Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
La cosa fue tan inesperada que nadie se la explicaba. Hubo quien dijo que el miliciano había disparado su fusil y que esto era todo. Otros, que vinieron luego, al darse cuenta de que había en el suelo seis u ocho mujeres acribilladas, aseguraban ya que un automóvil fascista, aprovechándose del alboroto, había pasado a toda marcha ametrallando a la gente. Acudieron al fin los milicianos, que, aunque a medias, dieron con la verdad: en medio de la cola de mujeres que había a la puerta de la tienda, los fascistas habían tirado una bomba, que al explosionar había hecho una terrible carnicería entre las infelices. Esto era evidente. Pero, en cambio, sin que nadie pudiera precisar el fundamento de tal cosa, se creyó, unánimemente, que la bomba la habían tirado desde uno de los pisos altos de cualesquiera de las casas próximas. Alguien llegó a señalar el balcón preciso desde donde la habían arrojado, y los milicianos, sin más averiguaciones, estuvieron fusilando a placer la fachada del inmueble.
Resultó luego que no era así; que la bomba, cosa que a nadie se le ocurrió pensar, había caído del cielo. Eran los aviones de Franco, volando a oscuras sobre Madrid sin que los descubrieran, los que la habían arrojado. Simultáneamente, en diez o doce lugares de la capital había ocurrido lo mismo. Una escuadrilla de aviones de caza volando a más de tres mil metros cuando ya oscurecía, aunque todavía no fuese noche cerrada, había arrojado sobre el centro de Madrid una veintena de bombas pequeñas, de cinco o diez kilos a lo sumo, que habían hecho una mortandad espantosa. Hasta entonces, los madrileños estaban acostumbrados al aparatoso bombardeo de los trimotores, que, precedidos de la señal de alarma, llegaban volando bajo y se limitaban a dejar caer dos o tres artefactos de cien kilos sobre objetivos determinados, el Ministerio de la Guerra, el cuartel de la Montaña o la estación del Norte. Aquel bombardeo a granel y por sorpresa era increíble. Nadie se explicaba cómo no había sonado siquiera la señal de alarma. Se ignoraba que aquella misma mañana un avión faccioso había incendiado en la floresta de la Casa de Campo el globo cautivo que con los aparatos registradores del ruido de los motores se elevaba todas las tardes en el cielo de Madrid para velar el sueño de los madrileños.
A la hora del bombardeo, las seis de la tarde, las calles céntricas estaban invadidas por una gran muchedumbre, y cada bomba produjo docenas de víctimas; si una sola hubiese caído en la Puerta del Sol, habría hecho un millar de bajas. La mortandad fue terrible. En los zaguanes de las casas de socorro, muertos y heridos confundidos, en su mayor parte mujeres y niños, se alineaban en el suelo esperando inútilmente a que los médicos y practicantes pudieran, al menos, reconocerles. A las diez de la noche se calculaba que las víctimas del bombardeo, entre muertos y heridos, pasaban del medio millar.
Cuando el alumbrado público se extinguió totalmente y la urbe se hundió en las tinieblas, un agudo presentimiento de que la hecatombe no había terminado pesaba sobre el ánimo de los madrileños. Cada cual fue a meterse temeroso en su agujero. La vida huyó de calles y plazas: ni una luz, ni un ruido en el ámbito fantasmal de la gran ciudad. En las entrañas febriles de Madrid estaba fraguándose, sin embargo, una pavorosa reacción. Se estremecían de odio, desesperación e impotencia las células nerviosas de la revolución; hervían de furor los corrillos de milicianos y obreros en cuarteles, sindicatos, puestos de guardia, consejos obreros, comisarías y círculos políticos; en aquellos centros neurálgicos que bajo la apariencia mortal de la noche conservaban una vida intensa y reconcentrada, iba modelándose por instantes la imagen monstruosa de la represalia. Una idea criminal germinada al mismo tiempo en mil cerebros atormentados por abrirse camino y conquistar los últimos reductos de la humana conciencia. Las cabezas más claras vacilaban batidas por la turbia marea. Aquella mala idea que se enseñoreaba rápidamente del ámbito aterrorizado de la ciudad plasmó al fin en una palabra que fue luego un grito unánime: «¡Masacre! ¡Masacre!».
Lo gritaban sin comprenderlo centenares de hombres a quienes el lúgubre sentido del término colmaba de esperanzas de vindicación. «¡Masacre! ¡Masacre!».
Decía con voz nueva la ancestral crueldad del celtíbero. «¡Masacre! ¡Masacre!».
Se preparaba un asalto a las cárceles. En las comisarías de vigilancia, en los ateneos libertarios y las radios comunistas, se operaba el tránsito del verbo a la acción, del verbo nuevo a la vieja acción cainita. Los hombres de acción se aprestaban a la matanza.
Aún había algo que resistía. Las centrales sindicales y los «responsables» de los partidos vacilaban todavía y, por su parte, el gobierno había mandado reforzar las guardias de las prisiones. Era una precaución inútil: los guardianes y los refuerzos mismos estaban ganados por la sugestión criminal.
A medianoche en todos los centros vitales de la revolución se reñía la misma desesperada batalla. Las escuadrillas de milicianos de retaguardia, concentradas y arengadas por sus jefes, se disponían al asalto de las cárceles. Arabel aleccionó secretamente a sus hombres de confianza, que fueron marchándose mezclados con los demás en pequeños grupos.
—¿Adonde mandas a tu gente? —le preguntó Valero.
—Van a la cárcel de San Román. A cobrar lo que se nos debe. ¿Te enteras? ¡A cobrar!
—Yo no tengo ninguna orden del partido.
—Ni nosotros la necesitamos. La voluntad del pueblo es más fuerte que la de los partidos —replicó Arabel enfáticamente, sintiéndose aquella noche en terreno más firme que el de su rival.
—Yo no sanciono esa masacre, que puede tener un sentido demagógico.
—Pues quédate aquí. No te enteres. Y déjanos de teorías y monsergas. Mañana nos lo agradeceréis.
Se dispuso a salir. Valero, después de un instante de vacilación, le retuvo.
—Espera. Voy con vosotros.
Se ciñó el correaje y la pistola y salió con Arabel. El soberbio Hispano del jefe de la escuadrilla se deslizó por las calles desiertas y fue a detenerse ante la puerta del viejo convento transformado en prisión. En la penumbra se distinguían unos bultos que merodeaban por las proximidades o se estacionaban ante el edificio formando grupos amenazadores. Valero y Arabel, al descender del auto, pasaron junto a unos cuantos que se hallaban a la puerta misma de la cárcel rodeando a los milicianos que estaban de guardia.
—¡Masacre! —dijo una voz sorda a la espalda de los jefes.
Entraron aprisa. En el cuerpo de guardia el responsable de la prisión se declaraba impotente para contener a los de fuera y desconfiaba de los de dentro.
—¡Es inevitable! ¡Es inevitable! —decía—. Pasarán por encima de nosotros si nos oponemos.
Valero hizo telefonear a los centros oficiales y a los sindicatos. Las respuestas eran débiles y tardías. «Resistir, esperar, disuadir, tantear el ánimo de la gente adicta, no emplear la fuerza sino en último extremo...». Finalmente, las nerviosas llamadas telefónicas de Valero y del responsable se perdían en el espacio. Mientras, habían ido filtrándose hasta el cuerpo de guardia muchos milicianos que rondaban por los alrededores. Cuando Valero quiso desalojar, era temerario intentarlo. Un puñado de hombres más audaces acabó de arrollarlos, y una masa compacta de gente armada con pistolas y fusiles llenó el zaguán y el cuerpo de guardia gritando: —¡Alas galerías! ¡Alas galerías! —¡Masacre! ¡Masacre!
Iban ya a forzar las puertas de la prisión cuando Valero, hendiendo a viva fuerza aquella masa humana, se colocó de espaldas a la puerta amenazada y con un grito feroz que dominó el tumulto y un ademán resuelto se hizo escuchar.
—¡Camaradas! —dijo—. La revolución va a hacer justicia. Estad tranquilos. Veinte hombres, sólo veinte hombre, capaces de ejecutar la voluntad del pueblo, son necesarios. Elegid vosotros mismos los veinte hombres en que tengáis confianza. Los demás, fuera. —¡Justicia! —gritó uno. —Se va a hacer —respondió Valero. —¡Ahora! —Ahora mismo. ¡Veinte hombres que sean capaces de hacerla!
Hubo primero un murmullo de desconfianza, y luego se vio que de entre la confusa muchedumbre de milicianos se destacaba un jovencito pálido con la hoz y el martillo simbólicos en el gorrillo de cuartel.
—Yo soy uno.
—Yo otro.
—Otro.
Tras los comunistas, fueron los recelosos hombres de la CNT y la FAI con sus insignias rojinegras. Cuando estuvieron cabales los veinte, Valero ordenó con voz imperiosa:
—¡Fuera los demás! Vuestros compañeros os dirán cómo hace su justicia la revolución. ¡Fuera!
Llamó al responsable y dispuso que los veinte voluntarios entrasen en las galerías y condujesen al patio, custodiados, a cuantos jefes y oficiales del ejército hubiese en la prisión. Mientras se cumplía la orden y el responsable iba tachando con un lápiz rojo en la lista de presos los nombres de los que eran conducidos al patio, Valero, sentado frente a él, permaneció silencioso y sin contraer un músculo de la cara.
Los militares que había en la prisión eran ciento veinticinco. Cuando vinieron a decirle que todos estaban ya en el patio formados se puso en pie y después de pasarse la mano por la frente echó a andar. Al salir al patio no pudo distinguir más que el cuadrilátero intensamente azul del cielo estrellado y una línea borrosa de seres humanos a lo largo de uno de los negros paredones.
—Habrá que traer luz —dijo el responsable.
—No; no hace falta —replicó Valero que sentía la penumbra como un alivio.
El ascua del cigarrillo de un miliciano le sirvió de punto de mira. Su voz dura hendió las sombras.
—¡Ciudadanos militares! —gritó.
Hubo una pausa.
—¡Ciudadanos militares! —repitió—. La República os ha privado de la libertad que disfrutabais en su daño. Estáis en prisión por haber sido acusados de enemigos del pueblo y del régimen. En circunstancias normales los delitos que se os imputan serían sometidos a los tribunales ordinarios, pero la guerra, que ha llegado ya a las puertas mismas de Madrid, impide la función normal de la justicia. Se os va a someter inmediatamente a una justicia de guerra inexorable. Sabedlo bien. Pero sea cual fuera la índole de los delitos contra el Estado republicano que hayáis cometido, podréis reivindicaros en el acto y recobraréis la libertad. El ejército del pueblo necesita jefes y oficiales competentes y valerosos que le lleven a la victoria. Los que quieran eludir la dura sanción que por su pasada conducta ha de recaer sobre ellos, los que deseen recobrar su libertad y su categoría dentro del ejército, los que no quieran ser juzgados como traidores a su Patria y a su gobierno legítimo, los que acepten el honor de defender la revolución con las armas en la mano, ¡un paso al frente!
En la línea borrosa de los prisioneros pudo percibirse un débil estremecimiento. Nadie se movió, sin embargo. Ni una de aquellas sombras osó destacarse. Valero recorrió con la mirada la fila inmóvil. ¿Blanqueaba en la penumbra una cabeza cana? No quiso saberlo y cerró los ojos.
—¡Ciudadanos militares! —agregó—. La República os hace su último requerimiento. ¡Los que quieran salvar sus vidas, un paso al frente!
Nadie se movió. Cada vez más rígidas y distintas, aquellas sombras parecían de piedra.
—¡Aún es tiempo! —gritó por vez postrera Valero con patética entonación—. ¡Los que no quieran morir, un paso
al frente!
Ninguno lo dio. Valero se echó hacia atrás horrorizado. En aquel momento la voz de Arabel susurró en su oído:
—Basta ya. Has hecho todo lo que podías por esa canalla. Déjame a mí ahora.
Los milicianos empezaron a maniobrar en el patio. Petardearon la noche los motores de los camiones. Y ya hasta que fue de día los perros estuvieron aullando y ladrando desesperadamente.
El parte oficial consignaba al día siguiente que a consecuencia del bombardeo aéreo habían muerto doscientas veintidós personas. Figuraban en el parte los nombres y apellidos de un centenar de víctimas y al final decía textualmente: «Los ciento veinticinco cadáveres restantes no han sido identificados».
Cogidas del diestro por Currito, el espolique del marqués, piafaban y herían con la pezuña los guijarros del patio las cuatro jacas jerezanas de los señoritos, lustrosa el anca, cuidados los cabos, vivo el ojo, estirada la oreja, espumeante el belfo, prieta la cincha, el rifle en el arzón de la silla vaquera.
Volteaba alegre el esquilón en la espadaña del caserío. En la gañanía y sus aledaños, los mozos, con el sombrero de ala ancha echado sobre el entrecejo sombrío y la escopeta entre las piernas, aguardaban sentados en los poyos de piedra y con los caballos arrendados a que se dijese la misa de los señores.
Repantigado en su sillón frailuno, cuando el pasaje de la misa se lo permitía, de pie o con una rodilla en tierra y la noble testa inclinada, cuando el misal lo mandaba, el señor marqués presidía el oficio divino teniendo a su derecha a la tía Conchita y detrás, tiesos como husos, a sus tres hijos varones, José Antonio, Juan Manuel y Rafaelito, tres hombres como tres castillos con sus chaquetillas blancas, sus zahones de cuero, la calzona ceñida, las espuelas de plata, la fusta jugueteando entre las manos cuidadas. El
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Frasquito iba y venía a pasitos cortos haciendo sus rituales simulacros delante de una hornacina abierta en el muro del amplio comedor, donde de ordinario se decía la misa de los señores en un altarcito portátil que Oselito, el sacristán, ponía y quitaba todas las mañanas después de haber servido allí mismo el desayuno. Al otro extremo de la vasta pieza oían también la misa el administrador, don Felipe, el aperador Montoya y el manijero Heredia. Por el hueco del torno asomaban la cabeza las mujeres de la cocina, una vieja y dos mocitas ganosas de recoger siquiera fuese de refilón la bendición del
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Frasquito. Una gran espiral de humo azul, atravesada por un rayo de sol muy tendido, perfumaba el tibio ambiente con el olor de la alhucema fresca que Oselito quemaba en el incensario. En la misa de los señores se quemaba alhucema y no incienso porque al señor marqués le molestaba el olor del incienso y el
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Frasquito no era demasiado intransigente en estas menudencias litúrgicas
Con los últimos amenes y persignados se fueron a fregar las mujeres, se quitó el «traje de luces» el cura, blandió Oselito el apagavelas y el señor marqués y sus tres hijos se calaron los anchos sombreros cordobeses, sujetándoselos con los barboquejos, y salieron al patio, donde Currito, el espolique, les esperaba con los caballos. José Antonio, el hijo mayor, le tuvo la silla al padre mientras montaba. A una distancia respetuosa evolucionaban los cuarenta mozos de la mesnada con sus caballos de labor y sus escopetas. Los dos guardas jurados, bandolera y tercerola, se metían entre la tropa de caballistas para darles las últimas instrucciones. El señor marqués, a caballo en el centro del patio, presenciaba cómo se organizaba y ponía en marcha su tropilla. Sus hijos le daban escolta mientras el aperador y el manijero, sus lugartenientes, iban y venían resolviendo las dificultades que a última hora se presentaban. Cuando ya todo estuvo dispuesto salieron a despedir a los expedicionarios el
pae
Frasquito y la tía Concha. Detrás de ellos, el coro de las mujeres de la cocina lloriqueaba discretamente.