A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (10 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Muerto de sueño volvió Pedro al cuartelillo para cenar y echarse a dormir hasta el alba. Ocupaba el cuartelillo la planta baja de un soberbio palacio en el que, bajo el control de la Federación Anarquista Ibérica (FAI), se había instalado un ateneo libertario con sus cocinas populares y su cuerpo de guardia, que, no se sabe por qué, son las piezas fundamentales en todo ateneo anarquista. Los vastos salones del palacio, cubiertos de ricos tapices, servían ahora de albergue a una oscura masa de familias aldeanas fugitivas de los pueblos invadidos por las tropas rebeldes. Sobre las gruesas alfombras de nudo habían colocado sus sucios petates, sus cacharros de cocina, sus enjalmas y aperos, y allí hacían su vida disparatada de tribu trashumante acampada después de atravesar el desierto de la guerra en un fantástico oasis de las mil y una noches en el que había arañas monumentales, viejos relojes de bronce y doradas cornucopias, pero no había un rinconcito donde encender un buen fuego de retamas o un braserillo, ni un regato donde lavar la ropa, ni un prado donde los niños triscasen a su albedrío. Estupefactas, sin atreverse a nada, con el pañuelo negro sobre la cabeza y los brazos sarmentosos cruzados sobre el vientre, aquellas mujerucas aldeanas se pasaban las horas muertas plantadas en medio de los salones mientras los niños lloriqueaban y se orinaban en las alfombras con gran envidia de sus madres, que de buena gana lo harían también si se atreviesen. Los milicianos anarquistas que las habían llevado a aquel palacio cumpliendo así un acto típicamente revolucionario, las arreaban de un lado para otro con malos modales y empezaban a pensar que aquellas mujeres estarían mejor y más a su gusto en el patio de una posada que en el salón de un palacio. Pero la revolución tiene sus inevitables puerilidades.

El miliciano Pedro atravesó por entre aquellas gentes atónitas y fue a tumbarse en un butacón del cuerpo de guardia, un amplio salón en el que había ocho o diez colchonetas y algunos divanes para que los milicianos descansasen cuando no estaban de centinela y, en el centro, una gran mesa de roble sobre la cual un potente aparato de radio hacía sonar entre tempestuosos ruidos el
Horst Wessel
y después el
Deutschland, Deutschland über alles
.

—Eso es Sevilla —aseguró un miliciano, que, sin saber a ciencia cierta qué himnos eran aquéllos, conocía ya la música habitual de las fanfarrias sevillanas. —Quítalo; no tengo hoy humor de oír a ese tío. —Déjalo que se desahogue; siempre es divertido oírle, «Buenas noches, señores», decía ya por el micrófono la voz cascada del general-
speaker
con su pintoresco tonillo de jaque. Mientras los milicianos se descolgaban las pesadas cartucheras, se arrebujaban en las mantas y se quedaban adormilados con el cigarrillo pegado a los labios, el general rebelde iba volcando, como todas las noches, sus retahílas de injurias. «La canalla marxista...». «Esos hijos de la Pasionaria...». «Esos bandidos rojos...».

Los milicianos lo oían ya como quien oye llover. Jiménez, el «responsable» del grupo, un muchachito pálido y delgado, con ojos de loco disimulados tras unos gruesos cristales, había salido de un despachito contiguo y escuchaba al pintoresco general yendo de un lado a otro de la pieza con las manos en los bolsillos del pantalón y una sonrisa congelada en los labios delgados de tuberculoso.

«... esos idiotas —gritaba el general por el altavoz— no saben que entraremos en Madrid cuando nos dé la gana. ¡Cuando nos dé la gana, ea!».

—¡Que te crees tú eso! —apostillaba uno.

«... porque los días de la resistencia están contados y entonces esos granujas las pagarán todas juntas...».

—Ven aquí, que vas a cobrar —gruñía otro desde un rincón.

«... Sabemos que los rojos cuentan ya con pocos recursos para la defensa de Madrid. Y para que se vea que lo sabemos todo: hemos comprobado que ayer estuvieron trasladando las pocas municiones de que disponen...».

Jiménez, el camarada responsable, se quedó instantáneamente clavado en el centro de la pieza. Pedro se incorporó de un salto. Los demás milicianos se miraron unos a otros estupefactos.

«... Sí, señor; han metido las municiones en los sótanos del Teatro Real con mucho sigilo. Pero aquí se sabe todo. ¡Ja, ja, ja!».

El aparato de radio rodó por tierra de un manotazo.

—Estamos cercados de traidores —chilló el responsable.

—Nos asesinarán impunemente.

Pedro, atónito, miró receloso a sus camaradas.

¿Quiénes serían los traidores? Recordó entonces la extraña lucecita que había descubierto mientras estuvo de guardia. Se incorporó de un salto y cogiendo de un brazo al responsable se lo llevó a un rincón y estuvo cuchicheando con él.

—No debiste espantarle con el disparo.

—Tienes razón. Vamos a ver si le cazamos. Aquella lucecita estaba transmitiendo señales, estoy seguro.

Salieron a la calle. El miliciano que estaba de guardia en el portal se había dormido. Allá a lo lejos, muy alta y muy pequeñita, una luz rojiza seguía haciendo sus guiños a la noche. Procuraron orientarse y localizarla. Fue un trabajo penoso. El que la manejaba debía de hallarse colocado en un lugar desde el que sólo se hacía visible en un estrecho sector. Pedro y Jiménez subieron a los tejados de varias casas infructuosamente, hasta que al fin se asomaron a una buhardilla desde la que descubrieron una terracita próxima en la que indudablemente estaba el que manejaba la luz. Debía de ser una linterna eléctrica, y sus golpes de luz eran análogos a los del sistema Morse.

Atravesaron la calle y entraron en la casa del espía. El portero, atemorizado, les informó de la vecindad. Únicamente ofrecía sospechas el inquilino del entresuelo. Llamaron. Una viejecilla temblorosa les abrió. El dueño no estaba en casa.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

—¿No estará en la terraza?

Se inmutó la vieja.

—¿Quién es el dueño del cuarto?

—Un ingeniero.

—¿Militar?

—... Sí, creo que sí.

—¿Graduación?

—Comandante.

—Basta.

El camarada responsable y Pedro subieron sigilosamente a la terraza con las pistolas en la mano. Empujaron suavemente la puerta y miraron. Un hombre agazapado tras la balaustrada de la terraza maniobraba con una linterna eléctrica por entre el hueco de los barrotes. Estaba tan abstraído en su tarea que no advirtió la presencia de los intrusos. Pedro llegó hasta él de puntillas, le puso el cañón de la pistola en el costado y le ordenó secamente:

—Sigue...

El hombre aquel dio un salto y tiró la linterna para sacar del bolsillo una pistola. Jiménez, al acecho, se había adelantado y con una fuerza insospechable en él le atenazaba el brazo. Pedro esgrimió su pistola cogiéndola por el cañón y golpeó con la culata la cara del espía. Reducido éste a la impotencia, Jiménez recogió del suelo la linterna, se la puso en la mano y le conminó de nuevo:

—Sigue o te mato.

El hombre vacilaba. Cuando vio que Pedro le arrancaba de la balaustrada, le colocaba de cara a la pared y le apoyaba el cañón de la pistola en la nuca hizo ademán de resignarse. Se acercó de nuevo al rincón estratégico e hizo funcionar como antes su linterna eléctrica.

Cuando llevaba hechas algunas señales, Jiménez ordenó:

—Basta.

Los tres hombres aguardaron anhelantes. No tardó en descubrirse a lo lejos el brillo intermitente de otra lucecita.

—¡Ya está! —gritó, lleno de júbilo, el camarada responsable.

Procuró localizar desde allí al segundo espía, pero debía de estar lejos y era difícil. La operación de provocar las señales luminosas del otro espía para fijar su emplazamiento se repitió dos o tres veces más, hasta que Jiménez creyó estar seguro del lugar preciso desde donde contestaba.

—Es el otro lado de la Castellana; me parece que en una torrecita que hay junto a Santa Bárbara. Voy al cuartelillo para que unos cuantos hombres de confianza me acompañen. Tú te quedas aquí y obligarás a éste a que siga haciendo señales, pero ten cuidado para que no pueda advertir al otro del peligro. Cuando yo haya cazado al de allá daré con la linterna ocho golpes seguidos de arriba abajo. ¿Entendido?

Sin perder de vista al prisionero, que Pedro seguía teniendo acorralado, Jiménez se acercó al miliciano y todavía le susurró algo al oído.

—Luego —agregó en voz alta— vendrán los camaradas a buscarte para que continuemos la cacería.

Pedro y el hombre aquel quedaron a solas y a oscuras en la estrecha terraza. Ante ellos, la noche y el silencio. Madrid, sin una luz, sin un ruido, se adivinaba apenas por los contornos imprecisos de sus edificios. Los dos hombres inmóviles se espiaban en la oscuridad. El prisionero era un hombrecillo tieso y delgado. Tenía los ojos clavados en el miliciano y se le adivinaba apenas la cara bañada por la sangre que ni siquiera se cuidaba de restañar. Pasó un rato. Pedro seguía con la pistola asestada a su pecho. Hacía frío. El prisionero se puso a toser. Hubo aún otra pausa.

—Me vas a matar, ¿no es eso? —preguntó al fin el hombrecillo con una voz clara y un impresionante acento de naturalidad.

—No lo sé —farfulló Pedro, desconcertado.

—Sí; te ha dicho que me mates.

—Haré lo que me parezca. ¡A callar!

El hombrecillo se encogió de hombros. Pasado un rato se sorbió la sangre que corriéndole por la mejilla le había llegado al labio y preguntó:

—¿Me dejas fumar?

—Fuma si quieres.

Sacó el hombre su petaca y se puso a liar un cigarrillo; antes de guardársela se la ofreció al miliciano.

—¿Quieres?

—No; gracias.

—De nada.

Pedro, desconcertado, empezaba a irritarse. Cuando el prisionero sacó la caja de cerillas y fue a encender una se arrepintió de su complacencia y dándole un manotazo le tiró al suelo el cigarro y las cerillas.

—No se fuma —ordenó.

—Haberlo dicho antes —rezongó el hombrecillo—. A eso no hay derecho.

—Hay derecho a todo —rugió Pedro—; incluso a matarte.

—Eso es otra cosa —replicó altivamente el prisionero.

Volvieron a quedarse silenciosos e inmóviles frente a la noche. De vez en cuando brillaba la lucecita a lo lejos como si interrogase. Pedro obligaba entonces al prisionero a que diese tres o cuatro abanicazos de luz con la linterna para mantener al otro a la expectativa.

Pasaba el tiempo. El hombrecillo volvió a toser.

—¿Hasta cuándo? —gruñó.

Hubo todavía un rato de absoluta oscuridad. Luego, Pedro vio dibujarse en el cóncavo de la noche un trazo vertical de luz, luego otro y otro; hasta ocho. Los dos hombres se hallaban ansiosamente inclinados sobre la balaustrada de la terraza. Pedro, un poco hacia atrás, seguía apoyando su pistola en el costado del hombrecillo. Éste volvió la cabeza y lanzó a Pedro una mirada lenta y pesada. Pedro no hizo más que levantar el brazo corriéndolo por la espalda del prisionero, apoyarle el cañón de la pistola en la nuca y disparar. Lo vio doblarse sobre la balaustrada, agarrarse a ella con ambas manos, resbalar y caer de bruces en el suelo hecho un guiñapo.

Enfundó la pistola. Cuando ya salía le asaltó la curiosidad de saber quién era aquel hombre al que había matado.

Cogió la linterna e iba a asestarla a la cara del muerto, pero se arrepintió. ¿Quién era? ¿Cómo sería su cara? ¡Bah! Uno; un enemigo menos. ¿Qué más le daba?

* * *

Apenas salió al portal cuando llegó un auto con los cañones de los fusiles asomando por las ventanillas en el que venían a buscarle cuatro camaradas.

—¿Listos?

—Listos. Ya ha caído también el otro. Vamos ahora abuscar al tercero, al que ya hemos localizado. Debe de estaren la Gran Vía, al parecer en la terraza de un hotel. Formanuna verdadera cadena y tenemos que ir cogiendo los eslabones uno por uno antes de que se haga de día. Aprisa.

Partió el auto con Pedro y sus cuatro camaradas en dirección a la Gran Vía. Penetraron en el
hall
del hotel, cuchichearon con el camarada del
comptoir
y subieron a la terraza. Desde allí descubrieron la lucecita que Jiménez debía de seguir manipulando desde la torrecilla de Santa Bárbara para entretener al tercer espía.

Otra lucecita brillaba además de manera intermitente allá lejos, hacia el Oeste.

—¡Allí está también el otro! — exclamó Pedro, lleno de júbilo.

—Debe de ser en la Moncloa.

—No, no; es en Rosales o en la calle Ferraz donde tiene el nido.

Escudriñaron ansiosamente la noche.

—Es en un gran edificio que hay en Rosales, frente al Parque del Oeste; no hay por allí ninguna otra construcción tan alta — concluyó uno de los milicianos después de minuciosas observaciones.

Volvieron entonces a conferenciar con el camarada del
comptoir
. ¿En qué cuarto del hotel podía estar el espía que buscaban? Aparte de la terraza no había en el hotel más ventanas desde la que pudieran ser visibles las dos lucecitas que la de un cuarto ocupado hacía días por un aviador catalán, leal a la República.

—Vamos a comprobar su lealtad —dijo Pedro.

Descendieron, hicieron saltar el pestillo del cuarto, dieron luz y penetraron con los fusiles echados a la cara.

Un hombre joven, moreno, cuidadosamente rasurado, el pelo ondulado, una medallita de oro al cuello y en pijama, se hallaba al otro lado de la cama delante de un amplio ventanal abierto de par en par. Tenía las manos a la espalda y al gritarle Pedro el «arriba las manos» dejó caer algo que dio un golpe seco en el suelo. Pedro se agachó y recogió una linterna eléctrica. Los ojos le brillaron con un júbilo feroz.

—¡Fuego! —gritó.

El hotel se estremeció con los estampidos de cuatro detonaciones a destiempo. No había miedo de que el estrépito de la descarga alborotase a la vecindad. Ni una sola ventana se abrió; ni una voz alarmada pudo oírse. Ni un rumor, ni una sombra en los pasillos. Como si aquel hotel y aquel barrio estuviesen deshabitados. En el cuarto inmediato, el inquilino comprobó satisfecho que los tiros no le habían matado a él, se tapó la cabeza con la almohada y así se estuvo quieto, quieto, hasta que fue de día.

Con un agujerito en la frente y un hilillo de sangre que le corría por la mejilla y el cuello, el guapo mozo quedó allí de rodillas ante la cama. Tenía la cabeza doblada y apoyada en el borde del lecho. Los brazos, enfundados en el amplio pijama de seda, le caían inertes hasta el suelo y le daban un aire grotesco y elegante de
pierrot
de trapo.

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