Zama (17 page)

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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

BOOK: Zama
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Pero, me dije, ella vive y yo quién sabe si pueda hacerlo sin dinero.

Precisaba comunicar lo bueno para que no me atosigara lo malo.

Indiqué a Fernández:

—Ése, el echadito ahí, ese tan robusto, es el mío.

El niño, para él, nacía en ese momento.

—Me gusta —dijo.

Creí que me formularía algún cumplido. Pero permaneció en silencio, observándolo, y no dudo que también pintando una composición más completa con el niño, la madre y las gallinas.

Quise participarle mi orgullo, para que no pensara demasiado sobre la situación de la mujer y mi vástago, y le dije:

—Será un héroe. Vayamos.

Lo arrastré tras de mí.

Me siguió meditabundo.

Luego, me dijo:

—¿Cómo saber, desde ahora, que será un héroe o que al menos tratará, o que aceptará serlo, dada la ocasión?

Me disgustaba esa manera de hablar de Fernández. Procuré mostrar suficiente autoridad, siquiera, autoridad de padre.

—Yo lo he decidido. Será un héroe.

Meneó la cabeza, negando, no victorioso, sino convencido.

—Nadie puede decidir la conducta, las esperanzas ni la totalidad de las posibilidades de otro.

Me excitaba, con sus reflexiones negativas y su tranquilidad para pronunciarlas.

Extraje la bolsita. La hice sonar y le dije:

—Yo lo ayudaré. Ya veremos que ha de ser mi hijo, si héroe o nada.

Era una fanfarronada y debía pagarla.

En la mesa aparté la mitad de las monedas. Las puse en manos de Fernández con encargo de entregárselas, en mi nombre, a Emilia. Él la había visto esa mañana, sabía quién era. Le indiqué cómo llegar al rancho.

A mediatarde, suspendimos la tarea de oficina. Fernández derivó hacia los pagos de Emilia, con mis monedas. Yo acudí a mis habitaciones.

Faltaba desde la mañana.

Pasé al patio, que estaba para mí. Despacioso, dueño, preparé fuego en la cocina, herví agua y llevé la pavita bajo una planta. Saqué una banqueta e, instalado con comodidad, sorbí con placer el jugo cálido y verdoso.

Miraba distraído hacia el fondo de la galería.

De pronto, apareció Ignacio Soledo.

Verme y retroceder, sin saludar, es todo lo que hizo.

Me causó indignación. No podía entender por qué se retraía ya hasta ese punto, privándome incluso del saludo.

Preferí suponer que no me vio y, al llegar al patio, cambió de propósito, volviéndose. Pero me sentía como sometido al aislamiento, por un designio incomprensible, de él y de su gente.

Por eso me devolvió el alma la aparición de Tora, armónica, vital, tanto que podía olvidarse la oscuridad de su tez viéndola caminar hacia uno.

Me traía un billetito, del señor Ignacio. Aducía apuros de dinero y me rogaba que le anticipara una porción del importe de mi hospedaje.

Es decir que me había visto en el patio, pues de lo contrario no habría enviado a Tora tan temprano por mí.

Como con ganas de promover desafío, pregunté a Tora por qué Soledo no me dirigía el pedido personalmente.

—Mi señor está en cama —me explicó la mujer.

—¿En cama?

—Está enfermo, su merced.

—¿Desde cuándo está en cama y desde cuándo está enfermo, quieres decirme?

Yo no podía creer ese argumento e indagaba, para que se desvirtuara. La esclava me dijo con naturalidad que llevaba ya dos días en el lecho. Busqué hacer que se enredara más en su embuste:

—¿Puedo visitarlo?

Titubeo un instante. Luego declaró:

—Delira y grita. Es feo de ver.

—¿Cómo entonces, escribió este papel?

—Lo dejó escrito el día de la muerte de Sumala.

Su defensa era correcta.

Vacilé a mi vez, y a esa altura recordé que había observado que Soledo, al asomar al patio, llevaba puesta al cuello una chalina gruesa, lo cual, por cierto, resultaba desacostumbradamente en esa época del año y con un día tan fuerte de sol. La razón puede estar en los otros, pensé, haciendo la conjetura de que, posiblemente, el señor Ignacio escapó a la vigilancia de la hija y las esclavas e intentó salir al aire, abandonando sus planes al darse conmigo. De ser así, resultaba admisible que huyese al verme, sin atinar siquiera a saludarme, pues me habría juzgado un enemigo de sus propósitos.

Quizá por mi abstracción, suponiéndome en duda por el contenido del papel, Tora me dijo algo convincente y decisivo. Una mujer, a quien ella nombraba misia Lucrecia, le había entregado el billetito un momento antes, con ruego de que yo diese cumplimiento a lo pedido, por serles de extrema necesidad a causa de la dolencia que aquejaba a su señor.

No pregunté quién era misia Lucrecia. Di por sabido que se trataba de la mujer de vestido verde que pasó en la tarde anterior. Quedaba confirmado, pues, que otra mujer blanca se hallaba en la casa, aparte de la hija de Soledo.

Más persuadido por la intermediaria y su aclaración que por el billetito, entregué una suma de mis monedas que me redujo de nuevo a una estrecha situación.

Por lo menos, pensé mientras Tora se alejaba, he pagado techo por un tiempo y aún habrá Soledo de cuidarse de pedirme más, por este favor del anticipo.

En medio de la satisfacción y la seguridad que me deparaban tales pensamientos, se interpuso este otro, salido sin esfuerzo ni advertencia de oscuras capas de mi ser: alguien sabía que desde la noche anterior mi bolsa estaba más gorda.

Podía contradecirme con sólo recordar que el billetito, según Tora, fue escrito dos días antes. Sin embargo, me extrañaba que hasta esa tarde no me hubiera sido presentado.

Borré toda impresión que me inspirara recelo al advertir que sólo yo estaba al tanto de cuán magros eran mis fondos y, en cambio, los Soledo estarían convencidos de que era hombre de recursos, al que resultaba natural dirigirse en cualquier momento, con la certeza de obtener plata sin dilaciones y en la cantidad pedida.

Di un chupón al mate, despreocupado, de nuevo satisfecho de que se me confundiese con persona solvente y necesaria.

Del rancho de Emilia, Fernández trajo a la oficina un semblante triste que pintaba, para mí, un reproche. Era una cara condolida, cuando me rendía cuenta del cumplimiento del encargo. Me pareció insolencia y me reprochaba haberle dado tal misión. Pero era mi secretario y alguien tenía que hacerlo por mí, ya que Emilia estaba fuera de mis obligaciones y de mis deseos, y hasta cierto punto, de mis necesidades.

A mediodía le pregunté si almorzaría en la taberna, con ganas de que dijese que no. Me dijo que permitiera un convite, de puchero de gallina, preparado por la mujer que lo servía a él.

Acepté. Fui a su habitación, en una casa humilde donde dos piezas más también estaban arrendadas a empleados subalternos.

Mientras masticaba, me vino una sospecha:

—¿Es regalo de Emilia?

Se ruborizó. Dijo:

—No.

Nada más: no. No le creí. Deje la presa en el plato. Insistí.

—¿Es un obsequio? ¿Te la dio ella para que la cocinaras y me invitases?

—No, señor. Es compra.

—¿La compraste? ¿A quién? ¿A Emilia?

Asintió con la cabeza, como confesando una culpa.

—¿Por qué? ¿Por qué a ella?

—Por ayudarla señor.

Me limpié los bigotes. Nada tenía que objetar.

Seguí mascando, muy callado. Después le dije que yo no podría ayudarla más hasta que llegase plata de España o del Perú. Le conté cómo había invertido poco menos que la totalidad del resto de mi caudal.

Nada comentó Fernández.

Después de un rato, me preguntó, como preguntándose:

—¿Qué haremos?…

—¿A qué viene ahora ese qué haremos?

—Señor, también yo he quedado sin blanca. Cuanto había en mi bolsa lo gasté anoche en vino.

—¡Vino! ¿Todo para ti solo?

—No señor. Hice un convite general.

—¿Eso has hecho? —yo le reprochaba como si me hubiese estafado.

Él estaba sumamente avergonzado. Todavía le quedaba qué confesar.

—Después hice algo más.

—¿Algo más? ¿Y qué? ¿Puede saberse? Anda, dilo.

—Hice el convite general y más tarde…

—Sí, dilo.

—Hice otro convite general.

Lo contemplé como si en ese momento lo descubriera. Fernández podía ser mi hijo o el hijo, un hijo bueno, de cualquier hombre de bien.

Comí una batata y empecé a beber el caldo.

Él no comía. Lo animé, ayudando el gesto con la cuchara, a que me siguiera. Ese caldo, esa comida presente merecía atención; no ya lo ocurrido, irreparable.

Con un esfuerzo, tímido, como diciendo puede que entre, me dijo aún:

—Señor doctor… eso no es todo.

No tomé muy en cuenta sus palabras. Sin cesar en los tragos de caldo graso, le repliqué:

—Sí, sí. Lo sé. Después del primer convite general y del segundo convite general hubo un tercer convite general.

—No, señor. No es eso.

Recobraba su serenidad austera.

—Bien. ¿Qué hay? —le dije mirándolo a los ojos.

—Cuando he preguntado qué haremos, me preguntaba qué haremos por la señora.

—¿Cuál señora?

—Con perdón: la señora Emilia.

—¿Y qué intereses tienes tú en ella?

Fernández hizo un gesto y ademán de defensa, de negar que pusiera interés alguno de orden personal.

—¿Qué hemos de hacer? —retomé la palabra—. Nada. Ni tú ni yo, nada. Nada podemos.

Fernández dijo:

—Es cierto, nada.

Y se abandonó, tan presto como era imposible imaginarlo cuando planteó asunto tan ajeno a su incumbencia.

Con Fernández jugaba a ser bravo. Fernández simulaba ceder.

30

Así era de desgranada la edificación por aquellos extremos de la ciudad: entre la última casa y la del señor Ignacio, arriba de cincuenta varas; hacia el otro extremo y hacia atrás, no menos de treinta hasta dar con paredes habitadas; enfrente, cara contra cara, con espacio nada más que para el paso de los carruajes y las bestias, una, dos, tres casas, alineadas con pulcritud.

Ni puertas ni ventanas quitaban hermetismo al conjunto parejo de las tres casas, porque de ordinario permanecían clausuradas. Sólo por una de esas ventanas, baja y ancha, se miraba el mundo. Casi rasaba el suelo. Una mujer sentada en la habitación podía mirar al exterior y ser vista hasta medio cuerpo.

Una mujer estaba sentada, de tarde, cuando yo volvía, y me miraba porfiada, con ojos de expectativa. Yo la miraba un momento, casi por constatar que de nuevo se había instalado allí, y luego me palpaba los bolsillos, buscaba en la faja la llave, me daba ocupación, por desviarme de ella.

Era una mujer con más edad que de cuarenta años, de pelo negro, duro y rizado a cortos intervalos. La melena, tal vez sin preparativo alguno, le caía de arriba en línea oblicua abriéndose hacia los costados, como si evitara el contacto de la cara, que nadie podía desear.

—Tora, ¿quién es esa señora que se sienta todas las tardes junto a la ventana?

—Siempre lo ha hecho.

—No te pregunto desde cuándo lo hace sino quién es.

—Siempre se asoma. Desde que nací.

—¿Y tú tienes recuerdos desde que naciste?

—Desde antes, su merced.

—¿Te burlas de mí, Tora?

—¿Cómo podría, su merced?

Se desnudo el brazo hasta más arriba del codo. Me mostró un antiguo y cicatrizado hundimiento de la carne.

—Tengo otros en el cuerpo. Nací con ellos. Un blanco, enojado, quiso matar a mi madre con una cadena. Yo estaba adentro de mi madre; no había nacido.

—¿Y lo recuerdas?

—Sí, su merced.

Tora me dijo que esa mujer debió retirarse a un convento porque ningún hombre la tomó por esposa en el tiempo debido, pero no lo hizo. Sus padres murieron. Después fugazmente, se aposentaba en la casa de un caballero, supuesto hermano, que venía del interior.

Se le acabaron a Tora las referencias. Debía de saber más, pero no podía decírmelas todas sin esfuerzo de memoria. Por eso tal vez, hizo esta acotación:

—No es más rica que mi amo.

—Y tu amo, ¿es rico?

—No. Es pobre.

Al decirlo, recordó algo más: el señor Ignacio pretendió remediar la soledad de la vecina. Le aconsejó que vendiera la casa y pasara a vivir en la suya. De esto hacia mucho tiempo. A la mujer le molestó la propuesta y don Ignacio dijo que pretendía conservar casa propia para recibir con comodidad a ese individuo que antes de morir los padres nadie conocía como hermano. Desde entonces, no existían relaciones entre las dos familias.

Por curiosidad de saber si en realidad Soledo traicionó con aquel plan algún secreto designio de hombre sin mujer, pregunté:

—¿Eso que me cuentas ocurrió antes de la muerte de tu ama?

Tora no estaba sorprendida al decirme:

—Mi ama no ha muerto.

Tomó como natural mi ignorancia. Pretendió seguir hablando de la mujer que miraba la calle. No la dejé.

—¿Dónde vive tu ama? ¿Dónde está?

Desde esta respuesta, Tora habló como si se defendiera de una acusación, alarmada de mi excitado interés:

—Está aquí, su merced. El ama está en la propia casa.

—¿Es la mujer que ha llegado ahora?

—Ninguna mujer ha llegado, su merced.

—Cómo que no. ¿No es acaso la mujer que hace dos días vestía de verde?

—No lo sé, su merced. Quizá no.

—Pero, ¿puede ser?

—Sí, su merced; puede ser.

—¿Y la otra entonces? ¿Quién es la otra, la mujer joven?

Tora me pasó, con la mirada, su acusación de sacrilegio:

—Su merced. Sumala ha muerto. El cuerpo de Sumala está en la tierra.

Me mordí. No debía seguir hablando con Tora de esa cuestión compleja y delicada.

Mis sentidos me decían que en la casa había dos mujeres blancas. La esclava afirmaba —sin malicia, creo— que sólo era una y no hija, sino esposa del señor Ignacio.

Mentiras, mentiras, me dije, disgustado e impotente. Casa de embustes y de embusteros.

De ser burla, era excesiva.

Ausente Tora, quise hacer lo que nunca hacía: leer, escribir alguna carta. Me dije que debía hacerlo, consagrar mi tiempo a algo de mi directo interés, y no a situaciones confusas de un hogar que no era el mío.

No obstante, el patio me llamaba. Tomé un libro, abriéndolo en cualquier página.

El patio llamaba, llamaba.

No me importaba lo que leía. No lo entendía. Pensé que era la primera vez en mi vida que me daba con ese libro. No precisé constatar lo contrario: era un manual de leyes muy usado por mi, de siempre. ¡Es que el patio llamaba!

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