—Calla... —la calmó—. Vamos, ahora te estás poniendo tonta.
—¿Tú crees?
—Sí. Mira, esto no es nada. Mañana iré allí en el helicóptero, haremos el trabajo y volverás a estar conmigo antes de que te des cuenta.
—Haces que parezca fácil.
—Es fácil.
—¿Lo es? ¿De verdad lo es? Despierta, Mike. Por si no te habías dado cuenta, ya nada es fácil. Encontrar comida no es fácil. Estar caliente, seco y oculto no es fácil. Estar en silencio no es fácil. Conducir por el país corriendo de un lugar a otro no es fácil, de manera que no seas paternalista conmigo diciéndome que subirse a un jodido helicóptero con un hombre al que apenas conocemos y volar Dios sabe cuántos malditos kilómetros para limpiar la población ya muerta de esa isla va a ser fácil.
—Mira —replicó Michael, que empezaba a enojarse por el pesimismo de Emma—, mañana tengo la oportunidad de hacer algo que puede asegurarnos el futuro. Y para ser sincero, creo que lo debo hacer porque no me fío de que ninguno de esos cabrones del piso de arriba sea capaz de hacerlo. Con esto no podemos correr riesgos.
—Todo eso lo sé —replicó Emma, en un tono igualmente emotivo—. Sé por qué vas a ir y sé qué se debe hacer, pero nada de eso hace que sea más fácil asumirlo. Lo único que quiero es que no vayas, eso es todo. Eres todo lo que me queda.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jack Baxter.
Kelly Harcourt levantó la mirada y asintió. Estaba derrumbado en un asiento situado en las sombras del rincón más alejado y tranquilo de la sala, en lo alto de la torre de control. Kilgore estaba dormido, hecho un ovillo en el suelo a sus pies, como un perro fiel. A diferencia de él, Kelly no podía desconectar. La cabeza le daba vueltas, llena de pensamientos oscuros y con frecuencia dolorosos. El combate duro y sangriento delante del búnker y el viaje posterior que los había traído a aquel lugar había sido una experiencia larga y difícil. Pero ahora, sentada allí en medio del silencio y la calma, no había nada más en que pensar que la lúgubre inevitabilidad de su futuro inmediato.
—No, no estoy bien —le contestó a Jack, con lo que él pensó que era una honestidad admirable—. ¿Y tú?
—Estoy bien —contestó, acercando una silla y sentándose a su lado.
Jack contempló a la soldado que miraba impasible al frente, por la ventana, hacia la oscuridad. Por primera vez desde que abandonaron la base, Jack pensó que parecía rara y fuera de lugar con su pesado traje de protección. En el caos del último día y medio se había acostumbrado a ver soldados, armas y helicópteros, pero de repente parecía que Kelly Harcourt y Kilgore no encajaban en el entorno. Podía ver sus ojos negros y melancólicos detrás del visor. Pobre chica, debía de tener poco más de veinte años. Lo sentía mucho por ella, pero ya estaba empezando a lamentar el haberse sentado a su lado. No había absolutamente nada que él o cualquier otro pudiera hacer para ayudarla, o para amortiguar el golpe de lo que iba a ocurrir casi con toda seguridad en el futuro más cercano. Se había sentado con la intención de iniciar una conversación, pero ahora no sabía qué decir.
Jack estaba a punto de levantarse e irse cuando habló Kelly. Se había dado cuenta de que no quería estar sola.
—A mi padre —empezó, su voz plana y vacía— le habría gustado esto. Le gustaban los aviones. Se estaba volviendo un verdadero abuelo a la antigua usanza. Solía llevar a los hijos de mi hermana al aeropuerto y se pasaban todo el día viendo el despegue y el aterrizaje de los aviones.
—A mí nunca me han llamado la atención —admitió Jack.
—A mí tampoco. Pero a mi padre le encantaban. Lo deberías haber visto en mi jura de bandera. Mamá me explicó que le tuvo que recordar que me tenía que mirar a mí. Se pasó todo el tiempo contemplando la base y admirando el equipamiento en lugar de mirarme.
La conversación se difuminó. Sintiéndose ligeramente más cómodo, Jack habló de nuevo.
—Dime, ¿cómo es que acabaste de uniforme?
—Tenía dos hermanos mayores en el ejército. Como te he dicho, a mi padre siempre le interesó todo lo militar, así que supongo que crecí rodeada de todo eso. No sabía lo que quería hacer cuando dejase la escuela, de manera que de alguna forma me tropecé con esto. Supuse que lo que era bueno para mis hermanos era lo suficientemente bueno para mí.
—¿Contenta de haberlo hecho?
—He tenido algunos momentos buenos. Conocí a buena gente.
—Hablas como si ya hubiera pasado.
Kelly suspiró.
—Venga ya, Jack. Corta el rollo. Sabes que es así.
—Pero ¿no te sentías así cada vez que ibas a luchar? Lo que quiero decir es que —replicó Jack, intentando encontrar las palabras adecuadas— sabías que estabas poniendo tu vida en juego cada vez que cogías tu arma.
—Esto es diferente —explicó Kelly—. Al menos en el campo de batalla tienes una oportunidad. Aquí sólo estoy sentada y esperando que ocurra, y eso es lo que hace que sea tan jodidamente difícil asumirlo. No hay nada que pueda hacer al respecto. Nadie puede hacer nada.
—Lo siento, no debería haber...
—Olvídalo. No es culpa tuya.
Jack se preguntaba si sería mejor para los dos que se pusiera en pie y se fuera en ese mismo instante. O quizá debía quedarse e intentar hablar un poco más y arreglar un poco del daño que ya había hecho. La lástima que sentía por esta mujer joven era asfixiante y humillante. No podía imaginar ni de lejos cómo debía de sentirse Kelly.
—Si pudiera volver atrás —dijo Kelly en voz baja—, nunca me habría alistado. —Su voz, aunque amortiguada por el aparato de respiración, sonaba de repente al borde de las lágrimas y llena de arrepentimiento—. Probablemente habría dejado la escuela y habría conseguido un trabajo normal como hicieron todas mis amigas.
—¿Por qué dices eso?
—Porque si no me hubiera alistado, ahora no estaría aquí sentada hablando contigo y esperando la muerte. Si no me hubiera alistado, probablemente habría muerto el primer día, como debería ser. Habría muerto cerca de mi madre o de mi padre o de mi novio, no aquí sola.
—No estás sola.
—No conozco a nadie, excepto a Cooper y a este idiota —suspiró, moviendo suavemente al soldado en el suelo con la punta de la bota—. Honestamente, Jack, de esa forma habría sido mucho más fácil.
—Pero no lo sabes. Es posible que...
—Por favor, no intentes que me sienta mejor con algún rollo. No tiene sentido.
—Es posible que puedas respirar —continuó Jack—. Aquí estamos al menos cincuenta que lo podemos hacer.
—Y hay millones de personas muertas ahí fuera que no pudieron. Creo que existen muchas posibilidades de que no sea inmune, ¿no crees?
—Pero has llegado hasta aquí, ¿por qué vas a parar y rendirte ahora?
—Porque ahora que me he parado puedo ver que no tiene sentido. Sólo estoy prolongando lo inevitable. Ocurrirá tarde o temprano.
—¿Por qué no puede ser más tarde que temprano?
—No existe nada que valga la pena. De todas formas, tú te habrás ido muy pronto.
—Ven con nosotros.
—¿Para qué? Puede ocurrir aquí como en cualquier otro sitio. Si sois mínimamente sensatos, no os vais a preocupar en llevarnos a Kilgore y a mí a vuestra isla. Ocuparíamos un espacio de carga precioso. Lo podréis utilizar para llevar algo que pueda ser útil.
—Puede que en la isla exista algún sitio que podamos adaptar...
—Cállate, Jack, no funciona. Te agradezco tus palabras, pero sólo te estás cavando un agujero cada vez más hondo. Honestamente, ¿qué vais a hacer? Sólo hay un pueblo en la isla, por el amor de Dios. Ni siquiera sé si hay un hospital. No habrá lugar para mí. ¿Estás pensando en crear una burbuja alrededor de una casa para que podamos vivir en una jodida tienda de oxígeno? Gracias por preocuparte, pero no va a ocurrir.
Al final, Jack se dio cuenta de que realmente había llegado el momento de dejar de hablar. Tenía buenas intenciones, pero ella tenía razón, no estaba siendo de ayuda.
—Entonces, ¿qué vas a hacer? —le preguntó al cabo de un rato.
Silencio.
—Nada —acabó contestando—. Me quedaré aquí sentada dentro de este maldito traje hasta que no pueda soportarlo más. Entonces acabaré con esto.
A la mañana siguiente, Michael se despertó dolorido. Emma y él habían pasado la noche durmiendo juntos en el suelo de la pequeña habitación que habían encontrado. Él se había tendido sobre el duro suelo de hormigón y Emma se había acomodado encima de él. Le dolían todos los huesos del cuerpo. Abrió los ojos y miró a su alrededor. La difícil conversación que habían mantenido le seguía retumbando en la cabeza. Le dio un vuelco el corazón al recordar que se iría aquel día.
Emma seguía durmiendo. Michael salió con cuidado de debajo de ella y se aseguró de que estuviera cómoda y abrigada antes de abandonar la habitación y atravesar el vestíbulo principal. Abrió la puerta y salió a una mañana soleada y fría. El cielo estaba despejado y azul, el sol lucía con fuerza. Un viento racheado soplaba por el aeródromo, de manera que la brisa fría lo despertó del todo. A corta distancia delante de él se encontraba el helicóptero; el sol brillaba en sus superficies curvas y se reflejaba en su dirección. Lo estuvo contemplando durante un momento, antes de recordar la razón por la que había salido. Encontró un rincón del edificio menos a la vista, se apoyó en la pared y empezó a vaciar la vejiga.
—Buenos días, Mike —saludó de repente una voz, haciendo que diera un respingo.
Miró a su alrededor y vio que era Donna. Estaba sentada en una silla plegable al borde de la pista, mirando hacia el otro lado del aeródromo a los cuerpos que se encontraban fuera de la lejana alambrada. Un par de meses antes, Michael se habría sentido mortificado porque lo hubieran visto orinando en público de esa forma. Ese día no le importaba.
—Buenos días —respondió indiferente, mientras dejaba caer la gotita, se subía la cremallera y se limpiaba las manos en la hierba húmeda—. ¿Te encuentras bien?
—Bien —contestó Donna, protegiéndose los ojos del sol mientras él se acercaba.
—¿Qué estás haciendo aquí fuera?
—Al principio lo mismo que tú —respondió, ciñéndose a los hechos—. Aparte de eso, no gran cosa. Sólo quería que me diera un poco el aire. Aún no me he podido acostumbrar a estar así al aire libre.
—Aunque hace mucho frío, ¿no te parece?
Donna lo miró. Parecía distraído.
—¿Estás bien?
Se agachó a su lado, pero no respondió de inmediato. Desde allí, los cuerpos al otro lado de la alambrada parecían a kilómetros de distancia. Desde la lejanía no podía distinguir las siluetas por separado, sólo el movimiento constante de una masa putrefacta de color gris verdoso. Phil Croft había mencionado que creía que los cadáveres no serían capaces de seguir viendo a los supervivientes durante mucho más tiempo a causa del deterioro constante de sus caras y ojos. Era posible que su visión limitada se hubiera reducido, pero el hecho de que siguieran al otro lado de la valla en un número tan grande parecía demostrar que la teoría del médico era errónea.
—Cooper me ha dicho que nos dejas —comentó Donna.
—Haces que suene como un adiós definitivo. Creo que nos iremos en el día de hoy. Supongo que todo depende de que Richard pueda volar con este viento.
—¿Y cómo se lo ha tomado Emma?
—Está extasiada —respondió Michael sarcástico—. Sí, está realmente entusiasmada.
—Apuesto a que sí.
—Lo comprende.
—Lo que ocurra en Cormansey es importante.
—Lo sé.
—¿Te das cuenta de lo importante que es? Esto puede suponer la diferencia entre vivir y sólo existir, Mike. Ésta es la mejor oportunidad que hemos tenido, y es probablemente la mejor oportunidad que vayamos a tener.
—Lo sé —repitió él.
Michael se puso en pie, se sacudió y se encaminó hacia la pista de aterrizaje. Pensaba en lo que acababa de decir Donna, y de repente le cayó encima la gravedad e importancia del día. Hasta ahora no se había parado a pensar en detalle lo que iba a hacer. Sin duda, había considerado el lado práctico de ir a la isla y ayudar a liquidar a los muertos y empezar a construir un futuro para el grupo. Sin embargo, ahora, al aire libre, con el viento cortante azotándole la cara y el olor de los muertos suspendido en el aire, empezó a valorar en toda su amplitud la magnitud de la tarea que tenía por delante. Detrás de él, Richard Lawrence salió por la puerta en la base de la torre de control y se acercó hacia donde estaba sentada Donna.
—¿Estáis los dos bien por aquí fuera? —preguntó.
—Sólo quería que me diera un poco el aire —contestó Donna, ofreciéndole la misma respuesta que había dado a Michael unos minutos antes—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que lo pudimos hacer.
Michael se dio la vuelta al oír la voz del piloto.
—A ver si nos podemos ir hacia mediodía, ¿de acuerdo? —comentó Richard.
—¿Todo irá bien con este viento?
—Créeme, esto no es nada —contestó, riendo—. Recientemente he despegado en condiciones mucho peores que éstas. Confía en mí, colega, éste es un buen día para volar. Quizás un poco de brisa, pero nada que no pueda controlar.
Michael había esperado en silencio que se produjera un retraso. Los acontecimientos se estaban desarrollando a una velocidad incómoda y quería pasar algún tiempo con Emma antes de irse. Habían estado juntos casi cada minuto de las últimas ocho semanas y ahora que se iban a separar, cada segundo que quedaba parecía de repente mucho más precioso. Se dio la vuelta y corrió hacia la torre de control para estar con ella.
La mañana desapareció en minutos. Por primera vez en sus recuerdos recientes, Michael rezaba para que el tiempo se ralentizase. El despegue se había retrasado una hora, pero no era suficiente. Quería que se retrasase más.
Las poderosas palas del rotor del helicóptero se deslizaron a través del aire sobre sus cabezas mientras Richard conducía a Michael, Peter Guest y un adolescente llamado Danny Talbot sobre la tierra muerta. El asiento libre entre Michael y Peter estaba abarrotado con sus pertenencias y víveres, que ocupaban hasta el último milímetro de espacio libre.
Lo que para Richard se había convertido con rapidez en un viaje regular y casi común y corriente, para sus pasajeros era una experiencia mucho más inquietante. Además de estar habituado a volar, Richard también se había acostumbrado a la visión desde el aire de un paisaje desolado. Para Michael, Peter y Danny, el turbulento viaje fue un aprendizaje duro, un doloroso recordatorio de la escala casi incomprensible de la devastación en la tierra.