Zoombie (3 page)

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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

BOOK: Zoombie
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No puedo asegurar que mi discurso fuese al cien por cien tal y como lo he transcrito, pero básicamente éstas son sus líneas maestras. Y las posibles omisiones, no siendo importantes, tampoco varían en exceso. Queda patente que el argumentario era el adecuado, al igual que los motivos y el propósito. Dejo en todo caso que sea el posible lector quien juzgue y tilde, o no, de inadecuada la resolución de mi interlocutor, que se limitó a apuntarme directamente al entrecejo con su pistola y, sin mediar palabra, me cerró la puerta en las narices. Ante tal tesitura, no pude más que recoger las viandas del suelo y volver a casa; después de meditar, he decidido no perder el tiempo en análisis estériles y he seguido con mi plan para el día de hoy: ir al centro comercial.

Un último vistazo a través de la ventana confirmaba que no había Zs en la costa. Más bien las calles estaban desiertas. Era evidente que todos habían abandonado el pueblo, y los que quedaban no estaban por la labor de salir de sus casas. El trayecto hasta el centro comercial se hizo agradable. Si no nos estuviera aniquilando un ejército de Zs, hoy podría haber sido un gran día. Eché de menos saludar a algunos de mis vecinos, comprar el diario y… tomarme el café; aun así, tuve tiempo de acariciar a
García
, uno de los gatos del pueblo. Lo delicado del momento me hizo volver a la realidad y concentrarme en la misión. Evité, por no correr peligros innecesarios, los lugares con poco sol, como callejones y portales. Crucé el parque donde suelo hacer ejercicio y topé con lo que consideré un golpe de suerte: el súper había abierto sus puertas. Observé con gratitud que el coche del encargado del supermercado estaba aparcado justo en la entrada con la puerta del conductor abierta, hecho que despertó mis suspicacias. No revelo su nombre por salvaguardar su intimidad y por razones que quedarán sobradamente justificadas. Llamémosle XY, un término que describe a la perfección su personalidad; no quiero extenderme en ello, espero que se entienda la sutileza.

No ha sido sino desde la seguridad de mi morada desde donde he podido urdir la trama del calvario del pobre XY, aunque dejaré para el final las conclusiones. En cualquier caso, intenté no dejarme llevar por un arrebato de euforia ante tan inesperada recompensa. El fracaso del trueque todavía rondaba mi mente; el éxito de la operación me habría colocado en una disposición muy diferente: con un arma y unas clases de tiro, el riesgo habría estado controlado. Además, un análisis detallado del panorama reveló incongruencias que provocaron el prurito de la desconfianza, y eso no era presagio de buenos augurios. Como mínimo, he aprendido a prestar atención a una especie de sentido arácnido (que se revela como esa desazón o prurito ya descrito) que me previene de situaciones potencialmente peligrosas.

Sin más preámbulos, crucé las puertas de entrada. No había personal, ni cajeras, ni atención al cliente ni vendedor de billetes de lotería. Tampoco en ninguna de las tiendas que se ubican dentro del centro comercial, ni siquiera en el recinto del súper propiamente dicho, parecía haber nadie. Uno de esos establecimientos, como dije, era el estanco donde debía conseguir el tabaco de pipa. Todo el recinto se encontraba en penumbra, circunstancia que me puso en guardia. Me acerqué con cautela felina al local, sospechosamente abierto, al igual que el resto de las tiendas. Era evidente que algo raro había ocurrido, aunque la falta de pruebas evitó un juicio con bases empíricas, lo que me indujo a seguir adelante. Mi sentido arácnido seguía emitiendo señales de peligro, aunque todavía no era consciente de su importancia. En cualquier caso, a esas alturas, era darse media vuelta y volver a casa con otro fracaso a mis espaldas o regresar como un cazador victorioso, con la pieza deseada: mi tabaco de pipa. Abrí la puerta del estanco y requerí atención… Nada. No insistí: me pareció apropiado autoservirme. Dejé el importe encima del mostrador y cogí el cambio de la máquina registradora. Me decanté por una mezcla aromática presentada en una lata con motivos tribales. Guardé la lata de tabaco en el bolsillo de la chaqueta y abandoné el establecimiento. El éxito de aquella primera intervención contribuiría a subirme el ánimo y al alivio de mis necesidades intestinales sin contratiempos.

Desde el pasillo central fui recorriendo el centro comercial: sección de juguetes, menaje del hogar, deportes, hasta la de herramientas, donde, a la vista de sierras, taladros y hachas, decidí parar y hacerme con una de estas últimas, que empuñé hasta el final del pasillo central, donde se encontraba la sección de bebidas. Durante el trayecto no encontré más que un carrito de la compra, que aparté sin miramientos y que, a la postre, resultaría vital para salvar mi vida, razón por la cual lo menciono. No pude evitar abrir una lata de bebida isotónica: tanto trajín requería una restitución de las sales minerales que había perdido mi organismo como consecuencia del estado de tensión al que estaba sometido. Mi intención era abonar el importe, tanto de la recién adquirida arma como del reconstituyente líquido, aunque el desarrollo de los acontecimientos me impidió cumplirla. El importe, que asciende a 15,20 euros, será abonado a quien corresponda tan pronto acabe el holocausto Z.

Volviendo a los hechos, a mano izquierda del pasillo central se encontraba el almacén. No había tenido noticias de XY, y aunque no se encontraba en la lista de mis prioridades, un encuentro con él me habría sido útil; además, se me había ocurrido que quizá el centro comercial contara con alguna sección o tienda donde adquirir un arma de fuego, cosa que subsanaría el contratiempo con mi vecino.

La única alternativa era mirar dentro del almacén: blandiendo el arma, me dirigí hacia las lamas de plástico que hacían de puerta. Antes de cruzarlas, me pareció prudente vociferar el nombre de XY, un error que casi acaba con mi vida. De entre las lamas de plástico surgió lo que sería mi primera experiencia Z, mi primer encuentro. Un individuo Z es bastante más desagradable de lo que a priori podríamos imaginar: no ya porque físicamente el ser humano sufre una transformación poco favorecedora, sino porque ésta va acompañada de un tufo fétido intolerable a cualquier olfato, además de una halitosis galopante de la que eran presa estos engendros. Un salto ágilmente ejecutado hacia atrás evitó un ataque mortal. Digo mortal porque habría sido el almuerzo del Z. Para profanos en el tema, he de pormenorizar este dato. Cabían dos tipos de ataque

Z: el mortal, ejecutado únicamente para alimentarse, satisface sus necesidades más elementales. Es sumamente agresivo, pues estando famélico la única y máxima prioridad es la de proporcionarse alimento; y el «ataque transubstancial»: en este caso, el Z intenta perpetuar su especie mordiendo a la víctima para transferir su condición. El ataque no es mortal en sí mismo, entendiendo «mortal» en su acepción primigenia, claro. Sume a la víctima en un periodo de letargo durante el cual va experimentando su transformación. Necesita entonces un lugar oscuro y con unas condiciones termohigrométricas concretas. Puesto que XY había sufrido un ataque transubstancial y ya había llevado a cabo el proceso de hibernación, sólo necesitaba comer.

Mi primera reacción fue la de soltar un mandoble que acabó cercenando las manos del atacante, aunque la fuerza imprimida en el acto reflejo hizo que mi única arma de defensa acabase empotrándose contra una garrafa de aceite que escanció el líquido por el suelo. Había perdido el hacha, lo cual me dejaba en una situación de inferioridad manifiesta, pero había privado a mi agresor de su capacidad prensil, lo que dificultaría satisfacer sus necesidades alimentarias mediante un nuevo ataque al uso. XY-Z no pareció experimentar dolor alguno, o al menos no profirió gritos o sonido gutural asimilable que lo evidenciase. Di media vuelta y deshice el trayecto recorrido; al llegar al pasillo central, miré de soslayo a mi perseguidor, que había resbalado con el aceite vertido en el suelo, lo cual me llevó a dar por buena la pérdida del arma y a ganar distancia de ventaja. Se afanaba en intentar sobreponerse —ponerse en pie, más bien—, aunque las características resbaladizas del líquido y una base de superficie de apoyo disminuida —sus muñones— contribuían a que cada tentativa acabase con el XY-Z dando una y otra vez de bruces contra el suelo. El fotograma, de no ser por lo comprometido que era de por sí, resultaba de lo más cómico. No me detuve más tiempo a comprobar cómo solventaba el problema, aunque de algún modo lo consiguió, porque, al volver a mirar hacia atrás, lo vi correr con más pena que gloria, eso sí, tras de mí. Este hecho confirma, como ya quedó de manifiesto con motivo de los altercados en el transporte público, que estos seres gozan de recursos intelectuales suficientes como para subsanar problemas simples.

Eché a correr por el pasillo central hacia la salida. A mitad de camino encontré el carro de la compra que había apartado anteriormente. XY-Z había salvado más de la mitad de la distancia que me separaba de él. Antes de su transformación, XY-Z practicaba atletismo; me parece recordar que los 200 metros lisos eran su especialidad. En alguna ocasión nos habíamos cruzado durante mis ejercicios matutinos por el parque, y ahora parecía, pese a su nuevo estado, que conservaba sus capacidades atléticas, hecho que debería tener en cuenta para próximas ocasiones. Necesitaba recurrir a una medida desesperada y, sin pensarlo, abordé el carro de la compra, el mismo que había apartado de mi camino momentos antes, con un salto en plancha que aceleró mi huida en los primeros metros. Por suerte, el acecho se había vuelto a interrumpir: en esta ocasión mi enemigo se encontraba a cuatro patas, con los muñones plantados en el suelo intentando recuperar la verticalidad. Volví a imprimir velocidad a mi transporte a modo de patinete hasta que llegué a la intersección de la salida, donde abandoné el carro de un salto acrobático que acabó estrellándolo contra un televisor LCD de última generación. Rodé por el pavimento aplicando técnicas militares y quedé plantado en posición de defensa mirando hacia donde debía encontrarse mi atacante. Efectivamente, XY-Z, en un alarde de sentido práctico, intentaba quitarse las botas, que, con las suelas impregnadas de aceite, le impedían un avance seguro, aunque la pérdida de los dígitos hacía la labor imposible. La cuestión es que el nuevo contratiempo me dio margen suficiente para alcanzar la salida. La providencia quiso que, en primera instancia, las llaves del coche estuvieran en el contacto y, en segunda instancia, que no arrancase a la primera. Insistí en girar la llave de contacto, pero el veredicto fue el sonido ahogado del motor. Sabía que no podía demorarme, porque con las ya demostradas habilidades Z no tardaría en encontrar una solución al problema de las botas. Volví a intentarlo, aunque con idéntico resultado. No fue hasta el cuarto o quinto intento —XY-Z aparecía por la puerta directo hacia mí— cuando el coche arrancó. Al cruzar el umbral de la puerta del centro asistencial, los rayos solares alcanzaron la piel cianótica de mi perseguidor, cosa que no pareció gustarle, pues retrocedió profiriendo una especie de grito y volviendo de inmediato al solaz de la luz artificial del interior. Tuve el tiempo suficiente para accionar el mecanismo que ponía en marcha el vehículo y alejarme del lugar con mi lata de tabaco de pipa en el bolsillo. Ahora me doy cuenta de que, una vez abandonado el recinto, estaba seguro, ya que los rayos ultravioleta convertían el exterior en un hábitat excluyente para mi perseguidor, aunque mi percepción entonces distaba mucho de ser así.

Abandoné el lugar precipitadamente y, he de decirlo, sin respetar los límites de velocidad establecidos; incluso llegué a saltarme algún stop, y algún que otro semáforo en ámbar. Espero en todo caso que se hagan cargo, y no declino las posibles responsabilidades que de ello pudieran derivarse, sin perjuicio de alegaciones que estaría dispuesto a argumentar en mi favor, claro está. De todas maneras, a medida que me distanciaba de la zona cero y mi frecuencia cardíaca se estabilizaba, adecué mi conducción a lo establecido por la DGT. El trayecto hasta mi campamento base no merece especial atención. Pude recuperar la calma y llegar sin incidentes.

Aparqué el coche delante de casa.
García
, el gato del pueblo, ha venido a saludarme de forma inmediata y efusivamente, acto que he agradecido con unos golpecitos en la cabeza del felino. He entrado dentro de casa activando todos los sistemas de seguridad. Por primera vez desde que lo hice instalar, he sentido que estaba sacando provecho a la sumamente cara inversión, y que resultaría amortizada con creces en estas jornadas poco halagüeñas. La idea surgió de la lectura de otro género denostado por los críticos menos evolucionados de nuestro tiempo: los cómics. Quizá de lo acaecido hasta ahora resulten los héroes de nuestro tiempo, pero ésa es otra historia de la que tal vez pueda dar cuenta en otra oportunidad. La cuestión es que necesitaba contar con un lugar donde protegerme de las agresiones externas, el refugio impenetrable desde donde planificaría mis ataques contra el hampa y en el que fabricaría los artilugios que tendrían que ayudarme a ponerlo en práctica. Al principio dudé de si era buena idea, pero la lectura y el posterior visionado de un film en el que quedaban de manifiesto las ventajas de contar con uno en condiciones similares terminaron por convencerme. Así que convertí mi casa en una especie de refugio nuclear que me pondría a salvo de contingencias inesperadas. Al estar dotada de cámaras de vigilancia en su perímetro y de monitores en el interior, podía tener un control total del exterior. Incluso cuento con sistemas de autoabastecimiento de luz y agua: el mirador perfecto del holocausto Z del que estaba siendo testigo.

Mi primer cometido ha sido desprenderme de la ropa, pues he pensado que podía ser un foco de infección que no convenía conservar; aun así, antes de proceder a su destrucción, me había propuesto realizar un pequeño análisis visual detallado, por si pudiera aportar pruebas, indicios u otros elementos que aprovechar en la contienda con XY-Z. He aplazado la autopsia textil para después de la ducha. Me ha asaltado la idea de que quizá, durante la persecución, y más concretamente durante el primer ataque, pudiera haber sufrido alguna herida, lo que tendría unas consecuencias impredecibles. Esto habría significado poner en marcha el «Protocolo de Actuación en Caso de Herida durante una Crisis Z», que requería la cuarentena del individuo atacado y otras medidas de las que por suerte no tengo que dar cuenta.

Una inspección ocular de mi cuerpo ha revelado, además de un admirable tono muscular, una incólume superficie corporal, lo cual he celebrado con una profusa ducha que ha activado mi capacidad deductiva. Expongo las conclusiones del proceso mental que ha desembocado en la siguiente teoría: XY se encontraba en la ciudad cuando ha estallado la revuelta Z, y sin duda ha resultado atacado, pero, conservando parte de su condición y de sus capacidades humanas, ha tenido tiempo de volver al pueblo en su coche. Durante el trayecto, sus condiciones han ido transmutando a las propias de un Z, aunque, no habiendo transcurrido suficiente tiempo para completar la transubstanciación, y habiendo perdido la mayor parte de su humanidad (aunque no la mentalidad proletaria), ha terminado allá donde pasa la mayor parte de su tiempo: en su puesto de trabajo. Exánime, ha abierto las puertas y, seguramente víctima del delirio, ha terminado de llevar a cabo algunas de las tareas rutinarias de un día de trabajo normal. Por último, como un animal herido, ha buscado refugio en un lugar oscuro para completar la transubstanciación. Por fortuna, he sido yo quien lo ha despertado de su hibernación: otro ser humano, carente de mis capacidades físicas e intelectuales, se habría convertido en el desayuno del Z.

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