Dejó que extendiera con abundancia las preguntas, tal y como si yo las descargara sobre él y tuviera peso que se avenía a soportar como un castigo.
Después, contrito, me declaró:
—Lo regalé a un viajero. No sé quién es ni de dónde venía. Se quejaba en la taberna del atraso del barco, que lo retuvo tres semanas en la ciudad, y en las tres semanas no pudo dar con un libro, como no fuese de asuntos religiosos. Yo tenía el mío, los siete cuadernillos ya compuestos, en el banco, a mi lado. Le pregunté si quería leerlos. Los revisó. Me contestó que sí, pero que le faltaría tiempo, pues debía partir demasiado pronto. Le dije que eran suyos, que podía llevarlos para siempre y disponer de ellos.
—¿Cómo has podido hacerlo? ¿Te atemorizó a tal punto la investigación o es que el gobernador mandó que te desprendieras de tu obra?
—No, de ninguna manera. Eso ocurrió más tarde. Puedo decirle cuándo.
—¿Cuándo?
—El día que llevé su dinero a la señora Emilia.
Fernández estaba corriéndome hacia cierto punto. Yo no podía considerarme avisado entre tanto necesitara compartir su mesa.
Tal vez no me importaba lo que pretendía sugerirme.
Se incorporó a mí, no obstante, una molestia por Fernández que era como si lo tuviese dentro de mi cuerpo.
Por desembarazarme de él, de la necesidad de él, decidí aplicarme a un galanteo exigente a la mujer de la ventana.
Allá estaba ella, tras los vidrios, cunado enfilaba yo la calle y di en el plan de llamar a su puerta y hablarla; pero, viéndola más de cerca, no pude.
Al ir a cerrar mi puerta, que ella parecía ver como el cofre de sus bienaventuranzas, hice ademán de mandarle, por los aires, un beso.
Una hora después o poco más, la mulatilla me traía dos cartas.
La primera se encubría de circunspección, pero rezumaba férrea fe en que yo estaba ya tomado de su mano. Reclamaba que le dijera cómo podría serme útil, muy al tanto al parecer de las razones capaces de movilizarme. En el párrafo siguiente venía lo que tomé como cobro de esos prometidos favores y era su tono protector persuadida de no hallarse expuesta a sufrir rechazo, aun introduciéndose en mis intimidades. Decía que me cuidara con celo, con ojos abiertos, en esa casa malsana, y que ella se ocuparía de mantenerme alerta. Pensé que aludía a la humedad de la habitación y sobre todo de la recámara.
Esta epístola parecía anterior a mi pantomima amorosa. Le seguía esa segunda que sin duda absorbió la hora inmediata a mi llegada. Era la carta de una enamorada con las esencias del primer beso aún sobre los labios.
Esas cartas representaban para mí una complicación necesaria. Las leí de apurada, como para enterarme del curso de una negociación, e hice de los papeles cenizas y del contenido memoria de archivo, guardada para ocasión precisa.
Otra suerte ha de haber imaginado mi enamorada para sus mensajes, porque pasado un tiempo que habrá creído suficiente a fin de que yo escribiera mi respuesta, mandó por ella, con la presencia muda, pero elocuente, de la criatura.
Hice unas líneas: «Tengo la cabeza partida de dolor. Mañana escribiré con la extensión que debo y el apasionamiento que me posee».
Muy en seguida estaba la mensajera nuevamente delante de la puerta.
No abrí. Temía una medicina casera.
Por no escuchar el llamado persistente de la mulatilla, menos que por mandatos del estómago, pasé a la cocina, a través de la noche, a encender fuego.
Cuando la combustión quedó en estabilidad de brasa, volví a mi habitación por la pavita.
Estaba sobre la mesa, junto a la vela ardiente. Me encaminé a ella directamente, sin ocupar la cabeza en nada que no fuese el deseo de caldear agua para el mate. Sin presentimientos, sin aprensiones.
No en la propia recámara, sino al entrar en la habitación tuve la certeza de que acababa de caminar junto a alguien. Una presencia corpórea, pero indefinida, quedó atrás, a unos pasos, replegada sobre la pared sin luz.
El ruido secreto de una fuga sigilosa.
Yo detrás. No a la caza. Por ver.
Un instante último bajo la luna y luego acogida por el rincón oscuro.
Divisé sobre la cabeza la peineta, la peineta única.
Seguirla era introducirse en el recinto privado de Ignacio Soledo. Se me soltaban los bríos por ir a increpar.
Soledo estaba ya en pie, según las noticias de Tora. Su mujer, mentida hija, espiaba, me espiaba, quizá bajo su imperio, quizá por saquearme.
Ése era el peligro de la casa, no la humedad.
Había sido prevenido y no acerté a entenderlo.
Permanecí al borde de la recámara, en el nacimiento del patio.
No veía sino la imagen de la fugitiva, tomado por ese golpe de reflexiones veloces.
Hasta que observé que había pasado ante mí, leve, una figura de mujer, sueltos los bucles sobre los hombros.
Iba allá, hacia las sombras, como si fuese una de ellas.
Bucles, no peineta: mi mansa, pasiva y lejana amiga del mirador sin techo junto al pasillo.
Dos, entonces. Dos mujeres.
Esa indignación por el espionaje, ese recelo de asalto nocturno se mudaron, con el paso de la segunda, por otras impresiones.
Era una fascinación. Había circulado como invitándome a seguirla. Y yo presentía que el término de su camino no eran ni el amor, ni la dicha, ni la bonanza.
Dormí con exceso, hasta muy adentro de la mañana.
Tenía que apresurarme a llegar a la oficina y, como al primer campanilleo Tora no acudió, partí sin beber mate ni haber logrado la menor ocasión de aclarar la doble presencia nocturna. Más tiempo, claro está, me hubiese demandado una plática con Ignacio Soledo. Quedaba, pues, la reclamación de explicaciones, para la hora vespertina.
De tal modo decidí mis procedimientos mientras me vestía, pero ya en la calle y más tarde en el despacho se aplicó a rodearme aquella figura segunda del tránsito sin peso por la galería. Era amable de pensarla, si bien con algo de engañoso, o de vacío, o de absorbente, que no me daba sosiego. Era como la belleza de la perversión, tentándome, y yo en resistencia. Nació y creció en mí una furia silenciosa, pero de tanto ímpetu como un golpe de sangre.
¡Me dije que por esa mujer yo mataría a Soledo!
El horror.
El horror del absurdo que nos atrapa.
Éste era el horror de la fascinación.
Una consagración plena a su imagen, sin sensualidad, con tristeza. El deseo brutal de capturarla, de verla más que un momento. Quizás eso, nada más, y por eso la inducción al crimen, innecesario, tal vez.
Los horrores, en mis adentros, despojándome de la realidad de esa oficina de todos los días, con Manuel Fernández por delante, físico, no alterado, aun con el ruidito inagotable de su pluma, que únicamente en ese punto reaparecía, al verlo de nuevo a él.
Me llevó a comer.
Yo estaba aturdido.
Hablaba, y mi pensamiento se proyectaba a la noche, la noche próxima, en dependencia de la anterior.
No comía ni me tentaba la comida ahí en el plato. Más claro aún: mi estómago, sin aportes desde el almuerzo de la víspera, la pretendía, pero sin el apoyo de la voluntad de mis manos, de mi cabeza.
Manuel Fernández se expresaba con vehemencia. Yo estaba débil, decaído. Lo veía y lo escuchaba como si él estuviera dentro de un bloque de agua.
Me dijo, impaciente, «¡Por favor!», y yo puse oído atento a sus palabras, porque escucharlas mejor me aliviaba, me confortaba.
Él declaraba propósito y resolución de tomar en matrimonio a Emilia.
Dije que sí, que estaba bien.
Se animó, nos animamos.
Me dijo entonces que, con mi autorización, reconocería como propio a mi hijo.
También dije que sí y me pareció que ese hombre había conquistado una felicidad abnegada y su rostro lo hacía saber.
Yo estaba contento por él, por Emilia, por mi hijito sucio. Estaba contento por mí, que cada vez quedaba menos ligado a la gente.
Reí, bajito, con una risa liviana, continua, de dientes entrecerrados, como sin motivo, como la risa de un niño idiota.
Rogué a Fernández que me llevara a la taberna.
No esclavo del aguardiente, sino con el aguardiente a mis órdenes, obediente a mi reclamo de impulsos, de coraje, aguardé la noche.
Una vela daba testimonio de que alguien no se avenía a mi ausencia.
Arrojé un puñado de tierra sobre los vidrios. Brutal, petulante.
Acudió al mirador transparente, con sus pelos tiesos y su cara blanda. No entendía si era reto, agresión o endecha.
La conminé, con un ademán, a que me abriera la puerta.
Desapareció la luz de la ventana.
Se presentó, a guiarme, después del crujido de la puerta desplazada hacia adentro.
Aparté de un manotón la vela, que se apagó en el aire y fue a dar al suelo.
La tomé con vehemencia.
Así, sin verla, podía besarla. Mucho, tanto como ella necesitara.
Después la eché al suelo, creo que con gusto.
Ella estaba ligera de ropas, como preparada.
Me alcé, sacudiéndome el polvo.
En la oscuridad pude distinguir que se corría, arrastrándose, hasta la pared. Sentada en el piso, se respaldó en el muro. Jadeaba.
Le dije:
—Preciso plata.
Ella jadeó un momento más, respiró tomando aliento y me preguntó cuánto, con una sola palabra, cuánto, como no puesta entre signos de interrogación.
—Cincuenta pesos —dije, y supe al instante que pedía una suma ruin, sabiendo también que ya no podría pedir más porque yo no ardía ni la mujer jadeaba.
Me dijo «Lo tendrás» y para mí ese anuncio tuvo el poder liberador de un saludo.
Tanteé la puerta, que había quedado sin tranca, y salí a la calle.
Al entrar a mi habitación, quedé pegado a la puerta, de espaldas: ante mí, en la profundidad de la casa dormida y silenciosa, la imagen, que yo presentía errabunda, de la joven del encanto temible; detrás, con su fealdad concreta y el vínculo adquirido conmigo esa noche, la que no podría ver sin rechazo en la claridad diurna.
Creí que la puerta de la recámara estaba cerrada y yo, por consiguiente, aislado y seguro. Pero al acostumbrarme al ambiente de tinieblas, muy pronto, distinguí al fondo la forma de las plantas corpulentas del jardín.
Corrí a cerrar.
No obstante, si alguien estaba adentro desde antes, había quedado encerrado conmigo. Quise iluminar para un registro. No conseguía darme maña con el yesquero.
Escuche un ruido sordo y rítmico.
Tiré puntapiés hacia donde me pareció ubicarlo. Puntapiés al vacío.
Estaba más cerca… ¡encima de mí!
Lo palpé. Creí que era mi corazón.
Pero ya no era ahí, sino en la madera, en la madera de la puerta, un llamado. Un llamado meticuloso, quedo.
Me resistía a abrir y seguía, cayendo sobre la puerta como un consejo: A-bre, a-bre, a-bre.
Un irresistible mandato.
Separé de un tirón las dos hojas, como para entregarme, como descubriendo el pecho a las balas.
Allí, ante mi puerta, el que llamaba, el niño rubio, espigado, descalzo, andrajoso. Allá, en medio de la calle, de tres caballos a la estampida, uno enredaba entre sus piernas un cuerpecito breve, que se entregó con un confuso manoteo, pero sin un quejido.
De un salto estuve entre las bestias y los jinetes que desmontaban. El niño rubio corrió a mi lado.
La niña, la mulatilla, terminaba de caer y era un cuerpecito blando confiado a la tierra. Mi atención apartó dos cosas: los labios entreabiertos con la dolorosa sonrisa de quien no puede reír, y en torno de su mano abierta contra el suelo, cara a la Luna forrada de nubes, monedas sin brillo, yertas, pero íntegras en su redondez, constantes en su objetividad, ajenas a la tragedia.
Las monedas, yo, la pequeña muerta, estábamos serenos y silenciosos. Los tres hombres juraban, maldecían, y el niño rubio los acompañaba, gesticulante, diciendo no sé qué. El caballo asesino mantenía nerviosas las patas delanteras y relinchaba reventando de furia, tal vez dispuesto a seguir atropellando, ahí, más allá, en todos los caminos.
Me retiré. Arrastraba tierra con las botas, porque no conseguía alzar los pies. Si mis brazos hubieran sido más largos, también las uñas se me habrían llenado de tierra roja.
Desde mi habitación, volcando la cabeza sobre la mesa, escuché voces altas, lloros altos, después el llanto atenuado, atenuadas voces, hasta extinguirse.
Uno, dos caballos arrancaron. Llegaron otros. Partieron.
No sé más, porque luego la noche, bienhechora, vino a mi cansado cuerpo.
Soñé que una mano fresca de mujer me acariciaba la frente; ese frescor se transmitía a todo mi cuerpo, hasta entonces, tal vez, con calenturas, y el adelante era el frío el dueño de mi carne, por lo que alguien me echaba encima un poncho delgado de lana.
Desperté en la madrugada.
Había afuera, en el patio, un derrumbe de sol, que ponía gozosos y parleros a los pajaritos. Me sacudí. Encima tenía una prenda ajena.
Un poncho de lanita suave.
Pensé que podía habérmelo puesto Tora; pero, con la duda sobre algo imprecisable, me volvió el frío.
Clausuré la puerta abierta al patio. Hice del poncho cubrecama y busqué el lecho como una cueva donde esconderme.
Dormí hasta tarde.
No abandoné la habitación mientras no presentí ausencia de luces en el exterior.
Me encontré con la Luna, que era una mujer gorda y desnuda, sentada en el horizonte.
Fui a los fondos.
En la huerta, busqué algo para masticar, pero estaba sumido en extremo desamparo y carecía de frutales.
Tomé mate en la cocina.
No pensaba en la niña muerta. Ya estaba lejos.
Recordé al niño rubio. Reaparecía, al cabo de cuatro años, en circunstancias incomprensibles. No consagré mi mente a él con exceso.
Yo estaba como separado de todo, en la cocina, solo, olvidado. Podía morir allí sin que nadie lo notara. No me preocupaba cesar. Pero, me dije, sería terrible que en el trance gritara de dolor —o de miedo— y nadie me escuchara.
Estaba aislado, sitiado, indefenso porque me habían desarmado los contrastes. También los presentimientos.
Volvía a mi habitación como recogiendo tinieblas y ya con la facultad —podía creerse— de verme desde afuera. Pude verme convertido gradualmente en figura de duelo, por adhesión de las sombras, pelusa de murciélago, en el curso de mi camino.