Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
La tía Conchita, con sus setenta años, era la única mujer de la ilustre familia que quedaba en el cortijo. Las hijas y las nueras del marqués estaban en Biarritz, Cascaes y Gibraltar desde antes de que comenzase la guerra. Pero la tía Concha, que no le tenía miedo a nada ni a nadie, no había querido marcharse.
—¿Qué,
pae
Frasquito, no se atreve usted a ser de la partida?
—Mucho me gustaría ir a la caza de esos bandidos rojos, pero no me atrevo por temor de los hábitos. Luego dicen que los curas somos belicosos y sanguinarios...
—Vamos,
pae
Frasquito, déjese de escrúpulos y véngase con nosotros. Si los rojos le cogen a usted, no van a andarse con muchos miramientos para rebanarle el pescuezo.
Ni corto ni perezoso, el pae Frasquito, que lo estaba deseando, pidió una escopeta y una canana que se ciñó sobre la sotana, cambió el bonete por un sombrero cordobés y saltó gallardamente al lomo de un caballejo.
—Conste —dijo— que el
pae
Frasquito no le tiene miedo ni a los rojos ni a los negros.
El marqués, torciendo el busto desde la silla, se encaró con su gente que ya se ponía en marcha. Hubiese querido pronunciarles una brillante arenga. Temió hacerlo mal y se contentó con un ademán y un grito.
—¡Viva España! —exclamó.
—iY la Virgen del Rocío! —añadió el cura.
Contestaron los caballistas tremolando los sombreros y la tropilla se puso en marcha. Delante, en descubierta, iban los dos guardas jurados seguidos por los tres hijos del marqués con el aperador y el manijero. Luego marchaba el marqués llevando a un lado al cura y al otro al administrador, y tras ellos, a pie, Currito, el espolique, y Oselito, el sacristán. Venía después la masa compacta de los caballistas, todos ellos asalariados del marqués, vaqueros, yegüerizos, pastores, gente del campo nacida y criada a la sombra del cortijo y del marquesado.
El marqués, el cura y el administrador conversaban:
—El general Queipo —decía el marqués— me llamó para decirme que si le ayudábamos estaba dispuesto a dejar limpia de bandidos rojos la campiña del condado. Ayer tarde salió de Sevilla un centenar de moros y otro de legionarios que con media docena de ametralladoras van a ir barriendo por la carretera general hasta la provincia de Huelva. Yo me he comprometido a ir con mi gente limpiando estos contornos hasta reunimos con ellos.
—De Sevilla ha salido también el Algabeño con su tropa de caballistas, en la que van los mejores jinetes de la aristocracia sevillana y los hombres de su cuadrilla, sus banderilleros y picadores, tan valientes como él y capaces de lidiar lo mismo una corrida de Miura que un ayuntamiento del Frente Popular.
—Detrás de los moros y los legionarios deben de haber salido de Sevilla esta mañana tres camiones con cuarenta o cincuenta muchachos de la Falange. Vamos a darles a los rojos una batida que no va a quedar uno en todo el condado.
No parecía que hubiese muchos rojos en el paraje que iba cruzando la tropa de caballistas. Por los caminos desiertos apenas se veía algún viejo o alguna mujer que tan pronto como les divisaban levantaban el brazo saludándoles a la romana.
—Estos perros —decía el administrador— son los mismos que antes nos metían el puño por las narices, los que robaban el ganado del señor marqués o lo desjarretaban cuando no podían otra cosa y los que a toda hora nos amenazaban con degollarnos.
—El pueblo —replicó el marqués— siempre es cobarde y cruel. Se le da el pie y se toma la mano. Pero se le pega fuerte y se humilla. Desde que el mundo es mundo los pueblos se han gobernado así, con el palo. De esto es de lo que no han querido enterarse esos idiotas de la República.
Y como no tenía nada más que decir, se calló. Las nubes blancas y redondas caminaban por el azul al mismo paso lento de la cabalgata. La campiña desierta, sin un árbol, sin una casa, sin una loma, patentizaba la esfericidad de la Tierra. A la cabeza del cortejo, los tres hijos del marqués charlaban con el aperador y el manijero.
—¿Qué gente tenemos enfrente? —preguntaba Rafael, el benjamín de la familia, un muchacho simpático y alegre al que tuteaban todos los viejos servidores de la casa.
—Poca, Rafaelito. Si no ha venido gente de las minas de Riotinto, los campesinos de estos contornos que se han ido con los rojos son pocos. Eso sí: los mejores.
—¿Cómo los mejores? —preguntó con mal talante el mayorazgo.
—Hombre, los mejores para la pelea, quiero decir; los más rebeldes, los que son más capaces de jugarse la vida.
—También nosotros tenemos gente brava. Ahí viene el Picao, el Sordito y el Lunanco.
—Psé, guapos de taberna. Pídale usted a Dios, señorito, que las cosas vayan bien y los rojos no acierten a darle al señor marqués o a uno de ustedes; ellos, los rojos, tienen su idea y por ella se hacen matar; los nuestros, no; van a donde el señor marqués les manda. ¡Que él no nos falte!
—¿Quién manda a los rojos? —preguntó Rafael.
—A ésos no los manda nadie. Estaba con ellos el Maestrito de Carmona, aquel muchacho comunista...
—¿Julián?
—Amigo tuyo creo que fue.
—Sí; siendo estudiante le conocí. —Pues entre él y dos o tres obreros mecánicos de Sevilla, de los que venían al campo a conducir los tractores, gobiernan a los gañanes.
—Pensaba bien mi padre cuando no quería que entrasen las máquinas en el campo —replicó José Antonio—. Decía él que antes se arruinaba que meter un hombre vestido de azul en una gañanía. Esos obreros de la ciudad son los que han envenenado a estas bestias de campesinos.
El ruido de un disparo cortó en seco la charla. Uno de los guardas jurados que iban en vanguardia estaba con la escopeta echada a la cara y ya el otro espoleaba a su caballo para ir a cobrar la pieza. ¿Hombre o alimaña?
Un hombrecillo como una alimaña que se revolcaba y gemía entre los jarales. José Antonio y Juan Manuel se adelantaron. El tiro de sal del guarda le había dado en la espalda y el cuello, de donde, por la piel reventada, le brotaban unas ampollitas de sangre.
—Le vi cuando estaba acechándonos oculto entre las jaras —explicó el guarda—; le di el alto, y como echó a correr, disparé contra él.
Era un gitanillo negro y enjuto como un abisinio cuyas pupilas, dilatadas por el dolor y el miedo, se fijaban alternativamente en sus dos aprehensores, queriendo adivinar cuál de ellos le daría el golpe de gracia. Le llevaron a rastras al estribo del señor marqués, que echó una mirada dura sobre aquella pobre cosa estremecida y no se dignó dirigirle la palabra.
—Trincarle bien —ordenó—; ya cantará de plano en Sevilla.
Uno de los guardas le maniató a la cola de su caballo y la cabalgata siguió su camino por el sendero polvoriento hacia el caserío de La Concepción, donde, según los confidentes, habían estado aquella misma noche los rojos. Ya a la vista del caserío, los caballistas se desplegaron en semicírculo y, con los rifles y escopetas apoyados en la cadera, se lanzaron al galope. Llegaron hasta los blancos paredones de la finca sin que nadie les hostilizase. En el ancho patio que formaban la casa de los señores, la gañanía, la casa de labor y los tinados, no había un alma. El sol hacía lentamente su camino y unas gallinas picoteaban en un montón de estiércol. Los caballistas, alborozados por su fácil conquista, hacían caracolear a los potros y vitoreaban al señor marqués, al general Franco y a España.
Los hijos del marqués descabalgaron y entraron en la casona. Nadie. En las grandes cuadras desiertas aparecían despanzurradas las cómodas, arrancadas las puertas de los armarios y violentadas las tapas de los viejos arcenes de roble. Cuanto había de valor en la casona había sido robado o destruido. Clavado en la puerta había un papel en el que se leía: «Comité». Dentro, una mesa, papeles, muchos papeles, cajones rotos, casquillos de bala y, en la pared, una bandera rojinegra y unos letreros revolucionarios escritos con mucho odio y con muchas faltas de ortografía. Los señoritos salieron al campo por la puerta trasera de la devastada casona. Por allí habían huido horas antes los rojos. En la corraleta una ternerilla clavada en el suelo con las patas delanteras tronchadas alzaba la testuz al cielo mugiendo tristemente. José Antonio, el mayorazgo, se le acercó y la res volvió hacia él su grandes ojos cariñosos y estúpidos. La habían desjarretado. Al huir, los rojos habían partido los jarretes a las reses que no tuvieron tiempo o manera de llevarse.
José Antonio, enternecido por el sufrimiento de la pobre bestia, sacó del cinto el cuchillo y, cogiendo a la ternerilla por una de las astas, le dobló la cabeza, le hundió el hierro en el cerviguillo y le hizo caer descabellada de un solo golpe.
—Para que no sufra, la pobre.
Un ramalazo de furor pasó por sus ojos. Con el hierro todavía en el puño se volvió frenético contra el gitanillo prisionero que seguía maniatado a la cola del caballo.
—¡Canalla! ¡Asesino! —le gritó.
Y la hoja del cuchillo, tinta en la sangre de la bestia, se hundió en la carne del hombre, que al desplomarse quedó con los brazos estirados colgando de la cola del caballo a la que estaba maniatado.
El cura vino corriendo a grandes zancadas y reprochó a José Antonio su arrebato.
—Has hecho mal; debiste avisarme antes. ¿Para qué estoy yo aquí sino para arreglarles los papeles a los que tengáis que mandar de viaje al otro mundo?
Y, medio en serio y medio en broma, se puso a mascullar latines al ladito del gitanillo muerto, que, yacente, tenía el perfil neto de un príncipe de la dinastía sasánida.
* * *
El país entero parecía despoblado. Toda la mañana estuvo caminando la mesnada sin encontrar alma viviente que le saliese al paso. A mediodía llegaron los caballistas a las primeras casas de Villatoro. El marqués ordenó que la mitad de su gente descabalgase y, dejando los caballos a buen recaudo, fuese en descubierta dando la vuelta por las afueras del pueblo hasta cercarlo. Los rojos podían haberse hecho fuertes en el interior de las casas.
Al frente de sus hijos, de sus capataces y del resto de su tropa, el propio marqués echó adelante por la calle Real. El paso de los caballeros por la ancha vía fue un desfile solemne y silencioso. Sólo sonaban en el gran silencio del pueblo los cascos ferrados de las caballerías al chocar contra los guijarros de la calzada. Las puertas y las ventanas de las casas estaban cerradas a cal y canto, pero en los tejadillos y terrazas colgaban lacias las sábanas blancas del sometimiento. El marqués y su escolta llegaron a la plaza mayor. Frente al ayuntamiento humeaban aún los renegridos maderos de la techumbre de la iglesia y las tablas de los altares hechas astillas y esparcidas entre el cascote de lo que fueron muros del atrio. El viento se entretenía en pasar las hojas de los libros parroquiales y los grandes misales cuyos bordes habían mordisqueado las llamas.
Parapetados estratégicamente en las esquinas con el rifle o la escopeta entre las manos y dispuestos a repeler cualquier agresión, aguardaron los caballistas a que se les juntaran los que habían salido en descubierta. A nadie encontraron ni unos ni otros. ¿Estaría desierto el pueblo? ¿Les tendrían preparada una emboscada?
Una ventanita angosta del sobrado de una casucha miserable se abrió tímidamente y por ella asomó una cabeza calva con una cara amarilla y una boca sin dientes que gritó: «¡Arriba España!».
—¡Arriba España! —contestaron los caballistas bajando los cañones de las armas.
Aquel hombre salió luego y, haciendo grandes zalemas, fue a abrazarse a una de las rodillas del marqués, que seguía a caballo en el centro de la plaza distribuyendo estratégicamente a sus hombres.
—¡Vivan nuestros salvadores! ¡Vivan los salvadores de España! —gritaba el viejecillo llorando de alegría.
Contó que el pueblo estaba casi desierto. Al principio, cuando los rojos se hicieron los amos, los ricos que tuvieron tiempo se escaparon a Sevilla. A los que no pudieron huir los mataron o se los llevaron presos camino de Ríotinto y Extremadura. Él había permanecido oculto en aquella casucha durante muchos días expuesto a que lo fusilasen si le descubrían, pues siempre había sido hombre de derechas. Todos, absolutamente todos los vecinos que quedaron en el pueblo, habían estado al lado del comité revolucionario, unos por debilidad de carácter y otros muy complacidos. Todos habían presenciado impasibles los saqueos y matanzas o habían tomado parte activa en ellos. Eran unos canallas a los que había que fusilar en masa. Ya iría él denunciando las tropelías de cada uno.
—¿Y están aún en el pueblo los responsables?
—Los que estaban más comprometidos se marcharon al amanecer siguiendo al comité revolucionario; se han quedado sólo los que creen que no han dejado rastro de su complicidad con los ojos, pero aquí estoy yo, aquí estoy yo, vivo todavía, para desenmascarar a esos hipócritas. Cada vez que vea con el brazo levantado y la mano extendida a uno de esos que anduvieron con el puño en alto, le haré ahorcar. Sí, señor. Le delataré yo, yo mismo, que no podré vivir tranquilo hasta no verlos colgados a todos.
Y con la crueldad feroz del hombre que ha tenido miedo, un miedo insuperable, más fuerte que él, preguntaba:
—¿Verdad, señor marqués, que los ahorcaremos a todos?
Rafael, que estaba en el corrillo de los que escuchaban al cuitado, tiró de la rienda a su caballo y se apartó entristecido. Miró la calle desierta con las puertas y las ventanas de las casas herméticamente cerradas. ¿Qué pasaría en aquel momento en el interior de aquellas humildes viviendas? ¿Qué pensarían y temerían de ellos? ¿De él mismo? ¿Sería verdad que tendrían que ahorcar a toda aquella gente como quería el viejecillo aterrorizado?
Unos grandes vítores lanzados a coro y un formidable estruendo de cláxones y bocinas venían de una de las entradas del pueblo. Llegaban los camiones que componían la caravana de la Falange Española, salida de Sevilla para tomar parte en la operación de limpiar la campiña del condado. Tremolando sus banderas rojinegras, alzando los fusiles sobre sus cabezas y cantando a voz en grito su himno, los falangistas, arracimados en los camiones, atravesaron el pueblo y llegaron hasta la plaza mayor, donde se apearon y formaron con gran aparato y espectáculo. La centuria dividida en escuadras hizo varias evoluciones a la voz de sus jefes. Los falangistas, irreprochablemente uniformados con sus camisas azules, sus gorrillos cuarteleros, sus correajes y sus pantalones negros, remedaban la tiesura y el automatismo militar con tanto celo, que los propios militares de profesión, al verles evolucionar, sonreían benévolamente. El gusto inédito del pobre hombre civil por el brillante aparato militar había encontrado la ocasión de saciarse. A los militares este remedo no les divertía demasiado.