijaba del viaje: no pasaría ya esos peligros de las convocatorias sin provecho.
En los dos todo era, en ese momento, ridículo y exterior. Yo lo entendía, pero Luciana no, de modo que acató mi simulación como verdad y quiso corresponderme volviéndose humilde, entregándome, por fin, la pulpa de sus sentimientos.
Me dijo Luciana que ningún otro hombre, como yo, supo buscarla sin pensar en la carne, y por eso yo había sido y sería siempre el predilecto de su corazón.
Me hizo tanto bien este juicio ajeno a la realidad que arriesgué todo por confirmarlo:
—El predilecto, sí. Gracias, Luciana. Pero ¿También el único?
—Eres tanto para mí, soy tan tuya y sólo tuya, que te hubiera dado lo que nunca me pediste, si me lo hubieras pedido.
Mordió un sollozo, me apretó arrebatadamente las dos manos y, sin facilitarme tiempo para la menor reacción, se alejó hacia las habitaciones.
Fue la única visita que concluyó sin protocolo. Me dirigí solo hacia la puerta.
Le creí que me amaba. No exigía simulación de la pureza. Aceptaba simular que podía ser impura. Por eso era fuerte: su juego era más sutil y perfecto que el mío.
Hacia el Plata, después a la mar y hacia España, donde nunca fui más que un hombre anotado en papeles, se extendería un pensamiento, una sensibilidad humana accionada por mí. Alguien, en Europa, sabría quién era yo, cómo era Diego de Zama, y lo creería bueno y noble, un letrado sabio, un hombre de amor. Estaba dignificado.
Para Luciana, mi pureza constituía una noción antigua y permanente. Yo dudaba, aún, entre creerla pura o no. Podía elegir. Y elegí una fe redentora de su concepto y su honor.
Comprendí que ella era más candor y desesperación que mujer.
En todo caso, se negaba a ser carne y vencía. Era más libre que yo.
Quise ser testigo de la partida, pero me pasó inadvertida.
Al principio, trate de identificar a Luciana en el bergantín. Después, adosado sin peso a un fardo del puerto, me tomé como un anticipo de descanso.
Faltaba luz, por las nubes cerradas, que no cuidaban el cielo, sino el suelo, de tan descendidas. Las palmeras acongojaban sus verdes. El azul toleraba, sin batalla, la corrosiva infiltración del gris. Grávida de humedad, posesiva, la atmósfera había suspendido la vida. Surto en las aguas iguales, sostenía el barco una quietud sin memoria.
No lo vi zarpar. En cierto momento, ya no estaba y la gente se había dispersado del puerto.
Una presencia quedaba suprimida. Yo tendría, en adelante, mis tardes libres. Podría estudiar y holgazanear. La holganza es placentera.
Caminaba en dirección opuesta a las aguas, hacia la gobernación, donde ya no estaban el oficial Bermúdez y Ventura Prieto. Los dos tenían razones por qué vivir y no me interesaba su destino. Ya los había borrado y recordarlos no me producía ninguna impresión. No era forzoso, tampoco, que acudiera a mi despacho. El teniente de gobernador no pretendía orden más que en su cuartel. Nosotros, en la gobernación, no usábamos uniforme. Podía, pues, montar mi bestia e ir de caza por los montes pacíficos.
De quererlo, era posible que formara tropa para una incursión hasta las misiones, que tenía curiosidad de conocer. Con dinero contaba para ese gasto y un año más. Por igual tiempo había asegurado recursos para Marta. Entretanto, sin duda llegaría aviso de mi traslado, por la gestión del hermano de Marta en Buenos Aires o la del hermano de Luciana en la corte.
Sin levantar la casa, ya que relucía segura mi colocación en otra ciudad, en ese tiempo de espera de la providencia real los míos podrían venir conmigo. Marta, al fin, en mis brazos, y con ella el deseado hogar. No era fábula irrealizable: disponía de medios y el teniente de gobernador aseguraba regularidad en los cobros por muchos meses.
No obstante, no todo estaba bien.
Algo en mí, en mi interior, anulaba las perspectivas exteriores. Yo veía todo ordenado, posible, realizado o realizable. Sin embargo era como si yo, yo mismo, pudiera generar el fracaso. Y he aquí que al mismo tiempo me juzgaba inculpable de ese probable fracaso, como si mis culpas fueran heredadas, y no me importaba demasiado: disponía como de una resignación previa, porque percibía que, en el fondo, todo es factible, pero agotable.
Tampoco la fugacidad me inquietaba, porque es posible sacar partida de lo transitorio, disfrutar momento a momento. Era algo mayor la causa de mi anegante desazón, ignoro qué, algo así como una poderosa negación, imperceptible, aunque superior a cualquier rebeldía, a cualquier aplicación de mis fuerzas.
Es más, yo le temía a distancia. De momento, todo se presentaba con rostro favorable. Pero recelaba de otra etapa —¿lejana? ¿inmediata?— irrebatible, a la que yo llegara sin vigor, como a una extinción en el vacío. ¿Qué era eso tan peor? ¿La destitución, acaso? ¿La pobreza? ¿Alguna afrenta? ¿Tal vez la muerte? ¿Qué, qué era?… Nada, lo ignoro. Era nada. Nada.
Quise discernir el porqué de ese vuelco y advertí que era como si hubiese andado largo tiempo hacia un previsto esquema y estuviera ya dentro de él.
Necesité imperiosamente asirme de algo. El estómago vino en mi ayuda, reclamándome alimento. Acudí a la posada como en pos de la esperanza.
Me remontaba a la idea de un dios creador. Un espíritu que no hacía pie en nada, capaz de establecer las leyes del equilibrio, la gravedad y el movimiento. Pero su universo era una rotación de bolillas, mayores o menores, opacas o luminosas, en un espacio preciso, como recortado por el alcance de una mirada, en el cual el sonido resultaba inconcebible.
Entonces, por mis necesidades, el dios creador tomaba la figura de un hombre, pero no podía ser verdaderamente un hombre, porque era un dios, ajeno y remoto. Un anciano de melena y barba blancas, sentado en una roca, que contemplaba con cansancio el universo mudo.
Sus cabellos eran de siempre blancos. Había nacido anciano y no podía morir. Su soledad era atroz. Aciaga.
Como un dios no puede crear dioses, pensó crear al hombre, para que éste los creara.
Creó entonces la vida. Pero antes de crear al hombre, hizo las culebras, los gérmenes de la peste y las moscas, dio fuego a los volcanes y removió el agua de los mares. Precisaba extirpar el tormento y una cierta cólera que la soledad había puesto en su corazón.
Después realizó una obra de amor: el hombre, y lo rodeó de bienes.
Pero el dios fracasó, porque el hombre creó multitud de dioses que no miraban bien al primero, no sólo se repartieron el universo, sino que algunos de ellos impusieron hegemonías. El mayor fracaso del dios consistió en que podía ver al hombre, pero el hombre no podía verlo a él, no podía devolverle ninguna de sus miradas enternecidas de padre.
El dios quedó solo e irritado. Dejó que los frutos del bien se multiplicaran por sí mismos o por obra del hombre; pero no eliminó los males y desde entonces, para manifestar su presencia, se complacía en agitarlos, ora aquí, ora allá. Otros dioses advenedizos le ayudaban.
Quise ser padre. Ser padre nuevamente, con hijo allí mismo, donde yo estaba, que pudiese entregarme una mirada de cariño cuando yo pusiese en él mis ojos y mi desolación.
Emilia, la mujer que me atendía, una española viuda y pobre, que no me superaba en edad pero sí en carácter, se resistió y me insultaba en cada ocasión que yo volvía sobre mis propósitos.
Por cuidar apariencias, yo conservaba mi cuarto en la posada, aunque dormía en su rancho, con ella, naturalmente.
Una noche, lunar, muy pasada la medianoche, estábamos desvelados y sin gusto el uno por el otro. Emilia gárrula y yo con el pensamiento en mi teogonía, el oro del Perú y los caballos de las carreras. Ella hacía inventario de los parientes que había perdido, y en realidad, creo, no le quedaba ninguno. Este cálculo ha de haber sacado, porque de pronto se echo a llorar y me dijo que yo era su único amparo, que me quería más que a su marido difunto y otras confidencias plañideras y ablandadoras. Me beso mucho en la boca y esa noche fue la primera de la cuenta, hasta ser madre.
En el tiempo de las náuseas, ni yo la toleraba ni ella me soportaba. Sólo me daba acceso cuando le llevaba dinero, en oportunidades cada vez más ralas, porque mis disponibilidades eran ya muy magras y debía administrarlas con sabiduría.
El niño nació enteco, sin duda porque la madre había gastado todas sus energías hacia fuera, gritándome.
La ciudad era, un poco, diferente. Tenía tiendas y se feriaba todos los días. La sociedad no era una sola y sus diversas constelaciones se permitían no estar muy de acuerdo con el asesor letrado y otros funcionarios. A la vez, yo me permitía prescindir de la sociedad. El gobernador era mi secreto cómplice.
Muy orondo, le participé mi paternidad. Reía, escupiendo un poco, y me daba palmadas en los hombros. No era ofensivo y yo estaba alegre.
Luego cedieron sus expansiones ruidosas y procuró mostrarse benévolo conmigo, poniéndose en situación. Se le ocurrió que, con motivo de tener una nueva carga, yo estaba en condiciones de dirigir una súplica directamente al rey, a fin de plantear de un modo patético mis aspiraciones.
Yo, embobado, asentía. Creo que estaba olvidando mi ciencia jurídica.
Pero el gobernador reparó en su error muy pronto:
—No se puede.
—¿Cómo? ¿Por qué no se puede?
—¡Toma! Es bastardo.
Daba un puño contra la otra mano abierta.
Por haberme encendido y apagado tan rápidamente esa ilusión, supongo, el gobernador me buscó reparación y de un modo que, ciertamente, valía más que el trámite desplazado por imposible. Me ofreció suscribir él mismo una petición dirigida a Su Majestad y, arrebatado como era, por no distraer tiempo me arrastró tras de sí hasta dar con un escribiente.