El capitán hizo alistar a los hombres y mandó a los vigías que avanzaran tanto como pudieran para ver mejor.
Antes de media hora estaban de vuelta, con la maravilla en el rostro.
Afirmaron que eran indígenas, en número de quinientos o algo más, y que marchaban a pie, en procesión, pero sin cruz ni imagen de santo al frente, quizá sin rezos.
Parrilla preguntó si los guiaba o acompañaba algún fraile.
—No, señor capitán —contestó el principal, y los otros dos vigías dijeron que no con la cabeza.
Es posible que sólo en tal punto reparasen en el desacierto de imaginar una caravana religiosa.
Llegaron vestidos de gris con el crepúsculo.
Parrilla había alineado sus hombres en dos filas pares, quizá calculando construir un doble muro, y esto, claro está, en una batalla de veras pasaría a ser mera fantasía.
Yo y Porto fuimos mandados a la zaga, con custodia, junto a los caballos de recambio.
Mi puesto era deprimente e inhábil para la observación.
Vi acercarse aquello.
Desplegado, podía envolvernos herméticamente.
Antes de superar cierta distancia estrictamente prudente, que de manera alguna autorizaba la carga de los jinetes, cesó el avance.
Por la tierra neutral, se adelantaron unos ocho o diez niños.
Se me ocurrió que llevaban ese aire de decisión y esa confianza en sí mismos y en sus poderes que hacen más inmunes a los diplomáticos.
Pusieron una rodilla en tierra ante el caballo de Parrilla.
Noté que se corría junto a él uno de los baquianos.
Parlamentaban. El capitán del rey y los pequeños indígenas.
Yo no podía saber qué se decían.
Una voz, una sola, se pasaron uno a otro los soldados; pero vino a morir en el tramo en claro entre ellos y nosotros.
Ciegos. Todos los adultos eran ciegos. Los niños, no.
Tuvimos campamento en reunión.
Nos aproximó a ellos, más que el acuerdo establecido en parlamento, su hospitalidad, una hospitalidad generosa.
Traían caza de venado de aquel mismo día, y chicha de algarroba. Entregaron todo a nuestra voracidad.
Después, pude estar un rato más con las manos libres, sentado ante un fogón. El hartazgo de Parrilla lo consentía.
Yo pretendía discernir dos campamentos, el nuestro, el que hacían todas las noches los soldados, y otro externo, poblado por esa gente que, sin forzarse, aparecía entremezclada con nosotros y con todo lo que trascendía de nosotros.
Prefería verlos sin compasión.
Eran las víctimas de la ferocidad de una tribu mataguaya. Los habían cegado con cuchillos encendidos al rojo.
Su descendencia, en todo el tiempo pasado desde el atropello, que pude calcular en doce años, no se había interrumpido. Los hijos no nacían ciegos.
Un soldado me apretó la rodilla.
Llamada de atención, tal vez de peligro.
Temí un golpe traicionero de atrás.
Hacia allí me impulsaba a mirar el soldado y en su rostro no advertí recelo, sino avidez, desordenados deseos.
Miré.
Un indio se había echado sobre una india.
Estaban en la zona de luz.
Creí comprender. No veían y habían eliminado de encima de ellos la mirada de los demás.
Otro indio trajo a las brasas su
igtacú-guá
, para caldear agua.
Se acuclilló entre nosotros. No hablaba.
Preparó mate.
Pasó la calabaza al acaso, para quien quisiera servirse antes que él. Dijo: «Fuerte», que el mate era fuerte.
Hablaba español. Fue mitayo antes de ser ciego.
Narró otra vez la invasión de los mataguayos. Todos la conocíamos ya.
Le pregunté adónde se encaminaban.
No me contestó. Dirigió a mi voz una sonrisa comprensiva que me decía que yo era muy ingenuo.
Por no mostrar que me cortaba, le pregunté entonces dónde estaban sus ranchos o sus toldos.
Me dijo algo de lo que yo antes había intuido y más, que por mí mismo posiblemente no hubiera alcanzado a entender.
Cuando la tribu se acostumbró a servirse con prescindencia de los ojos, fue más feliz. Cada cual podía estar solo consigo mismo. No existían la vergüenza, la censura y la inculpación; no fueron necesarios los castigos. Recurrían los unos a los otros para acto de necesidad colectiva, de interés común: cazar un venado, hacer techo a un rancho. El hombre buscaba a la mujer y la mujer buscaba al hombre para el amor. Para aislarse más, algunos se golpearon los oídos hasta romperse los huesecillos.
Pero cuando los hijos tuvieron cierta edad, los ciegos comprendieron que los hijos podían ver. Entonces fueron penetrados por el desasosiego. No conseguían estar en sí mismos. Abandonaron los ranchos y se echaron a los bosques, a las praderas, a las montañas… Algo los perseguía o los empujaba. Era la mirada de los niños, que iba con ellos, y por eso no conseguían detenerse en ningún sitio. Sólo unos pocos, aun plegados a la vida nómade, no se sentían alcanzados todavía.
Dormía.
Más allá de las paredes del sueño, tuve un deslumbramiento.
Abrí los ojos. Imposible mirar.
Un momento, había tenido junto al rostro una tea encendida.
Ya no estaba su calor en mi carne.
Hice por ver, prevenido.
Dos, tres teas se corrían entre los cuerpos dormidos.
Una verificación.
Sigilo.
Quise alzarme. No pude.
Mis pies estaban apresados por una cuerda.
Sin embargo, al tumbarme para pasar la noche, sólo tenía ligadas las manos.
El alba menor se insinuó en la existencia de los ciegos, como un aviso de que otra vez se pondrían en evidencia.
Se desgranaron del campamento y solamente nosotros quedamos en el suelo, dormidos todos excepto yo, supuse.
No.
Tres se levantaron y en cónclave, despaciosos, acudieron a cada uno de los que yacían.
Bajaban una tea apuntándole al rostro; le hablaban; después, inclinados sobre él, hacían algo, como si tajearan.
Entonces, aquel que había sido visitado se incorporaba, se frotaba y hacía contorsiones que pronto interpreté: se desentumecía porque, como yo, estuvo atado.
Vinieron a encontrarme, los tres.
Uno dijo que yo debía acompañar al capitán.
Otro, que no, porque podría matar tantos indios como cualquiera de ellos, en caso de ser atacados.
El tercero aportó una peregrina opinión: que gracias a mí habían llegado hasta ese lugar.
La voz del segundo era la de Vicuña Porto.
Él, me parece, cortó la soga de mis pies.
Pude alzarme.
Todos tenían sueltos los pies y manos; yo, con libertad de caminar, permanecía maniatado.
Los soldados comían carne asada, fría, de venado. Me detuve cerca, a mirarlos.
Uno, tal vez mi compañero de fogón de la noche anterior, me desató y me dio de comer.
Nadie objetó su acción.
Comían en silencio, como reservando sus pensamientos por temor de discutirlos. Algo quedaba por hacer.
Vicuña Porto abandonó la calabaza sin vaciarla. Los demás cesaron de masticar y apartaron los restos de carne.
Mi benefactor, mirándome a la cara, me dijo que ya era bastante. Quizá pretendía que yo le dijera que me amarrase de nuevo. No podía pedirle eso. Lo hizo, entonces, sin que mediara solicitud de mi parte. Rezongaba, él.
Vicuña Porto se retiró y los soldados lo siguieron. Yo seguí a Vicuña Porto y a los soldados.
Tenían prisionero a Parrilla y era un feroz prisionero.
Estaba volcado en el suelo, ligado con muchas cuerdas.
La que fue su gente lo rodeó, contemplándolo, y yo con ellos, pero posiblemente él no me distinguía. Insultaba a todos de un modo general.
Se apartaron. Supe que era un consejo en el cual yo no sería admitido.
Quedé ahí, delante del capitán.
Él me dijo: «También tú dijiste que sí», y pensé que los otros soldados, aquellos que no eran los tres, habían dicho que sí a algo, pero yo no, porque nada me preguntaron.
Iba a explicárselo a Parrilla, y se me ocurrió que ya era innecesario, porque Parrilla, muy en seguida, dejaría de estar con nosotros.
Me pareció que, en ese momento, en toda la corteza de la tierra no alentaban más que dos hombres: el capitán, encordado a mis pies, y yo, maniatado, observándolo como si no fuera él, como si no fueran posibles los sentimientos, como si no fueran posibles las posibilidades.
Uno lo asía de los pelos, otro de diferentes partes del cuerpo.
Creí que habían pactado triturarlo. Pero no.
Sólo, quizás, el último maltrato. Lo llevaron de ese modo, soliviado, hasta la ribera.
Postergado veinte pasos, iba yo. Solo.
Lo arrojaron al río.
Pensé que, si sabía nadar bajo la superficie, podría salvarse.
Después recordé que no le habían cortado las cuerdas.
Mi protector me devolvió el dominio de las manos.
Cabalgamos como por recuperar algún sitio que hubiésemos perdido el día anterior.
Pero no era el bosque de
y-cipó
. No, tampoco, el naranjal agrio. Debía de estar más adentro.
La empresa no llevaba aspecto de suscitar alegría o fuertes esperanzas. No hablaban de ella.
Para mí representaba una fuga, una fuga incierta.
Creo que entonces, junto con esa incertidumbre del objetivo, comenzó a poseerme la certeza de que, en cualquier lugar, mis probabilidades serían las mismas.
Me pregunté, no por qué vivía, sino por qué había vivido. Supuse que por la espera y quise saber si aún esperaba algo. Me pareció que sí.
Siempre se espera más.
Sin embargo, esto lo discernía mi entendimiento; pero, con prescindencia de él, estaba entregado a una bruta inercia, como si mi cuota estuviese por agotarse, como si el mundo fuera a quedar despoblado porque yo no iba a estar más en él.
En el fogón vespertino, hablaron de los
cocos
.
Me admitían ya como testigo. Quizás me consideraban un indígena ciego, quizás un secuaz inferior y sencillamente anulable.
Hicieron cerco el fuego. Yo estaba salido de la rueda, algo atrás. Cuando se quitaron el hambre primera, me alcanzaron una ración.
Cocos
.
Mi ilustración era peligrosa.
Ellos estaban hechizados por un relato de los ciegos. Los ciegos habían escuchado la explosión, que los niños, sus hijos, por no ser ciegos, no podían distinguir con igual perfección. Por el estampido se guiaron hasta la sierra. Creían que era una batalla de españoles y lusitanos y que podrían aprovecharse de los víveres abandonados. Eran piedras, unas piedras redondas, que al reventar hacían ruido. Los niños decían que florecían en cristales preciosos, esas gemas que los blancos codician.
Yo podía desencantarlos, diciéndoles que no darían sino con espatos y minerales transparentes, exentos en absoluto de valor, como lo supieron otros aventureros y sacrificados en tiempo tan lejano como un siglo antes.
Podía borrar, del cielo que perseguían, aquel relámpago de pedrería.
Entonces quedaría eliminada la causa de gratitud que importó para que me dejasen con vida. Tendría que inclinar la cabeza, sin argumentos, aquel piadoso que hizo valer la utilidad de haberlos llevado yo tan arriba, que era como decir tan cerca de los tesoros.
La muerte, entonces. Mi muerte, elegida por mí.
Pensé que no puede gozarse de la muerte, pero sí ir a la muerte, como un acto querido, un acto de la voluntad, de
mi voluntad
. No esperarla, ya. Acosarla, intimarla.
Pedí que me escucharan.
Obtuve un lugar en la rueda, que me ofrecieron, como si presintiesen que yo realizaría un aporte capaz de darme con ellos condiciones de paridad.
Dije, pues, cómo los
cocos
representaban la ilusión.
No me opusieron incredulidad ni desconfianza.
Supe que había dicho sí a mis verdugos.
Pero hice por ellos lo que nadie quiso hacer por mí:
decir
, a sus esperanzas, no.
Otra voz, sin embargo, atendía la reunión y aún no, al parecer, la de la venganza y la fiereza.
Un soldado decía lo que antes no procuró decir porque tenían por delante designio menos riesgoso y, presumiblemente, de mayor provecho.
Describió con minucia el viaje de los portugueses a Matto Grosso y Cuyabá y dijo, como si lo conociera por observación personal, de la fatiga y el desamparo que traían en el regreso esos hombres junto con su prodigiosa carga de minerales ricos.
Proponía salirles al paso en los ríos Cuchuy o Tacuary.
De nuevo los diamantes encendían sus luces en los ojos de aquellos astrosos sublevados.
Se me antojaba verlas también prendidas de sus barbas.
Tal vez Vicuña Porto descubrió confirmadas en mi semblante las perspectivas y me convidó a decirlo.
Se fiaba de él y se fiaron los demás de mi pobre ciencia geográfica, que en efecto se ponía del lado de la iniciativa.
Era posible.
Una empresa mayor. Más apartada del poder de las armas españolas.
Se dejaba ver que todos aguardaban la aceptación de Porto para soltar su entusiasmo.
Porto no se pronunció aún.
Buscó un frasco de aguardiente, que tal vez fue del capitán; lo puso contra el resplandor de la lumbre y vi que restaba no más de la cantidad de dos tragos.
Bebió uno, demorándolo en la boca, por aprovecharlo mejor.
Con la palma limpió el pico. Me tendió el último trago.
Vacilé. Aceptarlo, me dije, es continuar.
Continuar era ser uno de los hombres de la aventura y el crimen. Continuar era, también, vivir.
Tomé el frasco con las dos manos y lo llevé a la boca como si lo mordiera.
Al tenderme para el reposo, guardé ese vidrio pegado a mis carnes.
Lo amparaba como si me protegiera. Lo aferraba como si fuera mi salvoconducto. Era… como la promesa de un hijo, o igual que un amado despojo.
Un madrugador trajo un avestruz.
Cuando lo habría, le pedí un poco de sangre. Me hizo seña de que acercara un cacharro y en él dejó caer el chorro de una vena.
Apenas cubierto el fondo, le dije:
—Es suficiente.
Me miró con mediano asombro.
Arranqué una pluma del ave y me encaminé al bajío, junto al curso grande del agua.