A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (13 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Este bárbaro caudillaje fue eliminando del frente a los criminales y a los cobardes que habían acudido sólo al olor del botín. Destacamentos enteros se desgajaron en franca rebeldía del núcleo de las fuerzas gubernamentales, y una de estas fracciones indisciplinadas de la Columna de Hierro era la que recorría la comarca sembrando el terror por dondequiera que pasaba. Al principio eran sólo unas docenas de hombres sin más armamento que sus fusiles, pero luego creció la hueste con la incorporación de otros muchos desertores y criminales que merodeaban por el país. Cuando se consideraron fuertes entraron a viva fuerza en Castellón arrollando a los gubernamentales y apoderándose de sus armas. Luego, cuando constituían ya una verdadera columna con camiones, ametralladoras e incluso algún carro blindado, se lanzaron sobre Valencia. Su entrada por sorpresa en la capital de Levante sembró la confusión y el pánico entre las fuerzas leales de la República. Durante varias horas los hombres de la Columna de Hierro fueron dueños absolutos de la gran ciudad y se entregaron impunemente al saqueo. Finalmente se fueron a los
music-hall
y cabarés para beber y para incautarse de las mujeres y del dinero de las taquillas.

Donde les hicieron resistencia se abrieron paso a tiro limpio. Aquella horda iba dispuesta a satisfacer a toda costa sus feroces apetitos. Instalados triunfalmente en los palcos del
music-hall
, obligaron a que continuase el espectáculo y se hicieron servir vinos y licores sin tasa. Las pobres mujeres aterradas intentaban escabullirse, pero los milicianos de la Columna de Hierro que tenían hambre de ellas las cazaban al vuelo y las retenían en los palcos, donde se divertían manoseándolas, haciéndoles beber y asustándolas. El público pacífico fue filtrándose discretamente y poco después no quedaban en el
music-hall
más que los milicianos de la Columna de Hierro y aquel inglés borracho que se debatía en el palco con la muchachita.

—¿Quién es aquel tío? —preguntó el que parecía ser jefe de la tropilla, a quien sus hombres llamaban, no se sabe por qué, el Chino.

—Un aviador inglés voluntario que ha venido hoy de Albacete disfrutando de un permiso y se gasta alegremente sus libras con una tanguista. Es un
chalao
que tiene la manía de dar vivas a Azaña en inglés —informó puntualmenteel camarero.

—Hay que invitar a ese mozo a ver qué tiene en la barriga—replicó el Chino.

Se fue lentamente hacia el palco donde estaba el inglés, se le aproximó, le saludó con el puño en alto y le invitó a ir al palco donde estaban sus hombres para beber una copa con ellos. El inglés aceptó encantado.

—¿Tú no vienes con nosotros, niña? —preguntó el Chino encarándose con la tanguista.

—Miss Pepita —presentó ceremoniosamente el inglés.

—Salud.

—Salud.

Se miraron mutuamente de arriba abajo sin ninguna cordialidad. Ella intentó disuadir a su amigo de la idea de irse a beber con los milicianos.

—Si no puedes beber más, Jorge —le decía—; si no te puedes lamer, si estás borracho perdido.

—Yo puedo, yo puedo —aseguró el aviador saliendo muy derecho del brazo del Chino.

Tras ellos se fue Pepita, resignada.

Cuando entraron en el palco de los milicianos, una mujer gorda y desnuda danzaba en el escenario. Los hombres de la Columna de Hierro seguían atentos los movimientos de la gorda danzarina. Uno de ellos, apodado el Negus por la barba negrísima que se había dejado crecer, aprovechó el palco proscenio y, dando un salto de mono, se subió al tablado, cogió por la desnuda cintura a la artista y se la llevó en brazos hasta el palco, en el que la dejó caer sobre la mesa con gran estrépito de vasos y botellas. La mujer, aterrorizada, intentaba sonreír con los ojos preñados de lágrimas. El Negus se echó sobre ella y le refregó por la cara su barba hirsuta. Ella le rechazaba horrorizada y, mientras, el público reía del grotesco rapto a carcajada limpia.

El aviador, que contemplaba la escena tan estupefacto como si hubiese caído de la Luna, tuvo una reacción inesperada y, echando mano al Negus, le dio la vuelta y cuando lo tuvo enfrente le atizó un puñetazo en la selva de la barba que le hizo caer de espaldas, con la cabeza colgada hacia atrás. Hubo un momento difícil.

Pepita se pegó al costado del inglés. El Negus se levantaba aturdido buscándose en el cinto la pistola. El Chino cortó el incidente sujetando al miliciano y echando a broma la cosa.

—Creí que el puñetazo del inglés te había afeitado en seco, Negus.

—A ese tío me lo cargo yo... —decía forcejeando el agredido.

—¡Vamos, anda! Déjate de bravatas. El inglés es un amigo. ¿Verdad, míster?

—¡Oh, sí!

Y le tendió la mano con tan humilde franqueza que el Negus no tuvo más remedio que estrecharla.

—Eres un tío pegando, míster —le dijo el Chino—; deberías venirte con nosotros.

—¿Adónde?

—A pelear contra los fascistas; a no dejar uno vivo. ¿No has venido de tu tierra a luchar contra ellos? Pues anda, vente con nosotros.

—Bueno —replicó lacónicamente el inglés—. Yo quiero ir a luchar contra los fascistas y a matarlos.

—¡Viva el míster! —gritaron los milicianos.


¡Three cheers for mister
Azaña! ¡Hip, hip, hip...! —gritó una vez más el aviador inglés.

Y cayó, borracho perdido, en los brazos de Pepita, que estuvo intentando inútilmente convencerle de que no debía ir con aquella tropa.

Cuando al amanecer vio que los milicianos cargaban con Jorge y lo metían en uno de los camiones que tenían a la puerta, Pepita tuvo un momento de angustia y desesperación. Luego, arrebujándose en su abriguito de seda, saltó también al camión y se fue con ellos.

* * *

Toda la mañana la pasaron bajo el toldo del camión que se arrastraba chirriando por las carreteras. Jorge se había tumbado cuan largo era en la batea del camión y dormía profundamente. Pepita, acurrucada en un rincón, había colocado la cabeza del inglés sobre su regazo y cabeceaba somnolienta sin conseguir dormirse del todo. Entre sueños advertía las largas paradas de la caravana en las plazas de los pueblos y las frecuentes disputas que los hombres de la Columna de Hierro sostenían con los milicianos y los comités locales.

Aquellas expediciones de las bandas armadas que volvían del frente eran el azote del país. Con el pretexto de limpiar la retaguardia iban por pueblos y aldeas cometiendo toda clase de abusos y crímenes. Su disculpa era la de que las milicias y los comités locales no actuaban con un verdadero sentido revolucionario. Los fascistas se amparaban en los compromisos de la vecindad y en las relaciones familiares para escapar al castigo que merecían. En los pueblos, sobre todo en aquellos de la rica región valenciana, había demasiado espíritu burgués, demasiada condescendencia para con los contrarrevolucionarios. Ésta era, al menos, la justificación de cuantos atropellos cometían aquellas bandas.

Los pueblos castigados soportaban difícilmente aquellas expediciones de los desertores del frente, y, celosos de su lealtad al régimen republicano, reclamaban del gobierno que impidiese aquel azote. Pero el gobierno poco auxilio podía prestarles. Todas las fuerzas con que contaba estaban en los frentes, y cuando los hombres de la Columna de Hierro se presentaban en un pueblo, las autoridades locales tenían que pactar suministrándoles cuanto les pedían —armas, dineros, sangre— o luchar contra ellos a la desesperada. A veces los comités locales conseguían imponerse y salvaban al pueblo del despojo. Otras veces sucumbían.

La expedición en que se habían enrolado insensatamente Pepita y el aviador inglés llegó después de mediodía a las puertas de Benacil, próspera villa levantina que se alzaba entre naranjos y palmeras en medio de una huerta feracísima. Las milicias locales destacadas en la carretera obligaron a la caravana de camiones a detenerse. Habían cortado el paso levantando unos parapetos de sacos terreros, y los hombres de la Columna de Hierro no tuvieron más remedio que pactar con los indígenas, so pena de haberse enzarzado con ellos en una lucha sangrienta a la que, por las trazas, estaban decididos.

El Chino, procediendo con cautela, prefirió negociar. Acudieron los miembros del comité revolucionario de Benacil, en su mayor parte republicanos y socialistas. El presidente, Pepet, un viejo huertano republicano de los tiempos de Blasco Ibáñez, se mostraba intransigente; a su lado, Tomás, el secretario del comité, miembro de la juventud socialista, sostenía la argumentación del viejo con su firme dialéctica típicamente marxista. La lealtad revolucionaria de Benacil estaba asegurada; los fascistas de la villa se hallaban ya a buen recaudo y el comité que los tenía bajo su custodia respondía de ellos; las milicias locales aseguraban, además, el orden en la villa y el estricto cumplimiento de las disposiciones gubernamentales. El Chino, que se decía enfáticamente portavoz del frente, reclamó con duras y elocuentes palabras que se pusieran a su disposición cuantas armas hubiera en Benacil, exigió que los presos fascistas fuesen sometidos a la vigilancia de sus hombres e insistió en que el comité local y sus milicias debían prestarle auxilio en la tarea de depuración que, a pesar de todo cuanto aseguraban, había que llevar a cabo en el pueblo.

No se ponían de acuerdo, pero mientras ellos discutían, los hombres de la Columna de Hierro habían ido evolucionando hábilmente, y cuando los milicianos de Benacil pudieron advertir la maniobra, sus parapetos estaban desbordados y podían ser batidos por los fusiles y las ametralladoras de los intrusos. Éstos apartaban ya los obstáculos acumulados en la carretera y ponían de nuevo en marcha los motores de sus camiones, dispuestos a avanzar a todo trance. El Chino dijo entonces a los miembros del comité local:

—Mis hombres tienen que cumplir su misión revolucionaria y es una estupidez que ustedes intenten oponerse. Los declararíamos contrarrevolucionarios y correrían la misma suerte que los fascistas.

Tuvieron que resignarse. Los camiones de la Columna de Hierro hicieron su entrada triunfal en la villa, que parecía desierta, y fueron a detenerse delante del antiguo palacio de los marqueses de Benacil, cuyos salones fueron invadidos por el Chino y sus hombres.

A todo esto, el aviador inglés seguía durmiendo como un leño en la batea del camión que le había transportado, y Pepita, sentada junto a él, velaba su sueño.

—¿Qué hacemos con tu hombre? —preguntó a Pepita uno de los milicianos dedicados a descargar la impedimenta.

—Vamos a subirlo y lo acostaremos donde se pueda —respondió ella.

El miliciano se echó al hombro el inglés como si fuera un costal y lo depositó en el blando lecho de uno de los dormitorios del palacio. Pepita, que había ido tras él, se encontró frente a aquel hombre, que después de dejar su carga la abordó sonriendo:

—¡Bueno, guapa, a ver cuándo me toca a mí!

Le guiñó un ojo maliciosamente, salió y cerró la puerta tras él. Pepita, cuando se encontró a solas con Jorge, que ni siquiera se había movido, le quitó los zapatos, le desabrochó el cuello, le arropó con unas mantas, cerró las ventanas, corrió las cortinas y luego se acurrucó a los pies de la cama como una gatita y se quedó dormida.

* * *

El comité revolucionario de Benacil, reunido en el ayuntamiento, deliberó sobre la situación creada por la llegada de la Columna de Hierro. Aquellos hombres que durante toda su vida habían luchado por el triunfo de sus ideales revolucionarios no se resignaban a que la revolución los desbordase, y estaban dispuestos a hacer frente a aquella fuerza sin control que trataba de apoderarse de ella.

—Si dejamos a esos bandidos de la Columna de Hierro lanzarse al saqueo y la matanza, el pueblo se revolverá luego contra nosotros, que seremos a sus ojos los responsables de los crímenes que hayan cometido —decía Pepet, el viejo republicano que presidía el comité.

—No podemos luchar; hemos sido desbordados hace tiempo —aseguraban sus correligionarios, descorazonados.

—Hay que resistir a todo trance y conservar en nuestras manos el control de la revolución —replicaba con impresionante fuerza Tomás, el joven socialista—; procuraremos combatir el terrorismo de esas bandas armadas que vuelven del frente y al final las extirparemos como hemos extirpado al fascismo.

—Sí, pero mientras esos bandidos puedan actuar impunemente, el pueblo nos hará a nosotros responsables. Si dejamos las manos libres a los criminales de la Columna de Hierro, la opinión se pondrá en contra nuestra. Ya lo estamos viendo. Los pueblos por donde pasan esos bandoleros se tornan fascistas. Esos canallas son los mejores propagandistas de Franco. Yo he visto a viejos republicanos demócratas auténticos renegar de la revolución y desear el triunfo del fascismo —replicó el tío Pepet.

—Es el horror de la guerra lo que provoca esas reacciones. ¿Crees tú que del otro lado no hay gente de bien, conservadoras y católicas, a las que están convirtiendo en revolucionarias los asesinatos de los falangistas? Seis meses más de guerra y verías la inmensa mayoría de los revolucionarios de hoy convertirse en reaccionarios, pero también dentro de medio año, si la guerra continúa, no le quedarán a Franco más que sus asesinos pagados. Las poblaciones que al principio se pusieron a su lado suspirarán por un régimen de libertad y porque cese al fin el régimen de terror a que las tienen sometidas.

—Todo eso son tonterías e imaginaciones. Aquí lo importante es no dejar que el pueblo sea víctima de esa horda de asesinos. Yo, si no sabemos impedirlo, me voy a casa resignado a esperar que las tropas de Franco vengan y me degüellen —afirmó Pepet.

—Y yo.

—Y yo.

Los viejos republicanos, los demócratas, los liberales, desertaban aterrados. Tomás, el secretario, procuró devolverles la perdida fe. Renunciar a la lucha, por muy feroz que fuese, era una cobardía y un suicidio. La guerra y la revolución eran así. Había que afrontarlas con todo su horror. Darían la batalla a los bandidos de la Columna de Hierro. En el pueblo y la huerta que la circundaba había hombres con coraje para hacerles frente, y si ellos no se bastaban, pedirían refuerzos al gobierno, que no podía negárselos. Todo menos claudicar.

Antes de que anocheciese, el comité tenía su plan trazado. Cada cual salió por su lado para cumplir la misión que se le confiara. Pepet y los demás jefes republicanos circularon órdenes de concentración a los huertanos. Partieron rápidos los emisarios batiendo los caminillos de la huerta con sus alpargatas; la voz de alarma corrió por el laberinto de barracas y alquerías. Pronto los senderos de la huerta empezaron a poblarse de campesinos que, arrebujados en sus mantas y con su retaco bajo el brazo, acudían solícitos a defender «su» república, aquella república ideal con la que habían soñado de padres a hijos y que ahora querían arrebatarles de entre las manos por uno y otro lado. La vieja fe democrática tenía aún sus defensores.

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