Pero entre nosotros y la ciudad estaban de por medio los soldados y las bestias. Nada más me quedaba, como posibilidad, que mirar adelante.
Adelante, entonces.
Después del terreno llano, último límite de las cabalgatas menores que realizaba la gente de la ciudad, comenzaba el bosque, que orillamos.
El sol nos daba en la cabeza con sus teas. El bosque parecía liviano, acogedor y fresco, pero quedaba allí, al costado, al margen de nosotros o nosotros al margen de él.
Después, parecía seguirnos; no cesaba de fluir a nuestro lado.
Me adormecía, me amodorraba, e Hipólito Parrilla era hombre de no hablar, según su conducta hasta ese punto.
No era así. Mientras no estuviéramos cerca de la laguna dulce, procuraba no darse sed, con la charla y el polvo que se introduce en la boca abierta.
Allí nos hizo beber. Primero los hombres, después los caballos, más luego las vacas, en orden de importancia impuesta por los primeros.
No permitió mate ni asado. Exigía rendimiento en la marcha mientras estuviésemos con las fuerzas sin gastar.
Los soldados mascaban charqui molido. Yo no quise hacerlo, tan pronto.
El capitán era muy desparejo de carácter.
De día mantuvo el rigor tan extremo que no fue posible tomar el menor confortativo cocido. Al anochecer nos instalamos en las ruinas de Pitun, donde se hizo asado que él y yo tuvimos en fogón aparte, atendido por uno de los hombres. Con el estómago notoriamente abultado, se puso alegre, y como yo no podía seguirlo en su humor, pues me envolvía el sueño, se sumó a la rueda de tropa.
Cantó con los soldados y autorizó el aguardiente.
De mañana, cuando sonó el clarín, si se miraba en derredor, resultaba notoria la merma de hombres.
Fueron buscados.
Yacían en las zanjas que los curas hicieron, un siglo atrás, para impedir que los indios se fugaran a los bosques.
Parrilla ordenó azotes para todos los ebrios. Pero eran menos los sobrios, de modo que el castigo fue leve y corto para cada uno, a fin de no postergar en demasía la marcha.
También esta vez me aparté de los soldados, por no presenciar un fustigamiento tedioso y notoriamente injusto, ya que constituía castigo por lo que el propio jefe había autorizado.
Antes de entrar a Ypané, Parrilla se puso de pie sobre su caballo, al estilo indígena, y arengó a la tropa, advirtiéndole que si en ese pueblo se repetían los desarreglos los azotes iban a ser, ya no en las espaldas, sino más abajo, para que la cabalgata fuese una tortura.
Pensé que más hubiera convenido un discurso dirigido a imponer a los soldados del plan de la expedición, pues, me pareció, ninguno lo sabía de fijo.
Yo me sentía muy desacomodado. Parrilla, que pudo ser mi camarada, hasta cierto punto mi igual, no se interesaba por mí y era un individuo desconocedor de lo que deseaba, hosco unas veces, expansivo otras, y siempre con exceso. Con la tropa comulgada yo tan poco que nada hice por cruzar la mirada con uno solo de los soldados. No atendía a ellos, excepto a cuatro o cinco que se pusieron ante mis ojos sin que los buscara yo: el asistente, el cuidador de mis caballos y algunos más.
En Ypané, Parrilla se obstinó en una injustificada desconfianza. Resultaba notorio que Vicuña Porto no podía hallar refugio en pueblo tan escaso de dimensiones, tan pobre y pacífico.
Insatisfecho con el informe del cura y el administrador, que adujeron saber de oídas de la existencia de tal bandido, pero que nunca lo habían visto ni él les hizo víctimas de fechorías, Parrilla dispuso que se reuniera la población de blancos e indígenas ante la iglesia.
Ordenó traer también a los que trabajaban las tierras, y allá fuimos, en piquetes de cinco hombres, por diferentes rumbos.
Era tiempo de siembra de no sé qué. Los indios abrían sólo la flor del terreno, con blancos huesos de vaca o de caballo, porque no disponían de instrumento más adelantado, ni creo que lo conociesen. Otros, atrás, sembraban y unos terceros, que les seguían por los casi imperceptibles surcos, iban cubriendo la simiente, asimismo sirviéndose de precarias herramientas.
Pero antes de que llegaran estos últimos, se abalanzaban sobre la tierra los pájaros, en disputa con los hombres, y les robaban las semillas. De cada cinco quedaban tres. Yo veía esas tres comidas por los insectos y los gusanos, que vendrían luego de que pasaran los chacareros y las aves voraces.
Le pregunté por el rendimiento de las cosechas —su pan— a uno de los indios que arreábamos. No me entendió.
No era necesaria la respuesta.
Años atrás me la había dado Ventura Prieto, aunque nunca me habló de eso.
Por la tarde entramos a la región de los indios mbayas.
En consecuencia, cesamos de ser vanguardia del pelotón. Parrilla mandó adelante a un baquiano, solo, según costumbre, para que no fuera distraído por conversación alguna.
Yo estaba sediento y con la boca como llena de fariña.
La vegetación denunciaba un estero.
Creí que Parrilla daría orden de desconcentrarse para beber; muy al revés, al observar que algunos de los caballos de muda intentaban zafarse del montón por mojar la boca, dispuso que se les contuviera.
Condescendió a explicarme:
—Pueden ser aguas insalubres.
Un argumento persuasivo, para quien no fuese yo, porque ya me estaba dando el recelo de que el capitán imponía mayores sacrificios de los necesarios, con el fin de moler mi resistencia, sólo por eso.
Vino entonces mi provocación.
Le pedí el frasco de aguardiente. Yo no me había provisto de uno.
Bebí dos tragos, sin devolvérselo. Otros dos, cuatro. Dos más, cuatro, cinco, seis.
Después me picaba el cuero cabelludo y yo, locuaz con el capitán que me observaba molesto, le decía que era por el sol.
Le pregunté si su familia tenía blasones. Me contestó que sí. Le dije que en el escudo de la mía figuran el árbol y la torre. Nada comentó. Entonces quise saber si en el escudo de los Parrilla figuraba el utensilio de cocina de ese nombre.
Parrilla estalló en un fustazo en la grupa de mi caballo. El caballo, alcanzado como yo de improviso, dio dos corcovos fuertes y al segundo me botó por tierra.
Parrilla desmontó y vino antes de que yo terminara de alzarme. La cabeza me ardía, de aguardiente, de rabia.
Me tomó de los hombros ayudándome en el impulso por levantarme y yo al hacerlo manoteaba por darle en la cara y él me dijo con un tono sincero y vehemente: «¿No puede un hombre inflarse y errar, arrepentirse y ser perdonado?».
Detrás de nosotros, a unas cien varas, trotaban los caballos de muda. Los soldados venían a continuación de los caballos de muda.
No podían saber qué había ocurrido.
Tal vez creerían que se trataba de un accidente, un mal paso, una ofuscación repentina del bruto que yo montaba.
Se puede, sí, se puede, cabalgar al trote, un jinete junto al otro, sin mirarse entrambos el rostro.
El Sol en el último cuarto de ciclo, se suspendió la marcha.
Nuestro cobijo nocturno serían los pastos.
Ayudé a pisar el terreno y esa fue la primera vez, en el curso de la marcha, que me mezclé con los soldados.
Estaba desabrido, disgustado. Pretendía hallarme muy lúcido, cuando en verdad el embotamiento me hacía ver como flotantes a los hombres que se cruzaban conmigo en el ir y venir de la tarea.
Durante esa limpieza, la víbora, si no muere aplastada por el caballo o no consigue escapar, se defiende atacando.
No quiso morder abajo, ni en la cuartilla ni en la caña. Trepó por la pata del animal y pude darle cuando iba por la rodilla y aun más arriba, porque se enderezaba a morderle el pecho.
Pero de nada tuve conciencia hasta sentir los corcovos y verme en riesgo de sufrir otra afrentosa rodada.
Se me escaparon las riendas y me prendí de las crines.
El caballo, mordido, se tendía en galope y la víbora había perdido apoyo y quedaba colgando del pecho, prendida por el diente. Chicoteaba su cuerpo largo sobre las costillas de la víctima y era el peligro —estimulante de mi pavor— que se soltara y, viboreando un segundo en el aire, fuera a enroscarse en mi pierna.
El cuadrúpedo tropezó, rodé por encima de su cabeza y acudieron a auxiliarme.
A Parrilla y a mí nos armaron un rancho de paja, porque amenazaba lluvia, constriñéndonos de tal modo a un indeseado acercamiento mayor.
Por mis necesidades, antes de dormir, me interné en lo oscuro.
Me siguieron un momento los perros, que montaban guardia, olfato alerta para descubrir, por el tufo, la proximidad de las fieras. Después de olerme, me dejaron avanzar. Reconocimiento cumplido. Mi olor sería el santo y seña para el regreso.
Estaba en situación algo incómoda para valerme, cuando escuché el quebrarse del pasto seco a mis espaldas.
Pasos.
Una humedad en mis sienes.
Pasos, pesados, como de bestia de bulto.
Me clavaba, sin embargo, reduciéndome a la indefensión, la sensación del extravagante trance, que, me decía, superaré en un segundo, con que se retarde un instante, porque si huyo así, me verán llegar de un modo que… Y los perros detrás y…
Pero ya no podía huir.
Me volví y el tiempo de girar la cabeza me bastó para saber que no era la pisada de una fiera, porque le faltaba cautela.
Un hombre.
Un hombre tranquilo.
Me dijo, como si su ocurrencia fuera jocosa:
—Todo el campo para nosotros dos y hemos dado en elegir el mismo sitio.
Cuando era tiempo de que regresáramos, me pidió que no lo hiciéramos todavía.
Me dijo:
—Señor doctor, no hay luna, llamaremos la atención si damos lumbre con un yesquero. Mi rostro, en este momento, no es visible. Conviene pues que diga mi nombre.
Yo esperaba ese nombre y ya lo sabía:
—Vicuña Porto.
No reaccioné. Adivinaba un puñal en sus manos.
Era él, si él decía serlo, exponiendo con ello la vida. Además, su voz me trajo la presencia de mi mesa, mi despacho, mi caballo, mi espada, mis faenas en otra tierra. No era irrazonable que estuviera allí, si justamente lo buscábamos por esos lugares. Pero no entendía cómo pudo acercarse sin ser visto y menos de qué modo logró identificarme en medio de la cerrazón nocturna.
Como él se había descubierto, sin duda aguardaba ver cómo procedía yo y yo no acertaba más que a tener algún golpe traicionero mientras me corría de admiración por mi singular destino de ser el que cayese en sus manos.
Puesto que yo no hablaba, él, entonces, me acució:
—¿Ocurre acaso que no me conoce el señor doctor, que no conoce a Vicuña Porto?
Me apresuré a decir que sí, porque mediaba el tono de su pregunta entre la burla y la advertencia.
Y como dije que sí, él comentó, como si lo sintiera:
—¡Me conoce, vaya! ¡Qué lamentable es esto!
Presentí que me echaba las últimas palabras, antes de inmolarme.
Me tiré atrás, de un salto, por escapar, no por sacar arma. Pero me dio el raro presentimiento de que así me entregaba a mi victimario: alguien a mi zaga, con un cuchillo, presto a degollarme. La queja de Porto debía de ser una orden para el otro…
Fue por eso que, apenas reculé, reboté adelante, y esta maniobra pareció a Porto ataque. Tiró el pie a mi paso, caí de boca y se me volcó encima, apresándome con las piernas mientras me ponía una punta afilada en la nuca.
Clamé:
—Piedad.
—Desármate —me ordenó.
Le dije dónde tenía el cuchillo.
Como lo encontró donde yo le había indicado, en la bota, pareció comprender que no tuve el propósito de atacarlo: aflojó la presión de las piernas y no sentí más que la agudeza del metal clavada en la nuca.
Pero no abandonó su posición de jinete y me daba trompazos en la cabeza, diciéndome al mismo tiempo: «No me conoces, no me conoces… Su merced no me conoce».
Se sacó la gana de golpearme. Se alzó.
Quedé, derrumbado, en el suelo de pasto.
Lo sabía arriba, de pie, vigilando mis movimientos.
Al cabo de un tiempo, nos apaciguamos los dos.
Como por respirar, quizá por probarme, dio un rodeo, sin perderme de vista.
Miré hacia el fogón. Estaba lejos. Si intentaba huir, Vicuña Porto me alcanzaría, puñal en mano.
Al mirar vi que en el campamento, alguien se erguía junto al fuego. Una figura negra y estática contra la lumbre.
Luego desapareció.
Reapareció, rodeada de canes, justamente como si supiera dónde podía encontrarme.
Vicuña Porto se acercó de un salto, advirtiéndome nuevamente: «No me conoces, eh. No me conoces».
Pero no se fue. Permaneció a mi lado.
Ordenó que me levantara y camináramos al encuentro del que venía.
Admiré su temeridad. Pensé que enfrentaría al soldado para darle muerte. No se me ocurrió qué podría hacer después conmigo.
Marchábamos a la par.
Los perros adelantaban.
El soldado lanzó el llamado de prevención:
—¡Señor don Diegoooo!…
Vicuña Porto respondió por mí:
—Ahí vamos, yaaaa…
Vicuña Porto era uno de los soldados de la legión a la caza de Vicuña Porto.
Gasté parte de la noche en tramar el medio de denunciarlo sin ponerme en peligro.
Inventé muchos, que se me antojaban fáciles y nada riesgosos apenas subían a la superficie de mi pensamiento, pero en seguida dejaban saber sus inconvenientes.
De mañana, mi primera ansiedad fue ver a Vicuña Porto, por si en la noche nos había dejado, eximiéndome de tal manera del peso del encubrimiento y de su permanente amenaza.
Estaba ahí, indistinto entre los demás, casi manso, podría decir, cuando descubrió que tenía encima mi mirada.
No quise exponerme por imprudente y me aparté.
Durante los aprestos, escudriñé atentamente semblante y traza de los demás, por si algo revelaba la existencia de secuaces del temido. Podían serlo todos, tal vez ninguno. Todos eran parejamente rudos, sucios, recios, vigorosos, sanos. Yo había tardado dos días en saber sus características más visibles y en toparme con sus caras.
Hipólito Parrilla, mate en mano, que seguía chupando aun después de haberlo secado, se desfogaba en órdenes superfluas, ya que cada uno estaba perfectamente al tanto de su misión de rutina y la cumplía, sin prisa, eso sí, pero tampoco con mayor apuro porque el jefe lo mandara.