Zoombie (18 page)

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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

BOOK: Zoombie
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Era tarde y no había tiempo que perder. Decidimos compartir una cena a la que no pude evitar atribuirle connotaciones religiosas: «la última cena», pensé. Dimos buena cuenta de unas latas de conserva, regadas con un vino de poca calidad que contribuyó a calentarnos por dentro. La asechanza humana bebió más de la cuenta, pero nadie osó decir nada. Supongo que todos pensamos que incluso podría venirle bien: tal vez sentirse un poco más desinhibido de lo habitual le confiriese alguna cualidad de la que sacar partido, aunque no adivino cuál, sinceramente. Aparte de eso, la cena transcurrió en medio de una incómoda mudez. Un hecho protagonizado por Serpiente, que a la postre se revelaría como un gran descubrimiento, se convirtió en el protagonista de esos últimos instantes de relativa seguridad.

En el epílogo de la ingesta alimenticia, Serpiente, o, mejor dicho, el cuerpo del susodicho —pues la acción que a continuación expondré no respondió a un acto voluntario, tal y como quedaría en evidencia—, contraviniendo la prohibición de expulsar aerofagias de cualquier tipo, profirió un excepcional eructo, tanto en decibelios como en su arco temporal o en las diferentes tonalidades que registró. Incluso podría decirse que se adivinaban en el registro, como ocultas, palabras que viajaron a caballo de tan descomunal regüeldo. Todos echamos mano de nuestras respectivas armas, e incluso su inseparable colega, que se encontraba a su lado, hizo ademán de apuntar a su amigo. Si no llega a ser por la consiguiente petición de disculpas por parte del protagonista, no estoy seguro de cómo habría acabado tal escena. Sirva la presente transcripción para dar respuesta a la incógnita.

—Serpiente: ¡Eh!, ¡eh!, ¡perdón!, ¡perdón, jolines! No es para tanto. Se me ha escapado… lo siento —apuntó azorado, viendo las intenciones de todos.

—Donovan: ¡Recórcholis
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! Pero si ha sido como un Z. ¿Lo habéis oído? —dijo, mirando a los demás.

—El Cid: Mecachis en la mar. Ha sonado igual que los ruidos esos de los Zeta, pensé que nos atacaban.

—Trancos: ¡Es increíble!… ¿Cómo lo has hecho?

Serpiente, aceptando el reto, volvió a proferir otro de similares características. No pude más que mostrar mi extrañeza.

—Las similitudes con el sonido emitido por un Zeta son evidentes, no desmerece en absoluto.

El sol se ocultaba detrás del horizonte antes de que un sonido similar respondiese desde la lejanía a los dos anteriores. Un escalofrío recorrió mi cuerpo.

—Donovan: ¡Te han contestado, quillo! ¿Lo habéis escuchado? ¡Que te han contestado esos machos cabríos
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!

El evento era tan inusitado, que nadie se atrevió a reconocer lo evidente. Esperamos la repetición, aunque no se produjo.

—Serpiente: Perdón, no volverá a pasar. Lo juro por mis antepasados.

Tengo que reconocer que la sorpresa ante lo sucedido me jugó una mala pasada, pues dio tiempo a mi rival a expresar una idea que seguramente lo ayudará a mantenerse en su puesto: habría sido cuestión de tiempo para mí, porque era una sugerencia evidente, pero fue él quien se anotó el tanto. He decidido, por otra parte, eliminar del presente ID, en una posterior revisión, todos aquellos párrafos que pequen de un exceso de sinceridad por mi parte, ya que podrían ser interpretados de forma malévola por mentes envidiosas y malintencionadas; seguiré con la práctica, pues podría aprovecharlos para dotar al texto de un mayor carácter literario en su versión final.

—Trancos: Sí, de momento no vuelvas a hacerlo. Aunque puede que nos resulte provechoso en otras circunstancias. ¿Puedes repetirlo cuando quieras?

—Serpiente: Hombre, cuando quiera, cuando quiera… no. Necesito estar en condiciones, no sé, con un refresco de cola me salen bastante apañados, modestia aparte.

—Donovan: Sí, sí… El tío siempre ganaba los concursos en el parque cuando chiquitillo. Para eso es un fiera, un figura…

—Quieres decir que con una bebida gaseosa puedes proferir, digamos… esas llamadas, siempre que quieras.

—Serpiente: Más o menos…

—Bien, contamos entonces con un arma secreta, un señuelo que podremos aprovechar a nuestra conveniencia en determinadas situaciones… Pasas a tener prioridad como activo bélico.

—Serpiente: Oye, no te pases, vale. ¿Eso qué es lo que es?

—Trancos: Que nos conviene mantenerte con vida.

—Serpiente: Eso está muy bien.

La oscuridad nos sorprendió sumidos en tan surrealista discusión, lo que provocó nuestra estampida hasta la azotea. Subimos con premura por las escaleras que daban acceso a la terraza, no sin antes cerciorarnos de que la vivienda no contenía ningún tipo de sorpresa en forma de Z que nos encerrase a cal y canto por dentro: en principio, la única vía de acceso estaba taponada. Atrincherados debajo del poyete que rodeaba el perímetro de la azotea, ultimamos los detalles del plan: El Cid permanecería a la vista en la pequeña plazoleta de delante de la casa y desde allí esperaría a que apareciesen los Zs; tenía que aguantar el tiempo suficiente para que el blanco resultase sencillo. En principio sólo contábamos con un arma capaz de abatir a los Zs desde esa distancia: la escopeta de caza con mira telescópica que portaba Trancos, quien aseguró tener experiencia suficiente en su manejo para asumir la responsabilidad de ser el francotirador oficial de LR. Una vez emplazado en la pequeña plazoleta, debería aguantar hasta que los Zs se acercasen a la distancia adecuada, momento en el cual los abatiríamos, El Cid se pondría a resguardo entrando por la puerta principal de la casa y repetiríamos la acción una vez la munición hiciese su trabajo.

Antes de poner en marcha el plan, decidimos esperar en el interior de la casa unas horas, durante las cuales no pasó nada destacable. No se habló mucho, y aproveché para ordenar los acontecimientos del día; incluso tuve tiempo de echar una cabezadita mientras los demás se ocupaban en otros menesteres. Agustina ha encontrado en la casa todo lo necesario para coser con la técnica del punto de cruz —creo que me ha comentado— los escudos en las pecheras de nuestras ropas, y aunque se exhiben en su versión minimalista, por las limitaciones de tiempo básicamente, han resultado bastante aceptables. Conservo el diseño original por si en un futuro pudieran aprovecharlo para identificar a los ejércitos surgidos de la Nueva Era, o cualesquiera otros. Eran ya las 11.30 p.m. cuando, por alguna extraña razón, todos convinimos en que había llegado la hora. Fueron momentos duros: el señuelo se disponía a abandonar la trinchera para cruzar las líneas enemigas. Había llegado la hora de la despedida.

—Trancos: ¿Estás seguro de que quieres hacerlo?

—Agustina: Por favor, cariño, no lo hagas, nos quedamos aquí y esperamos a que amanezca, mañana seguimos tal y como lo estábamos haciendo.

—El Cid: ¡Venga, venga, mecachis en la mar!, ¡ya he estado en una guerra y aquí me tenéis! Saldrá bien, no se hable más. Sois más jóvenes que yo, y, en caso de que me pase algo…, prometedme que cuidaréis de ella hasta el final —manifestaba de esta manera el motivo que le había empujado a asumir tan fatídico papel—. ¡Dadme un arma!

Trancos entregó la suya sin decir nada.

—Agustina: No lo hagas, por favor, quédate conmigo…

Su fiel compañero no la dejó terminar: puso la mano en la boca de su mujer impidiendo que siguiese hablando y concluyó la conversación diciendo:

—El Cid: Cariño, soy viejo… Y si les pasa algo a alguno de ellos tendrías menos posibilidades. Si me pasara algo… Cuando esto acabe, quiero que olvides viejas rencillas y cuentes a nuestros nietos lo que hice por ellos…

Dejamos a solas al matrimonio para que llevaran a cabo tan penoso trámite, que no se demoró en exceso: El Cid abrazó a su mujer y se despidió besándola en la frente. La emoción me embargó, cosa bastante extraña en mí, por lo que deduzco que para los demás tuvo que resultar de lo más sentimental. Ni que decir tiene que Donovan y Serpiente se deshicieron en elogios haciendo constantes alusiones al tamaño de los genitales del voluntario y recurriendo a otras frases que no llegué a entender del todo. Trancos, por su parte, estrechó la mano de El Cid con admiración y con una mueca de agradecimiento finiquitó el trance. Por mi parte, pronuncié la siguiente despedida:

—No te quepa duda, amigo mío, me encargaré de que tu nombre quede grabado en los libros de historia, de que…

No sé por qué razón el homenajeado no me dejó acabar la improvisada oda a tan honorable acción: supongo que no quería enfrentarse a la misión con apegos sentimentales que pudieran hacer mella en su ánimo. La cuestión es que atajó mi homilía poniendo la mano en mi hombro y esbozando una leve sonrisa con la que me dio a entender que no era necesario. Encaró la puerta de acceso a la azotea para dar cumplimiento a la misión (a la que no habíamos puesto nombre) y dijo: «Supongo que tenéis cargadas las armas».

Fue la abnegada esposa quien acompañó a su consorte hasta la puerta de toriles para volver a cerrarla una vez su marido hubo salido al ruedo, no sé decir todavía si en calidad de toro o de torero. Los demás subimos a la azotea. Era una noche gélida, lo que repercutiría activamente en la seguridad del voluntario, quien, ataviado con toda la ropa de abrigo de la que pudimos hacer acopio, se había convertido en una especie de muñeco de trapo: de esta manera su cuerpo quedaba a salvo de los ataques más leves de un Z. Su fiel esposa, para privarle del suplicio invernal, había engalanado a su compañero con toda clase de complementos para el frío, uno de los cuales era una bufanda que sellaba por completo su cuello, la parte más deseada por un Z. En primera instancia, la idea pasó inadvertida, aunque no tardamos en ser conscientes de los beneficios que acarreaba en lo referente a la seguridad personal; al final todos acabamos embufandados y embutidos en ropa de abrigo que protegía prácticamente todo nuestro cuerpo. Donovan parapetó su cuello con un collar de perro con puntas que había encontrado en la casa: estéticamente no me resultaba nada atractivo, aunque tengo que reconocer que en la práctica podría resultar de lo más útil. Ni que decir tiene que el artífice de tan casual descubrimiento se mostró de lo más orgulloso y se dedicó a pavonearse en cuanto la ocasión le era propicia.

Apostados en la azotea, con el único testigo del disco lunar en su máximo esplendor, esperábamos que la añagaza saliera al exterior y se colocase en el lugar indicado. Si bien la visibilidad no era nuestra mejor aliada, era lo suficientemente buena como para dar en el blanco desde la distancia. Escuchamos los goznes de la puerta anunciar la salida de nuestro compañero, y un leve portazo dio el pistoletazo de salida a nuestra nueva misión. El Cid no podría volver a entrar hasta que el campo estuviese despejado, ya que una entrada precipitada desvelaría nuestra posición. Pronto aparecería ante nuestros ojos la figura de éste avanzando hasta el centro del claro que representaba la plazoleta desde donde ejercería su papel de protagonista. Llegado al epicentro de la plaza, se giró hacia nosotros alzando el dedo pulgar en señal de que estaba listo. El ardid estaba urdido, sólo quedaba esperar tener una buena cacería.

Fueron unos minutos de enorme tensión. Apuntábamos en todas direcciones buscando un posible blanco, aunque no parecía haber ningún movimiento. Al cabo de una media hora nos relajamos un poco y empezamos a sentir las agujas del frío atravesando nuestros cuerpos. Un comentario fortuito precipitaría los acontecimientos.

—Serpiente: ¡Hostia, hace más frío que cogiendo rábanos, niño! Me estoy quedando pajarito.

—Donovan: Yo también tengo los genitales
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helados, quillo. Un traguito de aguardiente no nos vendría mal. Anda, líate un porrito.

—Trancos: ¡Ni hablar de encender nada! Un cigarrillo podría delatarnos antes de tiempo, y eso podría resultar fatal para nuestro amigo. Además, debéis estar en perfectas condiciones, no quiero que se os escape ningún tiro.

—Tienes razón, aunque siento ser yo quien apunte que con este frío lo estará pasando mal. No podemos demorar la espera mucho más tiempo. Es posible que todavía tarden en aparecer; no sabemos si siguen algún patrón de conducta y si eso los llevará hasta nosotros. Me temo que si la montaña no va a Mahoma…

Era necesario agilizar el proceso, ya que, en las condiciones ambientales en las que nos desenvolvíamos, el frío pronto haría mella en nuestras voluntades.

—Serpiente: ¡Que se fastidie
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la montaña!…

—Trancos: Entiendo. Pretendes llamar su atención, ¿no? Pero lo del cigarrillo es demasiado arriesgado para todos. Tenemos que encontrar una alternativa…

Se paró en seco y se quedó mirándome. Por suerte siempre contaba con la mano tendida de Trancos en forma de comentario inteligente.

—Exacto —contesté, intuyendo que había cazado la idea.

—Trancos: Él —dijo, señalando a Serpiente.

—Sí.

—Donovan: Oye, que estamos aquí. A ver si dejáis ya de cuchichear delante de nuestras narices. Dejaos ya de tonterías o la vamos a tener.

—Trancos: Utilizaremos a Serpiente y a su… «llamada de apareamiento». De esta manera podremos atraerlos hasta nosotros y ahorraremos tiempo. ¿Puedes hacerlo?

La inusitada capacidad de nuestro compadre para proferir eructos que imitaban los sonidos de los Z sería bautizada como «llamada de apareamiento», de tal manera que su utilización iba precedida de la invocación de esta frase.

—Serpiente: Hombre, así… en frío…

—Si lo que necesitas es el estímulo de una bebida gaseosa, he observado que en la nevera había un par de latas que podrían ayudarte.

—Donovan: Ya voy yo, quillo, no te preocupes, tú estate aquí tranquilito y prepárate.

Nos quedamos en la azotea esperando la vuelta del improvisado camarero con la lata que ayudaría en la ejecución de la «llamada de apareamiento». En breve aparecía por la puerta con dos latas en la mano, una a medio terminar y la que había asignado a su compañero. Serpiente empezó a consumir la bebida con largos tragos, haciendo paradas momentáneas y resoplando de tanto en tanto. Viéndolo, se diría que estaba a punto de batir algún récord, pues recordaba a los atletas antes de enfrentarse a la prueba que les haría subir al podio. Luego los tragos se hicieron más cortos, y acompañaba el gesto con leves movimientos laterales de cabeza mientras nos hacía señas que daban a entender que todo iba correctamente. Se aproximó al borde del poyete de la azotea, desde donde dejó escapar algunos eructos de carácter menor, supongo que con carácter preparatorio, y, cuando nadie lo esperaba, surgió de su garganta el más desmedido eructo del que jamás había sido testigo: doy fe de que si no lo estuviera viendo con mis propios ojos, no daría crédito. Con la boca entreabierta y ligeramente inclinado hacia delante, con el cuello en hiperextensión (como un lobo de la pradera), emitió un sonido infrahumano que se prolongó en el tiempo durante unos quince segundos, lapso durante el cual incluso pudo variar el tono del regüeldo a base de leves modificaciones en el diámetro de la boca. Creí reconocer incluso algunos guisantes de la cena conforme desembocaban y se precipitaban azotea abajo, aunque no puedo asegurarlo dada la limitada visibilidad. Todos asistíamos atónitos y expectantes al escatológico espectáculo, intentando adivinar hasta cuándo podría prolongarlo. No me imagino cómo reaccionaría El Cid, al que no habíamos puesto sobre aviso, ni a Agustina, quien aguardaba en la puerta para abrir a su marido en caso de necesidad y que aparecía por la puerta con los ojos desorbitados justo cuando su autor daba por finalizado tan memorable eructo. Sólo su compinche, acostumbrado a tan lamentable demostración de capacidad expulsora de aire estomacal, reaccionó.

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