Zoombie (8 page)

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Authors: Alberto Bermúdez Ortiz

Tags: #Terror

BOOK: Zoombie
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Coloqué uno de los extremos de la sábana sobre el cuerpo, volví a empujarlo y al rodar se convirtió en lo que podría describir como un rollito de primavera con un zombi dentro. Con el Z amortajado y ungido con sus propias emanaciones corporales, me dispuse a arrastrarlo hacia el coche, desde donde lo transportaría hasta el parque. Cogí el rollito Z por la parte de los pies y me aseguré de que no entraba en contacto con su piel, ya que, sin estar en el fragor de la batalla, sentía un poco de grima, he de confesarlo. Asiéndolo por los tobillos, tiré de él hacia la puerta, que había dejado abierta para contar con un poco de luz. La garganta seguía abrasándome, así que pensé que haría una parada en casa para dar unos buches de agua. Salvé los escalones sin mayores contratiempos; los veinticuatro; lo sé porque a medida que avanzaba iba contando los golpes de la cabeza del Z con cada uno de ellos. Paré en el rellano de casa, entré, cogí el tubo y bebí un vaso de agua que calmó la quemazón de mi garganta. Salvé los otros veinticuatro escalones —en esta ocasión el sonido de la cabeza al golpearlos había cambiado, supongo que porque el cráneo era ya un grumo de carne y huesos— y lo conduje hasta el coche.

Hice un repaso mental de todo lo que necesitaría para cumplir la MS: tubo flexible, gasolina, un Z envuelto en una sábana, un recipiente para recoger la gasolina… Creí no olvidar nada. Decidí que en aras de dotar a la misión del máximo pragmatismo, lo más cómodo sería colocar a XY-Z en el asiento del copiloto, cosa que facilitaría la tarea de introducirlo en el coche y la de sacarlo posteriormente. Así lo hice, y, una vez en el asiento del copiloto, le ajusté el cinturón de seguridad (no quería que en alguna maniobra el cuerpo pudiera desestabilizarse, haciendo peligrar mi integridad física) y me senté frente al volante. Sólo quedaba ejecutar la última parte de la MS.

Conduje sin mayor complicación hasta el parque, a excepción de un par de incidentes con la sábana del Z, con su propia estabilidad y con la incomodidad provocada por los equipos de protección que todavía conservaba. Preferí no desecharlos, primero porque todavía tenía que manipular a YX-Z y, segundo, porque no disponía de más. Las calles seguían desiertas: pensé que quizá encontraría un control de la Resistencia que podría aprovechar para unirme a la causa. Contaba con un trofeo a modo de carta de presentación insuperable que dejaría estupefactos a sus integrantes y les incitaría a nombrarme jefe del escuadrón. A partir de entonces organizaría «la Zeconquista» (me ha parecido de lo más ocurrente, y con unas connotaciones históricas apropiadas, no sólo por el nombre, sino por el éxito de aquella a la que hace referencia). Con los años, en la Nueva Era, este lugar sería visitado por peregrinos de todo el mundo, donde adquirirían un souvenir en cualquiera de las tiendas del centro comercial erigido en torno a la estatua en honor de mi egregia figura. Se imprimirían camisetas con mi rostro, como nuevo símbolo de libertad, y ni nombre aparecería en los libros de historia. No me sonrió la diosa fortuna: no encontré altos en el camino, por lo que en diez minutos aparcaba el coche en una de las entradas al parque.

No tenía tiempo que perder: la puesta de sol estaba cerca y no entraba en mis planes que me sorprendiera la noche lejos de casa. Arrastré a XY-Z hasta el lugar que consideré idóneo: un pequeño montículo alejado de árboles y otras plantas que pudieran incendiarse en el proceso. Dejé el cuerpo en el gólgota y corrí hasta el coche para hacerme con el tubo por el que succionaría la gasolina del depósito. Guardé los equipos de protección en el coche. Con el tubo en la mano, quité el tapón del depósito y, tal y como había visto en miles de escenas de películas, deslicé aquél en su interior.

No fue tarea fácil, aunque conseguí mi propósito. El éxito del proceso me dio coraje e incluso experimenté mejoría física. Además, el vaso de agua había surtido efecto calmando el dolor de garganta. Pensé en el descanso del guerrero al llegar a su campamento, en la dársena de mi apartamento, donde recobraría las fuerzas perdidas mientras degustaba una pipa y escribía estas palabras.

Con el tubo en el interior del depósito, me dispuse a succionar para conseguir el combustible. Calculé que con medio litro sería suficiente; no quería quedarme sin gasolina en el coche. Obviamente, era un elemento importantísimo del que no podía prescindir. Coloqué el tubo en mi boca, expulsé el aire de mis pulmones y succioné. El primer intento no dio resultados. Volví a cargar mis pulmones, en este caso a vaciarlos de aire, y lo intenté de nuevo. Esta vez imprimiendo a la succión más voluntad: pensé que el fracaso de mi primer intento se había debido a la escasa fuerza del chupetón, así que preferí asegurar la jugada. Fue tal la fuerza de la aspiración, que una bocanada de gasolina acabó llenándome la boca. Pensé expulsar de inmediato el combustible acumulado, pero preferí aguantar el impulso por no desperdiciar la que ya contenía en mi boca. Por suerte, tuve tiempo de verter el contenido dentro del recipiente que tenía a mis pies, aunque en el intento acabé tragando un pequeña cantidad de gasolina, lo que provocó una irritación de las amígdalas sin precedentes. Apunté el tubo al recipiente esperando la recompensa, pero un hilo de combustible extinto fue el único resultado. Tosí y esputé durante un rato en aras de limpiar mi cavidad bucal de los restos del combustible, e incluso arranqué unas hojas de no sé qué planta y me puse a masticarlas profusamente para aliviar la irritación. Después de rumiar durante un tiempo, conseguí aplacar la sensación volcánica de mi boca, aunque mi faringe no daba tregua. El contenido del recipiente era tan escaso que no podía plantearme abandonar: sabía que sin el combustible la MS sería un fracaso. Tenía que volver a intentarlo: de nuevo realicé la misma operación, con idéntico resultado, aunque esta vez evité la ingesta accidental del combustible. Abandoné el experimento en el quinto intento.

Con la boca echándome fuego y el recipiente a un tercio de su capacidad, enfilé el camino hasta el gólgota donde aguardaba la mortaja. La parte más difícil estaba consumada; sólo tenía que derramar el líquido sobre la sábana y prenderle fuego. Volteé el recipiente derramando su contenido a lo largo del cuerpo de XY-Z y eché mano al bolsillo en busca de mi mechero de llama lateral especialmente diseñado para el encendido de pipas: el más funesto de los pensamientos atravesó mi cerebro. Un error fatal en la predicción logística podía echar a perder la MS: había olvidado el mechero. Palpé los demás bolsillos del pantalón una y otra vez: nada. Caí de rodillas desmoralizado. Estaba a punto de derrumbarme. Un destello, un atisbo de luz iluminó mi mente. No estaba todo perdido: ¡el mechero del coche! Me levanté dando un respingo y corrí hasta su estacionamiento. Recé para que funcionase. Abrí la puerta del copiloto y me lancé hacia él, accioné el mecanismo y esperé a que saltase el resorte que indicaba que la espiral estaba al rojo vivo. Aquellos escasos segundos se convirtieron en una eternidad. Sonó el «clac» que indicaba el final del proceso. Tiré de la cabeza del mechero y vi la espiral roja.

Estaba anocheciendo; según la altura del sol el ocaso sería efectivo en poco tiempo, así que no podía perder ni un segundo. Sabía que no llegaría con el mechero hasta la sábana impregnada de gasolina, así que mi única salida era llevar una llama encendida hasta el cuerpo. Improvisé una antorcha con un jirón de ropa que encontré en la parte trasera del vehículo. Los restos de gasolina que tenía en las manos hicieron posible una rápida combustión. Deshice el camino recorrido con extrema precaución para que la llama no se extinguiese. Acerqué la llama a la sábana y prendí fuego a la mortaja, que empezó a consumirse de forma inmediata. ¡Lo había conseguido!

Me habría quedado un rato al calor de la hoguera: la temperatura había descendido bastante. Ni siquiera la idea de que fuera el cadáver de un Z la fuente radiante de calor pudo evitar un escalofrío de regocijo, seguido de una incontrolable necesidad de orinar. Incluso encontré descanso en los rigores que había infligido el combustible a mis órganos bucales. Satisfice mis necesidades fisiológicas con cuidado de no incidir en la combustión del cuerpo. Mientras lo hacía, no pude evitar tener la sensación de que estaba en un funeral, y a mi mente acudieron toda clase de frases póstumas, epitafios y citas bíblicas.

Debía alejarme del lugar y buscar cobijo inmediatamente, pues ya los últimos rayos de sol se ocultaban en el horizonte. Supe entonces que había cometido el grave error de desperdiciar demasiado tiempo realizando una misión secundaria: no era necesario ejecutarla en su totalidad este mismo día; me había dejado llevar y puesto en peligro mi vida. Intenté borrar estos pensamientos negativos de mi mente y dejar la flagelación mental para momentos más propicios. Sin rémora alguna, me metí en el coche en dirección al campamento base. Había cumplido la MS, aunque a un precio demasiado elevado, tal y como comprobaría escasos minutos después. La prioridad era ponerse a salvo lo antes posible. El sol se había puesto antes de lo que esperaba: era de noche. No tenía por qué presentárseme problema alguno, aunque un sentimiento de terror se estaba apoderando de mí. La paranoia me hizo imaginar que cientos de sombras abandonaban sus escondrijos y recovecos y se abalanzaban sobre mí. Apreté el acelerador; ni que decir tiene que en esta ocasión tampoco consideré necesario respetar las normas de circulación vial. En cada curva esperaba enfocar con las luces a un grupo de Zs dispuestos a regocijarse con su tempranero desayuno, pensamiento que me incitaba a imprimir más velocidad a mi conducción. En un par de ocasiones a punto estuve de salirme de la vía por la que circulaba. Intenté consolarme pensando que mañana sería otro día, e inmediatamente después visualicé en mi mente a modo de letrero numinoso: «eso, si hay mañana». Total, que sumido en estos malos pensamientos y elucubraciones, conduje el coche por el asfalto hasta casa, a la que llegué en un tiempo récord.

Estacioné el coche justo enfrente del portal de casa y sin demora entré en el portal cerrando la puerta. Mi sentido arácnido estaba activo, aunque lo achaqué al estado de nervios del que era presa. Empecé a subir los escalones como alma que lleva el diablo, dispuesto a neutralizar el sistema de seguridad que me daba acceso; sentí cómo alguien aprisionaba mi cuello. Unas manos gélidas me asieron con fuerza tirando de mí hacia atrás. Supe de inmediato que iba a ser mordido por un Z. Instintivamente mi cuerpo reaccionó a la presa con los movimientos necesarios para zafarme del ataque. No lo había comentado anteriormente, pero hace unos cinco años que practico taekwoondo con un maestro coreano que ha sabido transmitirme las enseñanzas del arte de la defensa personal. No soy un experto, pero conozco algunas técnicas muy efectivas.

Ejecuté la técnica para zafarme del agarre, pero algo debió de fallar, porque en décimas de segundo rodábamos hechos un ovillo escaleras abajo. ¿Cómo era posible?, ¿de dónde había salido aquel Z? Estaba esperándome en el rellano de mi escalera, cobijado en la oscuridad.

Sabía que mi única esperanza era que, al aterrizar en el rellano, el Z no pudiera hincarme el diente. Al desparramarnos al final de la escalera, por suerte, quedé encima de él. Esto me permitió incorporarme sin dilación y correr escaleras arriba. Inconscientemente accioné el interruptor de la luz de las escaleras para asegurarme de que no tendría sorpresas, pero naturalmente no se encendió. Tuve el tiempo suficiente para mirar de soslayo hacia abajo. Lo único que pude ver fue un batín de estar por casa que reconocí inmediatamente: era mi vecino.

El sistema de seguridad había quedado desactivado, por lo que únicamente fue necesario empujar la puerta para irrumpir en el interior. Sabía que mi acosador estaba subiendo los escalones, aunque le faltó tiempo para acometer de nuevo. Cerré a mis espaldas justo cuando llegaba al quicio de la puerta. Estaba a salvo.

Apoyado detrás de la puerta, sentí cómo mi Z vecino —a partir de ahora ZV— arremetía contra ella: después de algunos intentos fallidos de echar la puerta abajo, todo quedó en silencio. Me di la vuelta y observé a través de la mirilla, aunque la falta de luz me impidió ver nada. Con mi cuerpo inundado de adrenalina, no reparé en mi estado físico. Me acerqué al sofá y me dejé caer, exánime, totalmente vacío de fuerzas, con fiebre, dolor de garganta y totalmente congestionado.

Encendí mi pipa y me abandoné al placer de fumar, aunque mi delicado estado de salud no me permitió solazarme en ello. No recuerdo mucho más: básicamente me asaltaba la idea de que había tenido mucha suerte. Hasta pasado un rato no tomé la decisión de darme una ducha para recobrar la calma. Me dirigí al cuarto de baño y comencé a quitarme la ropa. Al despojarme de la camiseta y tirarla al suelo, observé una mancha de sangre alrededor de un roto en la cara posterior de la prenda: tuve que sentarme en la taza del váter para recuperarme de la impresión. Un infausto pensamiento caló en mi mente. Me levanté despacio con la esperanza de que el reflejo del espejo no confirmase mis sospechas. No había duda: tenía una herida abierta de unos cinco centímetros de largo en el omóplato derecho.

Tuve que sacar fuerzas de flaqueza para no desmayarme, sobre todo porque era doblemente peligroso hacerlo en el cuarto de baño: el desfallecimiento habría dado conmigo en el interior de la bañera, lo que habría supuesto mi muerte por ahogamiento: un triste final para el que era llamado a ser un héroe. Volví a inspeccionar la herida poniendo todos mis sentidos: la observé con detenimiento intentando discernir si se correspondía con un mordisco, cosa que descarté casi inmediatamente; no había marcas de dientes. Sentí un auténtico alivio, aunque por poco tiempo, ya que la idea de que podía ser un arañazo volvió a sumirme en un pozo de desasosiego.

Con más pena que gloria, llevé a cabo lo que pensé que sería mi última ducha: una especie de ablución que purificaría mi cuerpo. Es extraño, pero una terrible sensación de suciedad se apoderó de mí. Sabía que el proceso de transubstanciación Z derivaría inevitablemente en un pestilente olor corporal, y el solo hecho de imaginármelo me ponía enfermo, así que me apliqué con saña el estropajo en la piel y vacié medio bote de gel de ducha en mi cuerpo. «De esta manera —pensé—, tardaré más en rociar al mundo de un nauseabundo olor a muerto.» Con la piel irritada por la erosión del estropajo, salí de la ducha. Esperaba sentir los primeros síntomas de la transubstanciación. Me quedé mirando las bombillas del espejo del cuarto de baño esperando sufrir los rigores de la fotofobia. Mi insistencia acabó provocándome una pérdida momentánea de la visión, aunque más por el tiempo que permanecí mirando fijamente la incandescencia de la bombilla que porque estuviese experimentando el proceso propiamente dicho. Abandoné el experimento y esperé a recuperar la capacidad visual.

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