Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
Vencieron, naturalmente, los guerreros marroquíes, los aventureros de la Legión, los señoritos cazadores y caballistas. El heroísmo y la desesperación no sirvieron a los gañanes rebeldes más que para hacerse matar concienzudamente. Una hora después los moros sacaban ensartados en la punta de sus bayonetas a los que aún resistían en sus parapetos y cazaban como a conejos a los que por instinto de conservación buscaban un escondite.
Las tropas victoriosas entraban
razziando
por las calles del pueblo. Tras ellas venían la centuria de la Falange y la tropa de caballistas que acaudillaba el famoso torero el Algabeño. La lucha había sido dura y el castigo tenía que ser ejemplar. Las patrullas de falangistas entraban en las casas y se llevaban a los hombres que encontraban en ellas. A los que se cogía con las armas en la mano se les fusilaba en el acto. Un sargento moro de estatura gigantesca que iba abrazado a un fusil ametrallador, a una simple señal de sus jefes regaba de plomo a los prisioneros que le llevaban, pespunteándolos de arriba abajo con el simple ademán de abatir el cañón del arma.
Se fusilaba en el acto a todo el que ofrecía la sospecha de que había disparado contra las tropas. La comprobación era rapidísima. Se le cogía por el cuello de la camisa y se le desgarraba el lienzo de un tirón hasta dejarle el hombro derecho al descubierto. Si se advertía en la piel la mancha amoratada de los culatazos que da el fusil al ser disparado, pasaba en el acto a la terrible jurisdicción del sargento moro.
Y así iba cumpliéndose por casas, calles y plazas la horrenda justicia de la guerra.
* * *
Rafael, apartándose de los suyos, volvía de la batalla con una amargura y una tristeza inefables. Las sombras de la noche, que apagando los ramalazos sangrientos del ocaso caían sobre el pueblo, se volcaban también sobre su corazón.
Al doblar la esquina de una calleja solitaria vio el bulto de un hombre que corría hacia donde él estaba y que al verle retrocedía precipitadamente y se parapetaba en el quicio de un portal. Creyó reconocerlo.
—¡Julián!
El fugitivo no respondió.
—¡Julián! —repitió Rafael.
—Déjame paso o te mato —dijo al fin la voz dura del Maestrito.
—Vete —replicó Rafael apartándose—. No creerás que soy capaz de delatarte.
—¡Sois capaces de todo! ¡Asesinos!
Echó a correr el Maestrito y al pasar junto a Rafael le escupió de nuevo.
—¡Asesinos!
Aún no había doblado la esquina cuando se le echó encima una patrulla. Sonaron como palmadas unos tiros de pistola. Las sombras permitieron a Rafael darse cuenta de que los de la patrulla acorralaban al Maestrito y que en pocos segundos caían sobre él y le agarrotaban.
«Ahora le matarán», pensó acongojado.
Pero no. A quien querían matar era a él. Le habían visto ocultándose en el fondo de la calleja y, suponiéndole rojo también y en connivencia con el fugitivo que acababan de capturar, le hicieron una descarga intimándole a que se rindiese.
—¡Soy de los vuestros! —gritó.
Se le acercaron cautelosamente. Esta vez no le valió su nombre. Junto con el Maestrito se lo llevaron detenido y le hicieron comparecer ante el jefe de la centuria de la Falange, al que no supo explicar satisfactoriamente su presencia en aquella calleja solitaria junto a uno de los más caracterizados cabecillas marxistas, sobre todo después del primer encuentro que por la mañana había tenido con los falangistas en circunstancias análogamente sospechosas.
Y a Sevilla se lo llevaron preso junto con el Maestrito y con los rojos que por azar o por conveniencia de información no habían sido fusilados.
* * *
La cárcel que los fascistas de Sevilla habían improvisado en un viejo
music-hall
popular, el pintoresco Salón Variedades de la calle de Trajano, no se parecía en nada a una cárcel. La campaña de represión que las tropas, los requetés y la Falange hacían por los pueblos de la provincia volcaba diariamente sobre la capital una enorme masa de detenidos que tenían que ser alojados en los lugares más inverosímiles, y los grandes salones de baile del Variedades, poblados por una humanidad abigarrada de campesinos, obreros, señoritos rojos —que también los había—, viejos caciques de los pueblos que para su mal habían jugado a última hora la carta del Frente Popular, profesores azañistas, intrigantes, agitadores y periodistas republicanos, ofrecían un aspecto desconcertante y caótico.
Durante el día, la cárcel del Variedades era el lugar más pintoresco del mundo. El buen aire, la compostura y el gracejo de los andaluces excluían toda sensación de tragedia. Una verdadera nube de vendedores ambulantes de chucherías acudía a las puertas de la prisión; los camaroneros con la cesta al brazo voceaban su mercancía por las galerías; en un rincón canturreaba fandangos un limpiabotas comunista; un alcalde de pueblo que había sido primero de la dictadura y luego de Martínez Barrio contaba cuentos verdes y, en un corrillo, un empleadillo afeminado y chismoso ridiculizaba a los jefes fascistas de Sevilla relatando episodios escabrosos de sus vidas con tal agudeza y tan mala intención que sólo por ellas estaba en la cárcel. Un jorobadito al que los rojos habían matado dos hermanos iba y venía en funciones de cancerbero y, aunque estaba allí y había solicitado aquel puesto movido por un odio y una anhelo de venganza feroces, tenía buen cuidado de no hacer nunca un ademán o un gesto que traicionasen su oculta e inextinguible saña. Los fascistas, con esa manía reformadora de las costumbres que ataca a todos los partidarios de las dictaduras, querían imponer a los presos una disciplina aparatosa de origen germánico, a base de duchas, gimnasia sueca y tiesura militar. Pero se aburrían pronto al tropezar con la resistencia pasiva e inteligente de los presos y, a fin de cuentas, les dejaban hacer lo que querían. Canturrear, murmurar por los rincones y mordisquear camarones o patas de cangrejo. Lo que por naturaleza ha hecho siempre el hombre andaluz caído en cautividad o desgracia.
Al anochecer, todas aquellas sugestiones pintorescas se borraban como por ensalmo, y aquellas gentes que durante las horas de sol se mostraban frivolas e indiferentes a su destino se replegaban sobre sí mismas y, acurrucadas junto a los petates, contaban angustiosamente las horas que faltaban para que amaneciese. El conticinio era el quiebro trágico de la jornada. A esa hora el jorobadito recorría las galerías y llamaba por sus nombres a los presos que figuraban en una lista que llevaba en la mano. En la calle gruñían ya los motores de unos camiones. A uno de ellos eran conducidos los presos a quienes el jorobadito requería. No eran frecuentes las rebeldías ni los aparatosos derrumbamientos. Los hombres se dejaban llevar como el ganado. Alguna vez, a lo sumo, se esbozaba un gran ademán trágico que se frustraba en el congelado terror del ambiente.
—¡Salud, camaradas! ¡Viva la revolución social! —gritaba el que se iba.
Nadie le contestaba y el presito doblaba la cabeza y se dejaba conducir mansamente. El camión en que metían a los presos partía en dirección a la Alameda; tras él iba otro con una sección de Regulares y, cerrando la marcha, un tercero cargado de falangistas.
Cuando amanecía, todo había pasado.
* * *
—Julián Sánchez Rivera, de Carmona —leyó el jorobadito.
—Presente —contestó con voz firme y lúgubre el reclamado.
Se puso en pie y antes de echar a andar lanzó una mirada lenta y triste a su alrededor. Acurrucados junto a la pared con los codos en las rodillas y la cabeza entre las palmas de las manos había quince o veinte presos que permanecieron inmóviles. Sólo un hombre que estaba tumbado en un camastro se irguió y fue con los brazos abiertos en su busca.
Se abrazaron silenciosos. Pecho contra pecho, sintieron cómo latían a compás sus corazones. Fue un instante no más. Para ambos valió más que la propia vida entera.
—Adiós, Julián.
—Salud, Rafael.
* * *
El auto que conducía Rafael dejaba atrás los pueblecitos soleados de Sevilla y Cádiz. Sin detenerse llegó a la frontera. Mostró el viajero a los
policemen
su documentación en regla y pasó. Fue directamente al hotel Rock, situado en una de las laderas del Peñón. Abrió de par en par la ventana del cuarto que le destinaron. Al otro lado de la bahía empezaban a parpadear las lucecitas de Algeciras, anticipándose al crepúsculo. Detrás, un fondo rojo que luego se hacía cárdeno y finalmente negro había ido borrando el contorno de la tierra de España. Ya no se veía nada. Sólo era perceptible en primer término la silueta afilada de los acorazados británicos anclados en la bahía.
Ya tarde, bajó al
hall
del hotel. Unas inglesas silenciosas hacían labor de ganchillo; un viejo magistrado británico correctamente ebrio meditaba sus justicias hundido en un butacón; una norteamericana bonita mostraba las piernas; una dama respetable se dormía con perfecta respetabilidad, y media docena de ingleses no hacían nada, absolutamente nada. Es decir, vivían.
Al cruzar el
hall
advirtió que le miraban; tuvo la sensación de que llevaba un estigma en la frente y de que el ser español pesaba como un agravio. Haciendo acopio de fuerzas soportó sin derrumbarse el peso terrible que sentía caer sobre sus hombros. Cargó con todo. ¡Con todo!
Y aún tuvo alma para levantar la cabeza y seguir adelante...
La calle era una sima honda, larga y negra. Una hendedura en la corteza de un astro muerto. Por su fondo se arrastraba, como único indicio de vida, un gusanito de luz, un auto, que con los haces luminosos de sus faros barría los zócalos de las altas fachadas, moles difícilmente perceptibles, en las que pintaba al relumbrón fantásticas suntuosidades arquitectónicas insospechables en aquella negra cortadura. Todo lo que hay de inhumano y monstruoso en la gran ciudad se veía ahora cuando no había luz, y la calle en sombras y sin vida era como una grieta de indiscutible naturaleza sísmica.
En aquella desolada profundidad alguien estaba vivo todavía. El miliciano Pedro se arrancó del sueño y de la jamba que le servía de parapeto, corrió el cerrojo del máuser y, plantado en el centro de la calle, con las piernas abiertas y el arma terciada, guiñó el ojo de su linterna eléctrica al auto que venía. Acalló éste su resuello y cerró las pupilas indiscretas. La voz dura del miliciano rodó por el ámbito de la noche.
—¡Alto! ¡Alto...!
Chirriaron los frenos.
—La consigna... ¡Venga!
—«Pero la vil canalla...
—... perecerá a nuestras manos».
—Salud, camarada.
—Salud.
Siguió el auto su camino descubriendo resquicios de ciudad en aquel hondón tenebroso hasta que se lo tragó la distancia. El miliciano Pedro, arrastrando la culata del fusil por el adoquinado, volvió a su portal y a su somnolencia. De la guerra y de la revolución —pensaba— lo peor es el sueño que se tiene siempre. ¡Si se pudiera dormir! La guerra y la revolución serían menos duras y menos crueles si los hombres que las hacen hubieran dormido bien, a gusto, en una cama blanda y grande en la que fuese posible estirar las piernas entre unas sábanas frescas. Cuando se tienen los ojos como si fuesen de cristal y los párpados pesan como el plomo, cuando se siente en la espalda corvada por la fatiga una punzada sutil, no cabe andarse con contemplaciones. Había que ganar la guerra aunque no fuese más que para poder dormir. Luego haríamos todo lo demás. Pero hay que hacerlo todo ahora, sin quitarse nunca el correaje, sin dormir, sin pararse a pensar lo que se hace. ¡Tantas cosas hay que hacer!
La jornada ha sido dura. Entre ayer y hoy —¿cuándo fue ayer y cuándo es hoy?— ha sido preciso que los hombres de confianza se dedicasen a transportar precipitadamente todas las reservas de proyectiles y explosivos que el ejército del pueblo tenía en Madrid. Unos oficiales de aviación que hasta entonces habían permanecido leales levantaron el vuelo y se pasaron a los rebeldes. Como los traidores conocían los depósitos de municiones, se temía que antes de que transcurriesen muchas horas viniesen los trimotores italianos y alemanes a bombardearlos, y había sido necesario buscar nuevos e ignorados lugares donde almacenarlos. El mando había encontrado un lugar inmejorable: los sótanos del antiguo Teatro Real, situados a veinte metros de profundidad. Pero las bombas de ciento cincuenta kilos se abren camino siempre, y en evitación de riesgos se había procurado instalar el nuevo depósito con el mayor secreto. Sólo los hombres de absoluta confianza, los militares mejor probados, habían intervenido en el traslado. El miliciano Pedro estaba desriñonado de cargar con las cajas de municiones, pero, una vez terminada la faena, había acudido como siempre a prestar guardia nocturna en las calles del barrio aristocrático plagado de espías y contrarrevolucionarios a los que había que vigilar noche y día. Estaba rendido, pero le sostenía el orgullo de haber prestado un servicio de confianza a la causa. Ya los oficiales de aviación que habían traicionado al pueblo no sabrían dónde ocultaba éste sus reservas de explosivos. Otros camaradas se habían encargado, además, de que no hubiese más oficiales de aviación traidores. Se podía, pues, esperar la llegada del nuevo día dando cabezadas en el quicio de aquel portal sin temor a una catástrofe inminente.
En la noche inmensa, la amplia calle del aristocrático barrio de Salamanca, que el miliciano Pedro vigilaba desde su escondite, permanecía silenciosa y oscura. Sólo allá en lo alto clareaba un poco el cielo al resplandor de las estrellas. Pedro, adormecido, estuvo contemplándolas con la mirada perdida en el infinito. Había una, más grande y más próxima, que parpadeaba como si estuviese jugueteando. ¿Qué estrella sería aquélla? No se parecía a las demás. Más roja y más brillante que las otras, lanzaba su lucecita con extrañas intermitencias. ¿Era una estrella o una luz de señales? Perforó Pedro la noche con sus ojos y se convenció de que aquella lucecita, manejada por algún espía, estaba transmitiendo señales. Su primer impulso fue el de todo miliciano: echarse el fusil a la cara y disparar. El latigazo del máuser hendió las sombras y la lucecita se extinguió.
—Soy un idiota —gruñó Pedro, arrepentido—; he debido acechar y cazarlo.
Pero la lucecita no volvió a brillar. Una hora más tarde el relevo sacaba a Pedro de su escondite. Antes de retirarse advirtió al camarada que le sustituía:
—Alguien anda por allá arriba haciendo señales con una lucecita. No lo espantes. A ver si conseguimos cazarlo.