Zama (18 page)

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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

BOOK: Zama
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Y yo sabía que no estaba tras la puerta, sino en mí, y que cobraría vigencia real sólo cuando yo estuviese en él.

Salí. Era un desahogo. Ahí estaba, con sus ramas ensuciadas de blanco por los pájaros, con sus luces grises del crepúsculo. Allá, al fondo, en la galería, con las albas manos cruzadas sobre su falda amplia, de pie, sin que al parecer ningún sentimiento, ninguna ansiedad la agitase, estaba la joven.

Me miraba.

Me miró un instante y se volvió, correcta y suave, hacia el pasillo en sombras. Un instante más y ya no estaba.

Corrí al rincón sombrío donde, según mis presunciones, se abría el pasillo. En ese lugar oscuro no había más que el encuentro de dos muros, muy adentro del alero y por eso siempre sin luz.

Miré hacia el patio, desasosegado. Anhelaba que el día no terminara demasiado pronto. Debía hablar con Soledo, pero antes buscar por mi cuenta, constatar, para que ese hombre reservado hasta la desesperación no me engañara.

Recorrí el muro unos pasos por la galería del norte.

Llegué a una puerta que me era conocida, pues correspondía a la sala donde me recibió Soledo.

Las posibilidades eran mínimas; en no más de cinco metros por una u otra galería debía estar el pasillo. Era el único sector que yo no distinguía con claridad en sus detalles desde los lugares del patio que antes no intenté exceder.

Los cinco metros de la segunda galería, hasta donde la luz daba de lleno, no tenían más que una puerta cerrada, inconfundible con la que sería propia en un pasillo, si es que a alguien le daba la voluntad de poner puerta a un pasillo.

Después de esta puerta, siguiendo por la galería frontera al ala donde se hallaban ubicadas mis habitaciones, se abría una ventana. Detrás de sus cristales vi dos veces a la joven.

Estaba abierta. Miré, sin prudencia. Daba a una habitación vacía, como rota al fondo, porque le faltaba la puerta en el muro posterior. Más allá podía presumirse un patio o un jardín, con plantas altas. Imposible descifrarlo, porque anochecía. Las sombras caían en su interior como telarañas impregnadas de hollín. Miré hacia arriba, como por ver quién las descolgaba. Aquel cuarto no tenía techo.

Entonces comprendí. Toda el ala del edificio se hallaba abandonada. Por alguna de las puertas, posiblemente la que dejé atrás, se podía pasar al otro cuerpo de la casa.

Me volví. Probé la puerta. Sus goznes estaban secos y descuidados. Hacían ruidos de ratas, pero mantenían la obediencia. La puerta franqueaba el acceso a otra habitación hueca, sin techo.

Pasé por ella.

Un jardín fuerte de vegetación opaca. Por delante, lo cerraba un ala con galería, dormida. Enfrente, otro sector alineado de habitaciones, con seres humanos capaces, para mi alivio, de encender candiles y hacer bajo su luz una costura, un testamento, el amor o la muerte.

Mi expedición no debía adelantar ni una vara más de terreno.

Cerré la puerta por fuera, cuidando de dejar tan juntas las dos hojas como las había hallado.

Ya no precisaba explicaciones de Soledo y me fastidiaba pensar en una plática con él.

Al pasar, observé la ventana.

Una mujer, a veces, venía a ella. Se instalaba en la habitación vacía y me dirigía sus miradas.

En mi habitación noté abiertamente la noche, por las amasadas tinieblas, la humedad y las exigencias de mi estómago.

Agité la campanilla, a puerta abierta primero, en el patio en seguida.

La esterilidad del sonido me convenció de que, en verdad, había pasado con exceso el tiempo de pedir refacciones livianas.

Pero esto y el pensamiento de lo reducidas que venían las raciones me llevaron a un terreno de reflexiones irritantes. Si se me atendía dos de cada tres veces que llamaba, mal y tarde, esa mujer no me quería bien, no intentaba conmigo siquiera ese acercamiento que sugiere una confitura, un plato de comida abundante o dispuesto con gracia, nada. Quizá las colaciones eran controladas por el marido o quedaban a criterio y maña de la esclava. Tal vez ella no tenía suficiente mando. Éste era, según mis conjeturas, el nudo: una mujer extremadamente inferior en edad al esposo, limitada por la autoridad, incluso la tacañería de este, muy posiblemente también, por los celos.

A pesar de lo aceptable de esta hipótesis, me vino una ráfaga de duda, porque cuando pude verla más próxima a mí, la ocasión en que ella pasaba por la galería, me produjo la sensación de ver a una mujer madura, de cuarenta años o más, aunque no tuviese la edad del marido. No entendía por qué, entonces, en su miradero de los cristales y aun esa tarde, de pie en la galería, pude creer que trascendían de ella no sólo los encantos de los años mozos, sino el recato de una adolescente y hasta el aire compungido y resignado de una joven enclaustrada prematuramente.

Fernández me invitó a pescado, en su habitación.

Fruncí la nariz justamente como si me diera en ella el tufo. Fruncí porque en la provincia es comida inferior y los nativos dicen pirá, pescado, y escupen. Fruncí además porque la reiteración en darme de comer me pareció bondad disimulada de Emilia.

Se lo dije a Fernández:

—Tu pescado es de Emilia. Que yo sepa, Emilia no vende ni cría peces; pero puede adquirirlos.

Fernández sonrió con el modo de quien ha cumplido una buena acción sin aguardar recompensa y se hace objeto no sólo de la ingratitud, sino de la torpeza del beneficiado.

Dos indicios me mostró en su cuerpo: azules ojeras que le caían con largueza hacia los pómulos y la herida de una evidente dentellada en tres dedos de la mano izquierda.

Había pasado la noche de pesca. Se sustrajo a la taberna por el arroyo y por el sustento, en fin de cuentas el sustento suyo y mío. Por algo más, tal vez. Cuando estuvimos ante la enorme fuente, dije: «Es mucho y bueno» y pregunté: «Pero, ¿es todo?».

Fernández confesó que no. Había entregado la mitad de la pesca a Emilia.

La mujer vespertina, esa especie de guardiana de la calle, sufría en su apostadero, viéndome llegar. Ignoro si lanzaba su mirada hacia mí por entregarme o recoger algo.

Me pareció gracioso el lance.

Con disimulo verifiqué que la vida humana, en el lugar, parecía casi extinguida. Era la costra de la Luna con cuatro casas, un hombre caminando entre ellas y una mujer de voz desconocida presta a soltar señas con los dedos, con los brazos, con su agitación, quizá.

En vez de doblar del medio de la calle hacia mi casa, lo hice en dirección a la suya. Conocí que eso deseaba, por su rostro, que al instante se me figuró más lleno de carnes fláccidas, ablandado, de lo que en realidad estaba.

Habría dado, a lo sumo, dos pasos más cuando la vi alzar las manos a la boca, con horror, y comprendí de pronto que el peligro me acosaba.

Miré atrás.

Un caballo se me iba encima. El jinete le rompía la boca a tirones por desviarlo y, casi sobre mí, el bruto caracoleó y quedé en salvo.

El suelo, allí, es de tierra roja, con base poco menos que inconsistente. Abierto, casi despoblado, era el sitio pista llana para los jinetes y carruajes que emergían de la piña. El transeúnte no podía escucharlos hasta tenerlos sobre él, si caminaba muy distraído. Casi cabía decir que más los anunciaba a distancia el polvo alzado que el ruido.

Tomé el episodio como una advertencia de males. Me aparté entonces del camino que ya llevaba en derechura hacia la mujer y su ventana.

Era temprano y yo holgaba.

Preparé mate y pude disfrutar, en el patio, la formación del crepúsculo.

Distantes, escuché golpes de llamado sobre una puerta. No me concernían: eran voces de periferia.

Se repitieron. Presté atención y localicé rumbo.

Por tercera vez. Era mi puerta. Nunca nadie había golpeado por mí en aquella casa.

Antes de salir, me compuse la vestimenta y me peiné la barba.

Abrí.

Era una niñita, una mulatita de ocho a diez años. Daba placer verla, tan criatura, raramente aseadita, con un azoramiento que le salía por los ojos, como si se hubiera defraudado su esperanza de que persona alguna acudiera al llamado.

Con simpatía le pregunté a quién buscaba e intentó explicarse, pero levantó unas dos veces el brazo como para impulsar las palabras necesarias y éstas no salieron.

Entonces trató de poner en mis manos un papelito con tal torpeza y prisa que cayó al suelo. La pequeña no reparó en eso, pues seguramente consideraba cumplida su misión; echó a correr y pasó la calle. Entró a la casa de la mujer ventanera.

El papelillo a mis pies cobró significado.

Contenía dos líneas escuetas, dos preguntas: si podía ayudarme y si yo aceptaba el diálogo por escrito.

Resultaba risible. Esa mujer sugería una casta relación propia de adolescentes y enamorados.

Me devolví al mate pretendiendo gozarlo simultáneamente con la risa interior que me daba esa aventura que no busqué.

Me decía: no, no; y pensaba que, pretenderme, era excesiva pretensión suya.

Imaginaba a Tora, mujer plena, grata de ver, llevando escondidamente billetitos románticos a esa fofa e involuntaria célibe y era tal la diversión que la escena me causaba, que lamenté no tener compañero próximo para festejarla.

Sin embargo, creo, exageraba en un solo sentido para encubrir todo cuanto la primera pregunta había removido de mi vida precedente.

De nuevo alguien me ofrecía ayuda.
Otra mujer
se sentía autorizada para dispensarme protección. Yo era, pues, un visible hombre frágil.

No se trataba sólo de eso. Es que insinuaba reproducción de la urdimbre de Luciana, aquel trámite afanoso que hubo de naufragar, no sé, porque pasó a ser para mí como un pariente desaparecido. Luciana y su gestión se reproducían con aquel papelito, pero ya, meramente, como un simulacro, una burla del tiempo al través de esa fealdad que me buscaba.

Como en otras oportunidades, toda una masa de reflexiones lógicas quedó desplazada por una intuición que apareció sin anunciarse, pero muy nítida: esa mujer quería ayudarme con dinero.

Pensé si debía aceptar o no. Indagué la causa de tal vacilación. No era por un escrúpulo, no. Ya no. Vacilaba porque, desde el acopio de mis conocimientos, Tora me advertía que esa mujer no era más rica que su amo, siendo el amo pobre.

Comprendí que mi conducta debía ceñirse a las perspectivas del presente, sin quejas ni frenos de mi vida anterior.

La opción a esa mujer, sin embargo, no prometía mayores beneficios. Y este presupuesto afirmaba la decisión inicial del pronunciamiento por no.

El último
mainumbig
depuso su silente y absorto aleteo ante las flores y supe entonces que era preciso ceder sitio a la noche en el jardín.

No alcancé a encender el candil de mi habitación. Nudillos tiernos daban contra la puerta.

La mulatilla, más oscura en la calle oscura, permanecía callada, mirándome con el sufrimiento del que no se resuelve y lo apuran.

Procuré ayudarla:

—¿Me traes otro recado?

Inclinó la cabeza sin responderme. Se miraba los pies desnudos y no podía tenerlos quietos.

No era eso. Le pregunté entonces:

—¿A qué has venido?

Pero tuve que repetir la pregunta, porque de una vez no se decidió.

—¿Por qué viniste? ¿A qué? Anda. Dilo.

—No lo sé. Me mandó ella.

Una vocecita tímida, que daba por sobreentendido quién era ella.

La mujer miradora no soportaba demoras en la correspondencia. Pedía respuesta.

Indiqué a la pequeña «Aguarda» y fui a mi mesa. Di luz. Busqué un papel, pluma, tinta… Pero ignoraba qué iba a escribir.

Dudaba entre una larga epístola dilatoria, que no obstante entretuviera anhelos, por si me viese precisado a solicitar su apoyo, y unas líneas lacónicas y expresivas como las recibidas, desahuciándola.

Miré por si la niña se hubiese ido, librándome de la obligación inmediata. Allí permanecía, sumisa y débil, con su poquita vida sirviendo sin saberlo las avideces sensuales de una mujer malograda.

Concretamente tuve la respuesta en la cabeza. Ella preguntaba si podía prestarme ayuda y si aceptaba relación mediante misivas. Para contestar las dos preguntas bastaba una palabra: No.

Puse: Sí.

Entregado el papel y cerrada la puerta, volví a mi mesa. Había arrojado con tal prisa la pluma, como por evitar que el arrepentimiento viniese con la demora, que manche con tinta algunos de mis papeles blancos.

Observé las gotas oscuras, aún frescas.

En frío, muy consciente de lo que hacía, las aplasté llenando de tinta mi mano y de salpicaduras otros papeles. Quería extender la suciedad, que todo estuviera sucio.

Sopesé la bolsa; quedaban unas moneditas.

Eran suficientes.

Salí en busca de mujer.

31

La bolsa y el estómago vacíos, me atuve a invitación de Manuel Fernández que, sobre la hora del almuerzo, aún no se producía.

En consecuencia, me insinué:

—Has descansado, se ve. No tienes ojeras.

—Sí, señor doctor. He dormido de firme.

—Entonces, anoche no hubo pesca.

—No, señor doctor.

—¿Y se ha descompuesto ya lo que pescaste anteanoche?

—Sí, señor doctor. Ya ayer nada del sobrante podía cocerse para la cena.

Según las trazas, no prosperaba con mi indagación.

Seguimos aplicados a los papeles.

Como no podía comer, no me apresuré por levantarme del trabajo.

Pero Fernández, tomándose una libertad que en circunstancias diversas hubiese castigado, me dijo:

—Señor doctor, creo que es hora.

—¿Hora?…¿Hora de qué?

—De comer. Nos espera cazuela de gallina.

Por disimular el contento, dije:

—¿Otra vez gallina? Dispendioso estás, Manuel.

—Señor, esta vez es de regalo.

—¿Puedo saber de quién?

—Sí, señor doctor. Es de la señora.

—¿La señora Emilia quieres decir?…

—Sí, señor doctor. La señora Emilia.

No averigüé más.

Fuimos a comer.

Por no hablar de la gallina, en la comida busqué de tema la composición de aquel libro que nos relacionó. Pregunté a Fernández por él, de su naturaleza, que yo ignoraba, aun habiendo leído una hoja, porque no la entendí, y de sus progresos, pues sospechaba que lo tenía relegado, alerta como estaba de que no le convenía gastar tinta y tiempo de oficina en escribirlo.

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