Zama (14 page)

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Authors: Antonio Di Benedetto

Tags: #Relato

BOOK: Zama
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El que hallamos, escribía.

—¿Qué escribes?

El gobernador lo interrumpió con su presencia y con la pregunta, no mal intencionada, sino dirigida a saber si era cosa de importancia dentro de su labor. El mozo, un Manuel Fernández, no lo tomó así y, azorado, tratando de esconder sus papeles, confesó:

—Un libro, señor gobernador.

La sorpresa fue entonces para el gobernador. Pero aceptó la declaración bonachonamente:

—¡Ja, ja! ¡Un libro! Haz hijos, Manuel; no libros. Aprende de nuestro asesor.

Fernández me miro sin importársele mucho de mí y yo sonreí, dando muestras de participar de la chanza o lo que fuese que montaba el gobernador.

Después, el escribiente, con tono respetuoso, persuadido de lo que afirmaba, dijo:

—Yo quiero realizarme en mí mismo. Y no sé cómo serán mis hijos.

El gobernador vaciló un tanto antes de replicarle. Cuando lo hizo, eligió la salida ofensiva:

—¿Y los libros?… ¡Ja, ja! Peores que los hijos.

Yo también reí. Me sentía obligado, no convencido.

Fernández enrojecía, de vergüenza y de rabia. Casi estallando, se animó a decir:

—Los hijos se realizan, pero no se sabe sí para el bien o para el mal. Los libros se hacen sólo para la verdad y la belleza.

—Eso crees tú, eso creen los autores; pero no piensan lo mismo los lectores —fue la presta réplica.

Fernández que había hablado un momento antes con expresión tajante, dobló la cabeza. Yo advertí que no podía seguir discutiendo sin cometer falta contra el respeto debido al gobernador.

Éste aparentó ser magnánimo. Dijo: «Bien, bien», y se retiró, llamándome: «Vayamos, Zama».

En su despacho, se sentó en silencio, contrariado, disgustado, y me encomendó una desagradable misión, la de averiguar por qué Fernández escribía un libro en casa de la gobernación.

La familiaridad que me concedía el gobernador me autorizó a preguntarle, aún:

—¿Dispondrá hoy vuesa merced el pedido a Su Majestad? ¿Me procuro otro escribiente?

—No, no. Hoy no, don Diego. Otro día será.

Ese otro día no fue el siguiente, porque yo, por discreción, nada le hablé y él, por fingirse olvidado, nada tampoco.

Ni fue el subsiguiente, porque pareciera que él advirtió cuándo iba a abrir la boca para renovar el reclamo y lo atajó reclamándome, a su vez, el informe sobre el caso del escribiente, que yo no le había pasado.

Así se agravó la situación del hombre, porque esa vez que el gobernador se acordó de él estaba irritado, y me ordenó que el informe fuese terminantemente desfavorable, de modo de poder exonerarlo.

Me propuse no hacerlo de esa manera, sino como me lo dictaran mi propia opinión y buena fe.

Simulé buena fe ante Fernández, al abordarlo: no le comuniqué que mi interrogatorio era peligroso, pues sus respuestas irían a un memorándum.

Le pregunte, amistosa y reservadamente, en la oficina que él ocupaba, por qué escribía en la casa de la gobernación, es decir, donde su tiempo debía estar consagrado enteramente al servicio del rey. Me respondió de manera ambigua:

—La disposición de escribir no es una semilla que germina en tiempo fijo. Es un animalito que está en su cueva y procrea cuando se le ocurre, porque su época es variable, pues unas veces es perro, otras hurón, unas veces es pantera y otras conejo. Puede hacerlo con hambre, o sin hambre, en ocasiones sólo si está muy reposado, en otras si le duele una herida del cazador o si regresa excitado de una jornada de fechorías.

Presté suma atención a su discurso y luego, asintiendo, dije:

—¡Aja!

Atraída en parte su confianza, le pedí que me mostrara unas páginas. Consintió en hacerlo y leí algunos párrafos con detenimiento, porque el pensamiento aparecía enrevesado.

Tuve que declararle:

—¡Pero esto es incomprensible!…

—Señor doctor, es posible que el primer hombre y el primer lagarto fueran también incomprensibles para todo cuanto los rodeaba. Yo no sólo escribo: hago mi creación.

Lo observé ligeramente admirado. Después pretendí aconsejarlo:

—¡Nadie lo aceptará!

Me cortó, arrogante:

—Vuesa merced, para escribir mi libro no tengo amo.

—¿Y la censura?

—Escribo porque siento necesidad de escribir, de sacar afuera lo que tengo en la cabeza. Guardaré los papeles en una caja de latón. Los nietos de mis nietos los desenterrarán. Entonces será distinto.

Pensé que era un egoísta. Pensé también que, quizá, dentro de ciento cincuenta años, al abrirse la caja, habría otras formas de censura.

Reproduje sus respuestas con toda la fidelidad que mi memoria consentía. Creí que de esa manera me ajustaba a la verdad y daba argumentos suficientes para el mal designio del gobernador.

Pero el gobernador no se conformó. Quiso que yo pusiese un dictamen y lo firmara como inquisidor.

Lo hice.

25

En la mañana inmediata, cuando consideraba que ya no podría darle motivos para postergar lo que él espontáneamente me ofreció, se había levantado otra muralla.

Estaba restablecido el protocolo que, en realidad, era el usual en todas las sedes de gobierno, pero que este gobernador desarreglado, desparejo de carácter, aveces de costumbres ordinarias, eliminó desde el principio de su gestión, al menos para mí y otros funcionarios de jerarquía.

Para entrar a su despacho ya no bastaba llamar a la puerta; era necesario solicitar audiencia. Me lo comunicó el oficial mayor.

Solicité audiencia. No la obtuve.

Por unos de esos secretos medios que todos conocemos cuando actuamos de transmisores o receptores, Manuel Fernández fue avisado de que se tramaba altamente contra él.

Acudió a mí. Conocía el informe. No me increpó ni pidió. No podía increparme. Me dijo que se haría soldado o cazador, aunque dudaba de que se le aceptara en el regimiento, porque habitualmente quienes ejercen la injusticia suelen completar su obra manchando de ignominia. Para que no procediera como Ventura Prieto, le dije que intercedería ante el gobernador. No me importaba su suerte de soldado, cazador o mendigo: quise recordarle que yo estaba en condiciones de comunicarme con el gobernador y contribuir a que se decidiera la suerte de una persona.

En audiencia, dije al gobernador que Manuel Fernández me había pedido que intercediera por él.

Se alzó de su asiento, dio una vuelta alrededor de la mesa y pasó a mis espaldas. Tornó a sentarse y me hizo esta caprichosa proposición: uno de los dos, Manuel Fernández o yo, tendría que renunciar al favor; si anulaba lo actuado contra el escribiente, no suplicaría al rey por mí; si me postulaba ante el rey, exoneraba a Fernández. Yo debía decidir.

Pregunté:

—¿Ahora mismo?

—No. Mañana.

Yo no quería decidir.

Quien escribe un libro, a veces, es capaz de acciones de desprendimiento: Yo presentía y anhelaba que Manuel Fernández, ese hombrecillo escritor de libros, me permitiera salir sin cargas morales de aquel enredo. Él podía asumir el sacrificio.

Le dije que el gobernador me había dado la alternativa y yo renuncié a ser favorecido; pero que el gobernador no podía creer en tanta abnegación y deseaba que Fernández supiese, antes que las cosas quedaran en firme, lo que yo hacía por él.

Fernández me contestó que le gustaban esos rasgos de abnegación y agradecía el mío, porque más importante era para él su modestísimo puesto que lo que podía ser para mí un ascenso.

No acertaba a replicarle ni aceptaba irme con tal respuesta. Le hice observar que no todo eran gangas en mi cargo, ya que llevaba más de un año sin percibir mis emolumentos y en cambio a él, en su modestísimo puesto, se le pagaba con lo que aproximadamente podía llamarse regularidad.

Me contestó que no puede llamarse regularidad el atraso de medio año.

Me reduje al desconsuelo y dilaté cualquier posibilidad de entrevista con el gobernador.

El posadero no me hizo servir ni con la mujer ni con la hija: me atendió él mismo, colmó mi mesa de excelente comida y me llamaba «señor doctor».

Sin sospechas, pensé que la llegada de barco y desacostumbrados viajeros, esa mañana, le habían procurado beneficios que lo ponían obsequioso.

Al término del almuerzo me sirvió licor verde y se sentó a mi lado.

Me dijo que no me reclamaba, todavía el pago de tanto alimento y lecho como yo le adeudaba, pero que precisaba mi habitación, la mejor del establecimiento, para un matrimonio que venía al país sólo el tiempo necesario para negociar una herencia. Después de que esa gente —que comía ahí, en una mesa próxima, y yo podía verla— se ausentara, dos o tres meses más tarde, la habitación me sería devuelta.

Irritado —mientras el posadero pasaba obstinadamente la palma de la mano por la superficie de la mesa, como suavizando algo que quizás era yo— le repliqué que pagaría muy pronto mis deudas y que ya tenía resuelto mudar casa, a una de familia de mi amistad.

Necesitaba, rigurosamente, vivir tomado de las posibilidades, porque las cosas —demasiadas cosas— se desprendían de mí. Yo iba quedando desnudo. Son terribles los azotes en las carnes desnudas.

Dije al gobernador que Manuel Fernández renunciaba al beneficio propio, sabedor del daño que a mis intereses podría ocasionar con sus pretensiones, ante la alternativa que se nos había dado. Encomié el gesto del escribiente, acotando que se mostró tan noble que me rogó no se supiese ni nadie lo mencionara. Lo único que pedía, de ser posible, añadí, era que en el decreto de separación del cargo no se le pusiesen tachas de honor, a fin de poder ingresar a una lejana guarnición militar. Lejana deseaba yo que fuese.

El gobernador me escuchó en silencio. Aplicó su «Bien, bien», y refrendó: «Bien. Ya se proveerá».

26

Emilia mondaba batatas. Su semblante mostraba un tenaz enojo, pero me atendía, tanto que no se preocupaba del niño.

El niño se desplazaba por el piso de tierra a impulsos de sus rodillas y sus manecitas. Las manecitas estaban muy puercas. Como sus narices segregaban sin que nadie se las limpiase, se le habían hecho dos surcos, hasta el labio superior. De esa manera, la piel se le irritaba y le ardía. El pequeño se frotaba y con la mano sucia de tierra revolvía aquello, dañándose más el lastimado cutis. De vuelta, los deditos con esa materia blanda, acuosa, hacían un imposible barro al asentarse en la tierra.

Ése era mi hijo.

Antes había reprochado a Emilia su desatención de la criatura. Esa vez no me animaba a hacerlo.

Yo estaba haciendo un largo argumento que rematé con el anuncio de que llevaría allí mi bargueño, mis libros, mi cama…

—Si traes cama es porque no puedes pagar la posada.

—Si traigo cama es porque quiero estar contigo todo el tiempo.

—Aquí hay una.

—La compartes con el niño.

Cuando no tenía respuesta, callaba, según su conveniencia, porque otras veces era muy locuaz.

Mondaba las batatas interminablemente. Les sacaba los puntos negros. Robaba las partículas amarillas de las mondaduras que no quedaban demasiado finas. Presumiblemente, cocinaría sopa.

Pregunté:

—¿Qué dices, entonces?

—Que no soy tu mujer. Por eso me consultas antes de proceder.

—¿No eres mi mujer? ¿No eres la madre del niño y yo el padre?

—Tu mujer es otra.

—Y tú, di, ¿eres acaso de otro?

—No.

—¿Entonces?…

Le asestó otro rumbo, inesperado y temible, a la discusión.

—¿Has traído mi dinero?…

Llamaba su dinero al que yo debía entregarle.

El niño desató su llanto, afuera, adonde había ido sin que lo advirtiéramos. Creí que esa interferencia me salvaría de responder. Pero no.

Yo presté atención a los sollozos de la criatura. Ella me llamó a la cuestión que le importaba:

—¿Has traído mi dinero? Contesta.

No podía decirle que no.

Me mostré repentinamente exultante. Procuré participarle mi nueva esperanza y con ella mi alegría. Pero un tema, razonablemente, me estaba vedado: mis ansias de obtener posición en otra ciudad. Transformé entonces el asunto diciéndole que el gobernador, de su propia mano, había suscripto ese día un informe al rey sobre el estado de mi caja y las de otros funcionarios de jerarquía que permanecían impagos.

Emilia, sin quererlo, hizo apuntar en los ojos el interés. Por disimularlo, se levantó y fue hacia donde lloraba el niño, como si en ese momento lo notara. Yo la seguí, acicateándola con lo que había notado que la seducía:

—Diecinueve meses —iba diciéndole, mientras caminábamos— llevo sin ver un real del tesoro. De aquí, de los propios, he tomado lo que suman tres enteros y poco más, en ese tiempo: unos tres mil quinientos pesos. Pero ya me debían de antes, de los propios, más de diez meses y de…

Me interrumpí. Habíamos llegado adonde estaba el niño, bajo los maderos donde dormían las gallinas, a esa hora, rebullen y descargan. El niño fue a estar debajo y…

Emilia procedió, murmurando su enojo y fastidio. Sacó al niño; le pasó por la cabeza el extremo de su falda, eliminando los excrementos y tornó a dejarlo en el suelo, un tanto apartado. En vez de extremar la higiene de la criatura, recurrió a sus instrumentos y se puso a limpiar el suelo mancillado por las aves.

La creí calmada y dispuesta a seguir escuchándome. Hablé con esfuerzo, porque ella generaba una masa de tierra flotante y el niño no había cesado de gimotear, aunque ya más quedamente. Algunas gallinas, perturbadas, galleaban con el cacareo, en un desafío tonto.

—Fíjate, pues, Emilia. Diez meses de antes, de los propios, más diecinueve son veintinueve, menos tres y medio… Veintinueve por mil, hacen veintinueve mil, veintinueve mil pesos. Ahora, veamos lo de las cajas reales. La cuenta es fácil. A razón de quinientos, diecinueve por quinientos… diecinueve por quinientos… No; mejor será contar por partes: primero diez por quinientos y luego nueve por quinientos. Diez por qui…

—¡Vete! ¡Vete! ¡Loco, vete de aquí!

Me cortó.

Enarboló la pala, amenazadora y bufante. Di un salto atrás, precavido, distanciándome de sus furias. Pero seguía gritando: «¡Vete! ¡Vete!», y el niño, asustado, lloraba también con los gritos.

Me volví, resignado, conociendo que no lograría aplacarla. Caminé unos pasos y calló.

Entonces giré para decirle algo, aún. Estaba tensa, con las piernas abiertas. Había bajado la pala, pero tornó a alzarla por encima de su cabeza.

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