Al pisar la recámara supe que todo eso podía desaparecer.
Podía desaparecer conmigo.
Iba a darme con algo, con alguien, y yo comprendí que estaba en trance de elegirlo o elegir su muerte. Pero confundía eso con la propia muerte y era una noche triste, en la que, creo, no resultaba penosa la elección.
Se había aposentado un vaho de mujer.
Ella
estaba en la recámara y esta vez no huiría.
Di fuego al candil. Necesitaba verle el rostro.
Yo procedía con una serenidad desventurada, como obtenida en préstamo para aquella ocasión.
Ardió el pabilo.
Ella también me aguardaba, sin alterarse, impávida aun cuando aproximé la llama a sus bucles, por ver si era, y sí.
La atmósfera se puso lechosa; pero atiné a mantenerme erguido, dejar al paso el candil en la mesa y buscar el descanso.
Desperté y era de noche: contra la pared daba el resplandor impuro de la lámpara.
Alguien me había arropado y yo no quería voltear la cabeza porque percibía su presencia junto al lecho. No por evitar verla, sino porque quién sabe qué me advertía de una decepción.
Me pasó la mano —agua fresca— por la frente u deduje que era la misma caricia de la víspera.
Ella.
Volteé la cabeza.
Decepción, sí. Decepción.
Peineta. Edad sin flores. Un afecto compasivo, una piedad amorosa y sacrificada, en los ojos. Todo muy definido, sin reservas, sin misterio.
—No es —dije, sacudiendo la cabeza y hablando como si estuviera solo o ella nada significara.
—Soy —me dijo— con amargura.
No podía fingir y embaucarme, aunque poseyera tanta clarividencia para entender mi desengaño por aquellas dos palabras: «No es». No podía mentirme: también su voz era la de una matrona cuando dijo «Soy».
Yo, rechazando su afirmación, cerraba obstinadamente los ojos, como para aislarme con la íntegra angustia del no encuentro.
Hasta que ella me dijo, insinuando el dolor del bien perdido:
—Ah, bien lo sé. Otra mujer puede desear quien, como vos, se ve buscado y atendido sin que lo solicite. Otra mujer debiera ser la que esta noche se arriesgara por asistiros y, enajenada de soledad, se pone en vuestras manos. Joven tendría que ser, tal vez más hermosa de lo que yo soy ahora, clara la voz, suaves los bucles, suave el color de rosa de su vestido…
Era como advertirme que me había sometido al encanto de aquella otra figura entrevista, para mí su posible hija, para ella su efectiva rival.
Pero he aquí que también la presente alcanzaba los poderes de la fascinación, y esto por la voz, que cobró un tono grave, doliente e inasible, aunque cercano, como yo lo quería. Le entregué mi atención como predispuesto a un canto revelador que viniera del bosque. Porque cuanto me decía era sencillo y comprensible, pero yo lo recibía como si tuviera doble fondo y, en él, la explicación, todas las explicaciones.
Me apretó una mano por encima de la manta. Procuraba ser más persuasiva al proponerme:
—Ah, si un hombre quiere… Se puede ser la una y ser la otra. Él consigue ver a una mujer como es y como la desea.
¿Eso había hecho yo en los días anteriores? Recelaba de que me lo dijera. Recelaba de eso y de algo más. Y ella, continuando su pensamiento, dijo:
—Pero sólo si él ama a esa mujer. Porque si se aferra únicamente a la que
ya no es
, ama una fantasía peligrosa. De ella vendrán un día, para él, la destemplanza, la desazón, tal vez, el horror.
Eso, justamente, era. El horror, esa noche no revelado aún como horror, ya me había capturado.
Entonces lo negué, por negarle poderes sobre mí a esa mujer que tan certeramente penetraba en mi interior:
—¿Cómo puedo yo, cómo podría nadie abandonarse voluntariamente al horror?
Como respuesta, me clavó estas palabras:
—Si queréis ver con miedo mi pasado es para transferir el temor de vuestro propio pasado.
Tuve la sensación de estar discutiendo con esa fantasía peligrosa que ella había mentado.
Esa sugestión, con ser muy fuerte, no alcanzó a espantarme y conseguí hacer un esfuerzo de discernimiento a fin de colocar sus palabras dentro de lo normal y lo posible. Pensé que nada más pretendía que intimidarme, para que yo aborreciera la imagen de la joven y la amara a ella. Sin embargo, rechacé la tentación de discutir la verdadera naturaleza de esa figura lozana de las apariciones vespertinas. Sí reclamé por su tacha a mi vida precedente. Exclamé:
—¡Mi pasado no es indigno!
La miré al rostro, por ver si la afectaba el impacto de mi estallido, y eso no ocurrió. Estaba serena y con su serenidad ahuyentó las sospechas que me condujeron un momento a la exasperación.
Parecía haber estado aguardando con paciencia el desenvolvimiento de mis ideas. Me contemplaba. Creí que, prevenida de que no aceptaba su opinión, me hablaría ya con ese acatamiento a mi persona que su presencia en mi cuarto dejaba suponer.
Pero no. Dijo:
—Todos, casi todos, somos pequeños hechos. Elaboramos presente menudo y, en consecuencia, pasado aborrecible.
Me tomó de un hombro, aferrándose con la mano abierta, y me dijo:
—Tengo miedo de elaborar culpas, para que el pasado no sea más poderoso que el futuro.
No eran para mí reparos nuevos, pues podían confundirse con los de toda mujer que formula la última vacilación antes de su entrega pasional. No obstante…¿por qué me penetraban de tan inquietantes impresiones? Cuando hablaba de sí misma, ¿no podía creerse que hablaba de mí? ¿Por cuál razón su lenguaje era tan extraño y enjuiciador? ¿Por qué motivo se pronunciaba de una manera tan conceptual e inoportuna para una situación semejante?
Todo era demasiado ambiguo, pero no me parecía que la ambigüedad estuviera en ella, sino que emanara de mí mismo y que esa figura femenina, a mi lado, no fuese verdadera, sino una proyección de mi atribulada conciencia, una proyección corporizada por los poderes de mágica creación que posee la fiebre.
—Tengo miedo —repetía aún con tristeza y se me ocurrió que esa tristeza no le pertenecía, que era mía y muy añeja.
—Tengo miedo —decía, y yo también tenía miedo y quise decírselo sin la vergüenza de las palabras. Con mi mano busqué la suya y la tomé y estaba ardiente, y esto me hubiera confortado si no se hubiese deslizado en mí la sospecha de que mi mano derecha tomaba mi mano izquierda, o la izquierda a la derecha, no podía saberlo.
No podía saber si había mujer, no podía saber si dialogaba con ella. Yo no sabía, no conseguía saber si todo eso estaba sucediendo o no.
Y en medio de este desorden y esta incertidumbre, me pareció que ella se volcaba en un intento desesperado de borrar lo dicho, de anular el caos que había establecido con el razonamiento.
Me besó como para hacerme llagas. Me besó infinitamente.
Tomaba, con aquellos besos, mis fuerzas.
Era de una sensualidad dominadora y, sin embargo, capaz de cavar y dejarme vacío hasta hacer que ya no la deseara.
Sólo mis labios tomaba y a través del beso, como en una absorción, parecía llevarme allá, adonde no sé, ni nada hay, nada es. Todo se negaba.
Mis fuerzas se agotaban antes de donde es posible la voluntad. Terminaban… Terminaban… Sin sobresaltos, ya sin sobresaltos, quedamente, terminaban.
Y todo era… un acogedor y dilatado silencio.
No de la primera semana, sobre la cual forzosamente tenía que declararme inhábil para juzgar, sino de las inmediatas puedo decir que ignoro si se me escapaba el entendimiento o es que yo prefería no entender.
Me dejaba estar, en el lecho pegado a la ventana y por la ventana la mirada alcanzaba una palma y un retazo exiguo de maleza. Consentía que se me administrase la sopa de mandioca y la otra, más rara, de tuétano, como a un niño, por cucharadas que me llevaban con solicitud a la boca.
De noche, en esa estrechez, veía acostarse juntos a Emilia y Fernández. A veces de día, un rato, y después ella hacía sus tareas cantando. No siempre supe que eran Emilia y Fernández, sino un hombre y una mujer. Esto pude percibirlo bien.
Una tarde en que ella me daba la sopa, levanté los ojos, tanteando, y estaba tan servicial y sin enojo que me atreví a decirle:
—Emilia…
Pero creo que mi voz, de inactiva, no salió, y ella no pudo ver sino mi esfuerzo por hablar y eso cierto de que la reconocía.
Llamó a Fernández.
Él traía en brazos a mi niño y mi niño estaba limpio y lleno, y parece que el llamado los sacó de una mutua diversión que les había dejado regocijo en el rostro.
Emilia y Manuel me consideraron con voces bajas y, creo, temerosas de esperanzas antes de tiempo.
Por ese respeto cauteloso que les vedó acercarse, no vieron el llanto bueno en mis ojos.
Compartí su mesa. Comidas virtuosas: judías, mandioca, queso, la polenta,
mpaipig
, el
mbeyú
de choclo.
Virtuosa era también su coyunda, con sacramentos del cura que pretendió dármelos en artículo de muerte.
Mi niño fue bautizado Diego, por mí, y Luciernes, por la madre, había pasado a ser de nombre Diego, de apellido Fernández.
Caminé, de ensayo, hasta la barranca. Anduvo a satisfacción la prueba más brava que me impuse, de llegar, ascendiendo, hasta el sitio donde una siesta me instalé por ver la ruindad de mi segunda familia.
Di con el tocón vetusto y me fue útil para un respiro, complacido de la hazaña.
Miré hacia abajo, hacia el rancho.
Ellos, ellos dos, seguían mi proeza con un gozo prudente.
Manuel abrazaba a Emilia por los hombros. Ella se dejaba tener, confiada, y nadie podía decir que fue una mujer irritable y puerca. Cinco años mayor que Manuel, eso sí, seguía y seguiría siendo.
Persona alguna, me dije, puede realizar
mi
amor,
mi
bondad,
mi
sacrificio, pero puede proceder por mí. No obstante, si me lastima, sin celos, que Manuel lo haya hecho, es que no he perdido la compasión ni la magnanimidad.
La prueba inmediata fue más severa: hasta una calle y una casa apartadas, por el norte, de la piña.
Indagué.
El señor Soledo, su esposa misia Lucrecia, un mulato y una esclava, Tora de apelativo, partieron con destino al Brasil entre cuatro y cinco semanas antes.
Ése era el inventario, con una sola y única mujer blanca.
Mi cuerpo agotado soportó peor el retorno.
Demoré más de lo que podía tener tranquilos a Emilia y Manuel.
Yo me sostenía en los barrotes de una ventana, por darme descanso antes de otro trecho de marcha, y vi venir a Manuel, seguramente echado a las calles por buscarme. No intenté seguir caminando. Él me ayudaría.
Era, aún, mi secretario. Sentí deseos de instarlo con ademanes a que se apresurara. Yo necesitaba saber si él había guardado para mí algún mensaje de Marta.
Vicuña Porto era como el río, pues con las lluvias crecía.
Cuando las aguas del cielo tórrido se derramaban sobre la tierra, se hinchaba la lengua larga de la corriente, mientras Vicuña Porto escapaba de aquellos suelos asiduamente mojados.
Entonces, si una vaca se perdía, culpa se echaba al río, el lamedor de la gula incesante, y si un mercader moría, en la cama destripado, ya esa culpa era de Porto.
Con cada año —e iban dos— Vicuña Porto aumentaba: era un hombre numeroso y la ciudad le temía.
Temerosa vivía de él, mas sin alzar el garrote, hasta que vino el incendio y tomó una cuadra y dos y tres, y cada cual escuchaba abrasarse aquellos palos tal y como si fueran huesos.
La ciudad se decidió y quiso cazar a Vicuña.
Pero unos decían que era el tiempo de su llegada y otros el tiempo de su partida, y nadie podía decir si estaba o no en la ciudad; se dio inútil batida en ella y luego se puso en pie una columna de guerra, contra Vicuña y su gente, para alcanzarlo en su guarida y para alcanzar su muerte.
Pedí plaza en la legión.
Nadie sabía por qué.
Nadie vio nunca a Vicuña, ni sospechaba su traza. El nombre era de él y nadie se lo había dado.
Vicuña… y un tiempo ido. Vicuña… y el corregidor. ¡Yo conocía su nombre y conocía su cara!
El gobernador me tomaba una mano con las suyas y no cesaba de despedirme, incrédulo de mi partida hacia el norte, tan contraria a la anhelada de siempre.
Me dijo, por fin, con la solemnidad del cargo en las mejillas, que «Su Majestad celebraría este retorno a las armas y más el triunfo, que sabría compensar».
Ésta era la promesa necesaria, coincidente con la evidencia de que una arriesgada empresa de armas, en bien del sosiego de la población, me pondría en la mano del monarca, para que él me colocase donde a mí mejor me acomodara.
El triunfo sería una ronda, dada con séquito. Vicuña Porto no podría disimularse como hacendado, colono o peón de yerbal. Donde diésemos con él, yo sabría reconocerlo.
Había atendido a mi servicio, en la época del corregimiento. Desleal, alzó indios, promovió rapiña y nunca se dejó apresar, hasta extinguirse el ruido de sus correrías, por otros rumbos que tomó y pacificaron las tierras a mi cuidado.
El jefe del regimiento no me otorgó mando. Me dijo que tendría yo entera autoridad, pero el pelotón llevaría a su frente a un oficial del servicio activo y de las propias tropas.
Era un desdén, el del jefe, embozado de respeto. Una cautela, me dijo, por darme seguridad y un mínimo de cuidados, puesto que los soldados, en campo crudo, se volvían ariscos y remolones.
Del cuartel partimos los dos, el oficial, capitán Parrilla, y yo, con mínima escolta. El grueso, de veinticinco hombres, había marchado adelante, más de mañana, por lo mucho de las caballerías, diez caballos de recambio por cada uno, y del ganado vacuno para alimentación.
No hubo pues revista ni gala alguna, que yo hubiese apetecido, tal vez por que me viese mi Diego.
Una vaca indócil de larguísimos cuernos gastaba sus fuerzas por escapar del hato y cuatro soldados fingían ser impotentes para reducirla, buscando ocasión de dar rienda a los caballos y salir del ritmo quedo de la marcha.
Nos acogieron, pues, el polvo y un parcial desorden.
Pasamos adelante. Parrilla malhumorado.
Me volví en la silla. Quería advertir a la ciudad que regresaría a ella sólo de paso. Una cabeza, la de Vicuña Porto, me franquearía ese mejor destino que no me depararon méritos civiles, intermediarios ni súplicas.