Con el cuchillo tallé punta a la pluma.
Saqué de mis ropas un papelito que se había ennegrecido en los bordes. Lo alisé sobre la pierna y escribí: «Marta, no he naufragado».
La última palabra, quizá, quedó escrita con rasgos confusos. La sangre del avestruz se había coagulado y ya no me servía.
Puse el papel en el frasco. Lo tapé y lo arrojé al río.
Después de la zambullida se alejó, boyando.
Algo exterior, humano, una presencia influía en el ambiente a través de mí.
Llevé la mirada a la barranca.
Un soldado me observaba, impávido, como si fuera un testigo antiguo incapaz de sorprenderse.
Pensé que aquel mensaje no estaba destinado a Marta ni a persona alguna exterior. Lo había escrito para mí.
Los dieciséis se pronunciaron por mi muerte, a cara descubierta, mirándome a los ojos.
Pero el voto, único, de Vicuña Porto era más poderoso. Dijo que la delación tiene pena capital y la traición merece igual castigo, mas nadie puede ser ajusticiado dos veces. Dijo entonces que se muere antes de morir, padeciendo una muerte doble, por la mutilación anuladora.
Pensé que no, que él se equivocaba, porque aún sin brazos, sin ojos, podría comer raíces arrancadas con los dientes, podría rodar como un bulto hacia el río. Si me dejaban la vida, conservaría la facultad de escoger la vida o la muerte.
También Porto lo sabía. Su discurso, astuto, envolvía y disimulaba la misericordia que se proponía ejercer.
Antes del primer tajo, me sopló al oído: «Hunde los muñones en la ceniza del fogón. Si no te desangras, si te encuentra un indio, sobrevivirás».
Alguien me dijo:
—¿Quieres vivir?
Alguien me preguntaba si deseaba vivir.
Era, entonces, que mi sangre no se fue toda. Era, también, que había llegado el indio.
Podía, pues, no morir. No morir aún.
Me desgarró la ropa.
Después sentí la prisión del torniquete en los brazos y supe que mis manos sin dedos ya no manarían sangre.
Tal vez dormité, tal vez no.
Volvía de la nada.
Quise reconstruir el mundo.
Despegué los párpados tan pausadamente como si elaborara el alba.
Él me contemplaba.
No era un indio. Era el niño rubio. Sucio, estragadas las ropas, todavía no mayor de doce años.
Comprendí que era yo, el de antes, que no había nacido de nuevo, cuando pude hablar con mi propia voz, recuperada, y le dije a través de una sonrisa de padre:
—No has crecido…
A su vez, con irreductible tristeza, él me dijo:
—Tú tampoco.
FIN
Antonio Di Benedetto nació en Mendoza el 2 de noviembre de 1922. Luego de cursar algunos años de abogacía, se dedicó al periodismo. El gobierno de Francia lo becó para realizar estudios superiores en esa especialidad. Como periodista fue subdirector del diario
Los Andes
, y corresponsal del diario
La Prensa
.
En 1953 publicó su primer libro, Mundo animal, con el que inició su brillante carrera de escritor cuya cima fue la novela
Zama
, acaso una de las más grandes novelas de la literatura argentina.
Antonio Di Benedetto recibió numerosos premios y distinciones por su labor: el gobierno italiano lo condecoró como caballero de la Orden de mérito en 1969; en 1971 la medalla de oro de Alliance Française; en 1973 fue designado miembro fundador del Club de los XIII, y un año después recibió la Beca Guggenheim.
Di Benedetto ocupa un destacado lugar en la narrativa contemporánea argentina. Para ello lo acreditan su personalísimo estilo, su capacidad de crear personajes vivos, su facultad inventiva, su aguda captación sensorial y su activa intencionalidad poética de remodelador del mundo.
En Zama, alcanzó su culminación el realismo profundo de Di Benedetto; fuerte, cruel, incisivo, supera las apariencias de las cosas y acoge en su seno los productos de la más pura fantasía creadora.
En 1976, pocas horas después del golpe militar del 24 de marzo, Di Benedetto fue secuestrado por el ejército. «Creo nunca estaré seguro que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente. Pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas», diría años más tarde. Humillado, golpeado y destrozado anímicamente, fue excarcelado el 4 de septiembre de 1977 y se exilió en Estados Unidos, Francia y España. Regresó definitivamente a la Argentina en 1985. Murió víctima de un derrame cerebral el 10 de octubre de 1986 en Buenos Aires.