A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (8 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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El jefe de la centuria de la Falange estuvo conversando con el marqués y luego se fue calle abajo acompañado por el viejecillo y seguido de una patrulla de falangistas arma al brazo. El marqués y su gente celebraron consejo sobre la silla de montar. Allí no había nada que hacer. El enemigo había huido. Había que ir a buscarlo. No se conseguía nada aterrorizando a los que estaban encerrados en sus casas mientras las bandas de combatientes armados campasen por su respeto. Había que acosarles y buscarles la cara. Todos los informes señalaban que los rojos en su retirada se concentraban en Manzanar. Allí habría que ir a presentarles batalla cuanto más pronto mejor. Los mayorales salieron para reagrupar a la gente y echarla otra vez al campo.

Los jefes fascistas tenían otra opinión. Antes de seguir avanzando había que limpiar la retaguardia. En Villatoro se podía hacer una buena redada de bandidos rojos con la cooperación de las gentes de derecha del pueblo, que los denunciarían gustosamente. Una simple operación de policía en la que sólo se invertirían unas horas. El marqués replicó desdeñosamente que aquélla no era empresa para él y reiteró a sus mayorales la orden de marcha. Los falangistas decidieron quedarse en el pueblo. Tenían mucho que hacer. Y formando varias patrullas tomaron las entradas y salidas de la villa y se dedicaron a ir casa por casa practicando registros y detenciones. Guiando al jefe de la centuria iba el viejecillo de la ventanita.

Entre tanto, Rafael dejó rienda suelta a su caballo, salió al campo y dando la vuelta por detrás de los corrales de las casas llegó hasta un olivar en el que echó pie a tierra y se sentó en una piedra a fumarse un cigarrillo a solas con sus preocupaciones. Desde aquel lugar veía las blancas casitas del pueblo apiñadas en torno a la torre desmochada y renegrida de la iglesia incendiada. No había penachos de humo en las chimeneas de las casas ni en todo lo que alcanzaba la vista se divisaba un ser humano. ¡Qué soledad! ¡Qué tristeza! Nunca había sentido tan netamente la sensación del vacío.

A sacudir su melancolía vino una escena que ante sus ojos se desarrollaba a lo lejos; una mujer abría cautelosamente la puerta trasera del corral de una casa, oteaba los alrededores y segundos después un hombre salía tras ella, la abrazaba rápidamente y echaba a correr pegado a las bardas de los corrales. Iba el hombre agachándose y llevaba una escopeta en la mano. Rafael requirió el rifle, pero en aquel momento, dos, tres chiquillos, que desde allí se veían menuditos como gorgojos, salían a la puerta del corral y levantando sus bracitos decían adiós al que corría. Éste, sin volver atrás la cabeza, avanzaba rápidamente por el campo raso para ganar cuanto antes la espesura del olivar, donde Rafael, con el rifle echado a la cara, le aguardaba a pie firme. En aquel instante vio que tras la mujer y los chiquillos aparecían cinco o seis falangistas, a los que desde lejos reconoció por la pincelada azul de las camisas. La mujer, al encontrarse con ellos, se tiró a los pies del que parecía ser el jefe, y Rafael quiso adivinar que forcejeaban. Pudo ver cómo el falangista se desasía y, mientras la mujer rodaba por el suelo, se echaba el arma a la cara y disparaba. El silbido de la bala debió de sonar con la misma intensidad en los oídos del hombre que corría y en los de Rafael. Éste, parapetado tras el tronco de un olivo, veía avanzar hacia él al fugitivo, que, atento sólo al peligro que tenía a su espalda, se le echaba encima estúpidamente. Hubo un momento en que pudo matarlo como a un conejo. Acaso su voluntad fue la de apretar el gatillo del rifle. Pero no lo apretó. ¿Por qué? Él mismo no lo supo. Cuando el hombre al pasar junto a él como una exhalación advirtió al fin su presencia, lanzó una maldición, dio un salto gigantesco y, desviándose, corrió con más ansia aún. Rafael le siguió en su huida contemplándole por el punto de mira de su rifle. Ya esta vez no le mató porque no quiso. Y pensando que era así, porque no quería, le perdió de vista.

Los perseguidores avanzaban ya haciendo fuego graneado contra el olivar. Rafael se tiró a tierra tras un grueso tronco y cuando sintió que los falangistas estaban ya cerca les gritó:

—¡Arriba España! No tirar, amigos, que vais a dar a uno de los vuestros.

Le rodearon recelosos apuntándole con los fusiles.

Identificó su personalidad y le reconocieron.

—¿No ha visto usted pasar por aquí a un rojo con armas que huía? —le preguntó el jefe de la centuria que iba al frente de la patrulla.

—No.

—Es raro. Por aquí ha pasado.

—Pues yo no le he visto.

—Es raro, es raro. Tendrá usted que explicarlo.

Rafael se encogió de hombros y dio media vuelta. El era un señorito. Y por no dejar de serlo se batía.

* * *

El viejo marqués y su tropilla no sabían dónde se habían metido. Cada ventana era una boca de fuego para los caballistas. Los rojos, concentrados en Manzanar, les habían dejado llegar confiadamente y cuando les tuvieron en la calle principal del pueblo les cortaron la retirada y desde todas las casas empezó a llover plomo sobre ellos. Se espantaron algunos caballos, cayeron aparatosamente de la silla dos o tres jinetes, y el brillante cortejo se arremolinó en torno a su caudillo, el viejo marqués, provocando una espantosa confusión. Rigiendo con mano firme su caballo encabritado, gritó el marqués:

—¡Adelante! ¡Viva España!

Y rodeado de sus hijos y sus mayorales, que hacían fuego desesperadamente contra los invisibles enemigos, se abrió paso hacia la plaza mayor. Tras él se precipitó el grueso de los caballistas. Cuando desembocaron en la plaza, al galope, los rojos, que apostados en la bocacalle les hacían fuego a mansalva, tuvieron un momento de desconcierto. Esperaban que los caballistas hubiesen retrocedido en vez de avanzar. El no haberlo hecho así les salvó. José Antonio y Juan Manuel, blandiendo los rifles como mazas, se echaron sobre los tiradores rojos y los dispersaron momentáneamente. Aquellos instantes los aprovecharon los caballistas para refugiarse primero en los soportales de la plaza, tirarse de los caballos y entrarse luego en tromba por el caserón del ayuntamiento adelante arrollando a los que quisieron oponerles resistencia. Bajo un fuego mortífero los caballistas fueron llegando hasta allí y parapetándose. Los que se rezagaron cayeron cuando intentaron atravesar la plaza, batida desde las cuatro esquinas por un fuego terrible de fusilería. Los caballos abandonados corrían por la plaza de un lado para otro bajo un diluvio de balas que, uno tras otro, los fueron abatiendo. Las bestias heridas y chorreando sangre emprendían furiosas galopadas alrededor de la plaza buscando inútilmente una salida. Uno de los caballistas que yacía herido en el suelo fue espantosamente pisoteado. Otro, que salió insensatamente a salvar a su caballo, cayó abrazado al cuello de la bestia; la misma bala los había matado a los dos.

Cuando no quedó un ser vivo en el ámbito de la plaza y los caballistas que se habían salvado estuvieron atrincherados y en condiciones de impedir momentáneamente cualquier intento de asalto a la casa del ayuntamiento, vieron que del bizarro escuadrón sólo quedaban dos decenas de hombres válidos y ocho o diez heridos. Los demás habían muerto o andaban huidos por el campo. Refugiadas en los sótanos del caserón, encontraron los fugitivos a cinco o seis mujeres y ocho o diez chiquillos que se encontraban dentro al hacer su irrupción los caballistas y que quedaron en rehenes al ser arrollados y expulsados los rojos. Éstos seguían disparando, pero ya los hombres del marqués estaban a cubierto. La casa del ayuntamiento era sólida, estaba aislada y podía intentarse la resistencia durante algunas horas. Se improvisaron parapetos y troneras, se distribuyeron estratégicamente los hombres y se pudo hacer frente a la situación con cierta esperanza. Si podían resistir dos o tres horas, darían tiempo a que llegasen los moros y el Tercio, que los salvarían.

Los rojos, que seguramente lo comprendían así, arreciaban en el ataque. Pronto advirtieron los caballistas que un asalto en toda regla a su improvisado reducto se estaba preparando. Hubo unos minutos de aterradora calma. Aquella pausa sirvió para que los rojos hiciesen a los sitiados una intimación formal a que se rindiesen. El señorito Rafael oyó que le llamaban por su nombre desde el interior de una casa inmediata a la del ayuntamiento. Pegado al muro junto a una ventana convertida en aspillera, contestó:

—Aquí está Rafael. ¿Quién le llama?

—Soy yo, Julián el Maestrito, quien le habla —replicaron del otro lado.

—¿Qué quieres?

—Que convenzas a tu gente de que debe rendirse.

—¿Te has olvidado de quién soy yo y de cuál es mi casta? ¿No me llamaste siempre «el señorito»? Un señorito no se rinde.

—¡Cochinos señoritos! Ya podéis rendiros si no queréis morir todos corno perros. Se han acabado los señoritos.

—Antes os rendiréis vosotros, cobardes. No tardarán dos horas en venir en nuestro auxilio las tropas de Sevilla. Huid pronto si no queréis que os machaquen.

—En dos horas nuestros dinamiteros volarán la casa con todos vosotros dentro.

—Volarán también las mujeres y los niños que hemos cogido aquí.

—Pegaremos fuego al edificio y cuando salgáis huyendo de la quema os cazaremos a tiros.

—Llevaremos por delante a vuestras mujeres y a vuestros hijos para que nos sirvan de parapetos.

Hubo un momento de terrible silencio. Los dos hombres sintieron miedo de sus propias palabras.

—Tú no harás eso, Rafael. No tienes corazón para hacer esa infamia —dijo al cabo de un rato el Maestrito.

—Ni tú volarás la casa con dinamita, Julián —afirmó Rafael.

—¿Todo está dicho entonces?

—Todo está dicho.

La gente, de un lado y de otro, se impacientaba. Los rojos emprendieron de nuevo el fuego de fusilería contra los sitiados; éstos, bajo el diluvio de las balas que entraban en la casa por todos los huecos, se defendían mal; no tenían ni hombres ni municiones para cubrir todos los puntos vulnerables.

—Donde no se pueda poner un escopetero se coloca bien visible a una de esas mujeres que hemos cogido y ya veremos si siguen tirando —propuso el Lunanco, viejo jaque campero de piel y corazón curtidos.

—¡Eso no! —replicó Rafael.

—¿Por qué no? —le interpeló con mal ceño su hermano Juan Manuel.

—Porque a mí no me da la gana —respondió Rafael—. Primero abro la puertas a esa canalla roja para que nos degüelle.

—Y yo, como lo intentes siquiera, te descerrajo un tiro.

Los dos hermanos, agazapados cada cual en su tronera bajo el plomo enemigo, se miraron con odio.

Afuera se reñía también una dura batalla. Los mineros de Ríotinto preparaban la voladura del edificio metiendo los cartuchos de dinamita bajo los sillares de piedra de los cimientos. El Maestrito se oponía.

—¿Crees que nos los vamos a dejar vivos? —le interpeló uno de aquellos hombres vestidos de azul y con una gran estrella roja de cinco puntas sobre el pecho, uno de aquellos obreritos de la ciudad que en opinión del marqués eran los culpables de la rebelión de los campesinos.

—Están dentro las mujeres y los niños —arguyó Julián.

—Aunque estuviera dentro mi madre. ¡Adelante, muchachos!

Crecían la violencia del ataque y la desesperación de la defensa. Puertas y ventanas acribilladas por los trabucazos saltaban hechas astillas; los cartuchos de dinamita que explotaban en el tejado echaban grandes masas de tierra, leños y cascotes sobre los sitiados; una botella de líquido inflamable había prendido en las maderas de una ventana y las llamas empezaban a invadir el reducto.

Hubo al fin un momento en el que amainó el tiroteo. Sólo algún que otro cartucho de dinamita tirado desde lejos venía a hostilizar. ¿Qué pasaba? ¿Habían minado ya el edificio y los sitiadores se retiraban aguardando de un momento a otro la voladura? Era preciso aprovechar los instantes para hacer una salida desesperada antes de que sobreviniera la explosión.

Ya se disponían a salir cuando Rafael preguntó:

—¿Y las mujeres y los niños?

—Ya se pondrán a salvo cuando vean que nos hemos ido; y si no salen a tiempo, ¿qué más da? ¿Es que sus hombres nos van a dejar que lleguemos con vida al otro extremo de la plaza?

—Nuestro deber es prevenirlas y que se salven si pueden —insistió Rafael.

—Yo iré —dijo el Lunanco, guiñando el ojo al señorito Juan Manuel.

Y, apresurándose, bajó al sótano, amenazó a las mujeres con un ademán para que no chistasen, cerró la puerta dejándolas encerradas bajo llave y se incorporó a sus compañeros.

—Ya está. Vamos ahora a que nos maten esos canallas.

Cuando la gente del marqués salió a la plaza creyendo que antes de pisar el umbral del edificio iba a ser ametrallada implacablemente, se maravilló de ver que sólo saludaban su presencia unos tiros sueltos y mal dirigidos que no les hicieron ninguna baja. El grupo atravesó la plaza a paso de carga bajo el mismo tiroteo espaciado e ineficaz. Indudablemente los sitiadores no pasaban de media docena. ¿Adonde se habían ido los centenares de hombres que una hora antes les acribillaban?

Apenas avanzaron un poco por la calle principal se dieron cuenta los fugitivos de lo que ocurría. Por la parte de la carretera sonaban distantes las descargas continuas de la fusilería. Se luchaba en las afueras del pueblo. Era indudable que habían llegado las fuerzas del Tercio y de Regulares que enviaba Queipo. Estaban salvados.

Cautamente fueron aproximándose hacia el lugar de la lucha. El tableteo de las ametralladoras les indicaba la posición que ocupaban las tropas. Entre ellas y los restos del escuadrón de caballistas estaban los rojos atrincherados en las últimas casas del pueblo y en los accidentes del terreno que les favorecían. Había que atacarles por la espalda antes de que reaccionasen contra ellos al advertir que habían roto el débil cerco que les dejaron puesto. En aquel instante, destacándose del estruendo de las explosiones, llegó hasta los caballistas un confuso rumor de lejana algarabía. Unos gritos inarticulados que recordaban al aullido de las fieras dominaban todos los ruidos del combate. Aquella marea creciente de rugidos amenazadores era inconfundible. Los moros se lanzaban a la lucha cuerpo a cuerpo para desalojar a los rojos de sus posiciones.

Era el instante crítico. Los hombres del marqués atacaron simultáneamente y se produjo una confusión espantosa. La batalla tomó en aquel punto ese ritmo de vértigo que hace imposible al combatiente advertir nada de lo que ocurre a su alrededor. Las batallas no se ven. Se describen luego gracias a la imaginación y deduciéndolas de su resultado. Se lucha ciegamente, obedeciendo a un impulso biológico que lleva a los hombres a matar y a un delirio de la mente que les arrastra a morir. En plena batalla, no hay cobardes ni valientes. Vencen, una vez esquivado el azar, los que saben sacar mejor provecho de su energía vital, los que están mejor armados para la lucha, los que han hecho de la guerra un ejercicio cotidiano y un medio de vida.

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