Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
En realidad, y prescindiendo de toda prosopopeya, mi única y humilde verdad, la cosa mínima que yo pretendía sacar adelante, merced a mi artesanía y a través de la anécdota de mis relatos vividos o imaginados, mi única y humilde verdad era un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad; es decir, una aversión natural al único pecado que para mí existe, el pecado contra la inteligencia, el pecado contra el Espíritu Santo.
Pero la estupidez y la crueldad se enseñoreaban de España. ¿Por dónde empezó el contagio? Los caldos de cultivo de esta nueva peste, germinada en ese gran pudridero de Asia, nos los sirvieron los laboratorios de Moscú, Roma y Berlín, con las etiquetas de comunismo, fascismo o nacionalsocialismo, y el desapercibido hombre celtíbero los absorbió ávidamente. Después de tres siglos de barbecho, la tierra feraz de España hizo pavorosamente prolífica la semilla de la estupidez y la crueldad ancestrales. Es vano el intento de señalar los focos de contagio de la vieja fiebre cainita en este o aquel sector social, en esta o aquella zona de la vida española. Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España.
De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros. Me consta por confidencias fidedignas que, aun antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable.
Cuando estalló la guerra civil, me quedé en mi puesto cumpliendo mi deber profesional. Un consejo obrero, formado por delegados de los talleres, desposeyó al propietario de la empresa periodística en que yo trabajaba y se atribuyó sus funciones. Yo, que no había sido en mi vida revolucionario, ni tengo ninguna simpatía por la dictadura del proletariado, me encontré en pleno régimen soviético. Me puse entonces al servicio de los obreros como antes lo había estado a las órdenes del capitalista, es decir, siendo leal con ellos y conmigo mismo. Hice constar mi falta de convicción revolucionaria y mi protesta contra todas las dictaduras, incluso la del proletariado, y me comprometí únicamente a defender la causa del pueblo contra el fascismo y los militares sublevados. Me convertí en el «camarada director», y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu revolucionario, ni por mi condición de «pequeño burgués liberal», de la que no renegué jamás.
Vi entonces convertirse en comunistas fervorosos a muchos reaccionarios y en anarquistas terribles a muchos burgueses acomodados. La guerra y el miedo lo justificaban todo.
Hombro a hombro con los revolucionarios, yo, que no lo era, luché contra el fascismo con el arma de mi oficio. No me acusa la conciencia de ninguna apostasía. Cuando no estuve conforme con ellos, me dejaron ir en paz.
Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes. Y tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o comunistas.
Los «espíritus fuertes» dirán seguramente que esta repugnancia por la humana carnicería es un sentimentalismo anacrónico. Es posible. Pero, sin grandes aspavientos, sin dar a la vida humana más valor del que puede y debe tener en nuestro tiempo, ni a la acción de matar más trascendencia de la que la moral al uso pueda darle, yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos. Para un español quizá sea éste un lujo excesivo.
Se paga caro, desde luego. El precio, hoy por hoy, es la Patria. Pero, la verdad, entre ser una especie de abisinio desteñido, que es a lo que le condena a uno el general Franco, o un kirguís de Occidente, como quisieran los agentes del bolchevismo, es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable de mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su existencia. De cualquier modo, soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa.
Cuando el gobierno de la República abandonó su puesto y se marchó a Valencia, abandoné yo el mío. Ni una hora antes, ni una hora después. Mi condición de ciudadano de la República Española no me obligaba a más ni a menos. El poder que el gobierno legítimo dejaba abandonado en las trincheras de los arrabales de Madrid lo recogieron los hombres que se quedaron defendiendo heroicamente aquellas trincheras. De ellos, si vencen, o de sus vencedores, si sucumben, es el porvenir de España.
El resultado final de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. Es igual. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo entre los dientes —según la imagen clásica— va a mantener en servidumbre a los celtíberos supervivientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado. Desde luego, no será ninguno de los líderes o caudillos que han provocado con su estupidez y su crueldad monstruosas este gran cataclismo de España. A ésos, a todos, absolutamente a todos, los ahoga ya la sangre vertida. No va a salir tampoco de entre nosotros, los que nos hemos apartado con miedo y con asco de la lucha. Mucho menos hay que pensar en que las aguas vuelvan a remontar la corriente y sea posible la resurrección de ninguno de los personajes monárquicos o republicanos a quienes mató civilmente la guerra.
El hombre que encarnará la España superviviente surgirá merced a esa terrible e ininteligente selección de la guerra que hace sucumbir a los mejores. ¿De derechas? ¿De izquierdas? ¿Rojo? ¿Blanco? Es indiferente. Sea el que fuere, para imponerse, para subsistir, tendrá, como primera providencia, que renegar del ideal que hoy lo tiene clavado en un parapeto, con el fusil echado a la cara, dispuesto a morir y a matar. Sea quien fuere, será un traidor a la causa que hoy defiende. Viniendo de un campo o de otro, de uno u otro lado de la trinchera, llegará más tarde o más temprano a la única fórmula concebible de subsistencia, la de organizar un Estado en el que sea posible la humana convivencia entre los ciudadanos de diversas ideas y la normal relación con los demás Estados, que es precisamente a lo que se niegan hoy unánimemente con estupidez y crueldad ilimitadas los que están combatiendo.
No habrá más que una diferencia, un matiz. El de que el nuevo Estado español cuente con la confianza de un grupo de potencias europeas y sea sencillamente tolerado por otro, o viceversa. No habrá más. Ni colonia fascista ni avanzada del comunismo. Ni tiranía aristocrática ni dictadura del proletariado. En lo interior, un gobierno dictatorial que con las armas en la mano obligará a los españoles a trabajar desesperadamente y a pasar hambre sin rechistar durante veinte años, hasta que hayamos pagado la guerra. Rojo o blanco, capitán del ejército o comisario político, fascista o comunista, probablemente ninguna de las dos cosas, o ambas a la vez, el cómitre que nos hará remar a latigazos hasta salir de esta galerna ha de ser igualmente cruel e inhumano. En lo exterior, un Estado fuerte, colocado bajo la protección de unas naciones y la vigilancia de otras. Que sean éstas o aquéllas, esta mínima cosa que se decidirá al fin en torno de una mesa y que dependerá en gran parte de la inteligencia de los negociadores, habrá costado a España más de medio millón de muertos. Podía haber sido más barato.
Cuando llegué a esta conclusión abandoné mi puesto en la lucha. Hombre de un solo oficio, anduve errante por la España gubernamental confundido con aquellas masas de pobres gentes arrancadas de su hogar y su labor por el ventarrón de la guerra. Me expatrié cuando me convencí de que nada que no fuese ayudar a la guerra misma podía hacerse ya en España.
Caí, naturalmente, en un arrabal de París, que es donde caen todos los residuos de humanidad que la monstruosa edificación de los Estados totalitarios va dejando. Aquí, en este hotelito humilde de un arrabal parisiense, viven mal y esperan a morirse los más diversos especímenes de la vieja Europa: popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos..., gente toda con un aire triste y un carácter agrio que se afana por conseguir lo inasequible: una patria de elección, una nueva ciudadanía. No quiero sumarme a esta legión triste de los «desarraigados» y, aunque sienta como una afrenta el hecho de ser español, me esfuerzo en mantener una ciudadanía española puramente espiritual, de la que ni blancos ni rojos puedan desposeerme.
Para librarme de esta congoja de la expatriación y ganar mi vida, me he puesto otra vez a escribir y poco a poco he ido tomando el gusto de nuevo a mi viejo oficio de narrador. España y la guerra, tan próximas, tan actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el sentido de una pura evocación. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera. A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen.
Y luchando con ellos y conmigo mismo por permanecer distante, ajeno, imparcial, escribo estos relatos de la guerra y la revolución que presuntuosamente hubiese querido colocar
sub specie æternitatis
. No creo haberlo conseguido.
Y quizá sea mejor así.
Montrouge (Seine), enero-mayo de 1937.
Estas nueve alucinantes novelas, a pesar de lo inverosímil de sus aventuras y de sus inconcebibles personajes, no son obra de imaginación y pura fantasía. Cada uno de sus episodios ha sido extraído fielmente de un hecho rigurosamente verídico; cada uno de sus héroes tiene una existencia real y una personalidad auténtica, que sólo en razón de la proximidad de los acontecimientos se mantiene discretamente velada.
Al sol de la mañana la bomba de aviación que cae es una pompita de jabón que en un instante raya el cielo azul de arriba abajo. Vibra al sentirse herido el gran diapasón del espacio y, luego, si se está cerca, se sufre en las entrañas un tirón de descuaje como si le rebanasen a uno por dentro y le quisieren volcar fuera. El estómago, que se sube a la boca, y el tímpano, demasiado sensible para tan gran ruido, son los que más agudamente protestan. Esto es todo. Mientras, el pajarito niquelado que ha puesto en medio del cielo su huevecillo brillante y fugaz como una centella, remonta el vuelo y pronto no es más que un punto perdido en la distancia.
Después, comienza el espectáculo de la tragedia. ¿Dónde ha caído la bomba? Nadie lo sabe, pero todos suponen que ha sido muy cerca, allí mismo, dos casas más allá a lo sumo. Resulta que siempre es un poco más lejos de lo que se suponía. La gente acude presurosa al lugar de la explosión. Los milicianos han cortado la calle con sus fusiles, y los curiosos han de contentarse con ver desde lejos los vidrios hechos añicos de balcones y ventanas y los cierres metálicos de las tiendas arrancados de cuajo. Se espera el paso de las ambulancias sanitarias venteando con malsana fruición el olor de la sangre. En el casco de la ciudad las bombas de los aviones hacen carne siempre. Cuando en una camilla llevan a una pobre muy despanzurrada o a un niño que ya no es más que un revoltijo de trapos y sangre, la muchedumbre de curiosos se siente estremecida por el horror. Cuando el que pasa exánime en las parihuelas es un varón adulto, el hecho, por esperado, parece naturalísimo y nadie se siente obligado a conmoverse. La capacidad de emoción, limitada, exige también economías. En la guerra no se administra el sentimiento con la misma largueza que en la paz.
Ocurre también que para este pueblo de jugadores de lotería que es Madrid, el albur del avión en el cielo dejando caer sobre una pacífica familia su carga de metralla tan a ciegas como el bombo de la Lotería Nacional dispara la bolita de los quince millones de pesetas sobre un grupo de gente humilde y oscura, es un azar al que todos se someten sin gran repugnancia. Los bombardeos aéreos son una lotería más para los madrileños. Una lotería en la que resultan premiados los miles y miles de jugadores a quienes no ha tocado la metralla. El júbilo general de los que en este horrendo sorteo no han sido designados por el destino se advierte en las caras alegres de la gente que anda por las calles a raíz de cada bombardeo. ¡No nos ha tocado!, parece que dicen con alborozo. Y se ponen a vivir ansiosamente sabiendo que al otro día habrá un nuevo sorteo en el que tendrán que tomar parte de modo inexorable. Pero ¡es tan remota la posibilidad de que le toque a uno la lotería!
Esta de las bombas toca, sin embargo, con impresionante prodigalidad, y los madrileños que juegan despreocupadamente al azar del bombardeo han tenido que ir aprendiendo a protegerse. Los sótanos, en los que a veces hay que permanecer durante toda la madrugada, se han ido haciendo habitables y ya hay en ellos colchones, mantas, cabos de vela y estufas; en todas las casas los inquilinos montan por turno una guardia nocturna que avisa a los que duermen cuando las sirenas de la policía esparcen la alarma por calles y plazas; los comerciantes han cruzado con tiras de papel las lunas de sus escaparates; desde que una bomba cayó en un garaje y destruyó cincuenta automóviles se ha adoptado la precaución de que los autos pasen la noche al relente arrimados a las aceras por acá y por allá como perros vagabundos, y en vista de que los aviones fascistas consiguieron un día meter el cascote y los vidrios arrancados por la explosión de una bomba de ciento cincuenta kilos en el plato de sopa que se estaba comiendo el presidente del Consejo, en los sótanos de los ministerios se han preparado confortables refugios; en el vetusto edificio de Gobernación hay entre los pasadizos de los cimientos, poblados de ratas y telarañas, un impresionante sótano de ministro con un sillón de terciopelo y purpurina y unas alfombras en desuso que cuelgan de los rezumantes muros a guisa de tapices.