Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
Madrid sobrelleva con alegre resignación los bombardeos. Un día, un pobre profesor que estaba en la terraza de una cervecería se ha muerto de miedo al oír una explosión cercana; a las casas de socorro, cada vez que suena la señal de alarma, llevan docenas de mujeres accidentadas para que les suministren antiespasmódicos; hay gente que se mete en las bocas del Metro arrollando a los niños y a los viejos con una precipitación indecorosa, y durante la madrugada, para las madres, es un tormento insufrible el tener que arrancar a sus hijitos de la cuna en que duermen y llevarlos, aprisa y corriendo, medio desnudos, a los sótanos, donde las criaturitas se pasan las horas llorando porque tienen frío y están asustadas. Todo este dolor y esta incomodidad y la espantosa carnicería de las explosiones, y aun la certeza de que cada vez será mayor el estrago y más horrible el sufrímiento, no han conseguido abatir el ánimo y la jovial resignación de la gran ciudad más insensata y heroica del mundo: Madrid.
* * *
Hay quienes no lo sobrellevan con tan buen ánimo. Y no son precisamente los más débiles ni los más indefensos. Este grupo de milicianos que con el impresionante remoquete de la Escuadrilla de la Venganza colabora por propia y espontánea determinación en lo que con gran prosopopeya llaman «el nuevo orden revolucionario», ejerciendo funciones de vigilancia, investigación y seguridad que ningún poder responsable les ha conferido, es, evidentemente, uno de los núcleos que con más saña y ferocidad reaccionan contra los bombardeos aéreos. Hundidos en los butacones del círculo aristocrático de que se han incautado, los milicianos de la Escuadrilla de la Venganza se muerden los puños de rabia e imaginan horrendas represalias mientras las sirenas alarman a la ciudad dormida y suenan lejanos los estampidos de las explosiones.
—Hay que hacer un escarmiento terrible con esa canalla; por muy bestias que sean llegarán a comprender que cada bomba que tiran sobre Madrid les hace a ellos más bajas que a nosotros. Es el único procedimiento eficaz —afirmó convencido un miliciano que se paseaba a lo largo de la estancia balanceando una enorme pistola ametralladora que, enfundada en una caja de madera, le colgaba desde la pretina a la rodilla.
—Lo más eficaz sería que llegasen de una vez esos malditos aviones rusos y espantasen a los Caproni de Franco. ¿Cuántos aviones tenemos para la defensa de Madrid? —preguntó otro.
—Creo que nos quedan cinco en total —le contestó Valero, un muchacho comunista con aire de universitario que, también con su pistola al cinto, presidía la tertulia de los milicianos.
Típico intelectual revolucionario de los que se forjaron en la escuela de rebeldías que durante la dictadura fueron las universidades españolas, Valero no pertenecía a la Escuadrilla de la Venganza. Sus relaciones con ella eran estrechas y constantes, pero no estaban bien definidas.
—Y esos cinco aviones que nos quedan —añadió— no pueden salir al encuentro de los trimotores italianos y alemanes. Se los comen. Nuestros sargentos de aviación han caído como mosquitos, y los pilotos extranjeros han dicho ya que si no llegan aparatos más modernos y potentes no salen a volar. Remontarse es un suicidio. Hoy he visto en Gobernación al intérprete de los aviadores ingleses que iba a despedirse... —¿El intérprete? ¿Por qué?
—Porque se ha quedado sin ingleses. Uno tras otro han muerto todos en combate. Formaban una escuadrilla de voluntarios que se ha batido heroicamente. Hasta que ayer cayó el último. ¡Unos tíos jabatos los ingleses!
—Es inútil —arguyó el miliciano del pistolón—; con los aviones de Italia y Alemania no podremos nunca. No hay más táctica que la mía, el terror. Por cada víctima de los aviones, cinco fusilamientos, diez si es preciso. En Madrid hay fascistas de sobra para que podamos cobrar en carne.
El corro de milicianos asentía con su silencio. Aquellos diez o doce hombres que formaban la Escuadrilla de la Venganza consideraban legítima la feroz represalia y se habrían maravillado si alguien se hubiese atrevido a sostener que lo que ellos consideraban naturalísimo era una monstruosidad criminal. Al cabo de cuatro meses de lucha la psicosis de la guerra producía frecuentemente tales aberraciones. La vida humana había perdido en absoluto su valor. Aquellos hombres que el 18 de julio abandonaron su existencia normal de ciudadanos para lanzarse desesperadamente al asalto del cuartel de la Montaña, donde se inició la rebelión militar, y que luego habían estado batiéndose a pecho descubierto en la Sierra contra el ejército de Mola, cuando regresaban del frente traían a la ciudad la barbarie de la guerra, la crueldad feroz del hombre que, padeciendo el miedo a morir, ha aprendido a matar, y si la ocasión de hacerlo impunemente se le ofrece, no la desaprovechará. Es el miedo el que da la medida de la crueldad. De entre estos milicianos que no tenían alma bastante para afrontar indefinidamente el peligro de la guerra en la primera línea, de entre los que volvían del frente íntimamente aterrorizados, se reclutaban los hombres de aquellas siniestras escuadrillas de retaguardia que querían imponer al gobierno, a los partidos políticos y a las centrales sindicales un régimen de terror, el pánico terror que íntimamente padecían y anhelaban proyectar al mundo exterior. Huyendo del frente se refugiaban en los servicios de control revolucionario de los partidos y los sindicatos que, recelosos de la lealtad de la policía oficial y de las fuerzas de seguridad del Estado, toleraban la injerencia de estas escuadrillas insolventes y autónomas en las funciones policíacas. Cada una de ellas tenía su jefe, un aventurero, a veces un verdadero capitán de bandidos, por excepción, un místico teorizante de cabeza estrecha y corazón endurecido que, con la mayor unción revolucionaria, decretaba inexorablemente los crímenes que consideraba útiles a la causa. El jefe de la Escuadrilla de la Venganza, Enrique Arabel, era un tipo característico de hombre de presa, un tránsfuga relajado de la disciplina comunista, que al frente de aquel puñado de hombres sin escrúpulos había logrado rodearse de un siniestro prestigio. Erigido en poder irresponsable y absoluto, Arabel desdeñaba la autoridad del gobierno, desafiaba a los ministros y hacía frente a los aterrorizados comités de los partidos republicanos. A su lado, el universitario Valero, militante de las Juventudes Unificadas, ejercía, con la cautela y la doblez típicas del comunismo, la difícil misión de controlar políticamente aquella fuerza incontrolable de hombres sin freno en sus pasiones e instintos, que, en nombre del pueblo y valiéndose del argumento decisivo de sus pistolas, sembraban a capricho el terror. Arabel, jefe indiscutible de la escuadrilla, hubiese querido deshacerse del intruso Valero, pero sabía que éste tenía detrás al Partido Comunista y comprendía que el poder y el prestigio revolucionario de que él y sus hombres gozaban desaparecerían el día que entrase en colisión con los comunistas, que, sin hacerse solidarios de su actuación terrorista, se limitaban a vigilarla de cerca y a servirse de ella políticamente.
Media hora hacía que había cesado el bombardeo de los aviones fascistas. Todavía sonaba de vez en cuando el superfluo y pueril disparo de algún miliciano alucinado que creía descubrir en el cielo oscuro la sombra casi imperceptible de un avión enemigo volando a dos o tres mil metros de altura; sin vacilar se echaba el arma a la cara y fusilaba a la noche. Ponían tal fe en este insensato ademán que frecuentemente después de hacer el disparo se revolvían furiosos por haber marrado un golpe que consideraban seguro:
«¡Qué lástima! ¡Por qué poco se me ha escapado!», decía lamentándose el candido miliciano. Cazar aviones a tiros de pistola se le antojaba la cosa más natural del mundo.
Arabel y sus hombres rumiaban mientras tanto la venganza que por su mano estaban dispuestos a tomarse aquella misma noche; había que hacer entre los fascistas un escarmiento terrible. Valero, más frío y sereno, al parecer, escuchaba en silencio los planes criminales de la escuadrilla como si se tratase de fantasías irrealizables. Sabía por experiencia, sin embargo, que aquellos hombres eran harto capaces de llevar a cabo sus amenazas.
Uno de los milicianos que estaba de guardia en el portal vino a prevenir al jefe:
—Se ha presentado una mujer que quiere hacer una denuncia contra unos fascistas.
—Será un cuento —dijo Valero.
—Dice que puede probar la actividad contrarrevolucionaria de un comandante del ejército que celebra reuniones misteriosas con otros jefes y oficiales.
—Que pase; vamos a interrogarla.
Entró una mujer joven, guapa y vestida con un lujoso mal gusto. Era gordita y tenía un aire afectadamente ingenuo. Aunque se presentaba un poco desaliñada y se advertía que se había echado a la calle poniéndose lo primero que tuvo a mano, se adivinaba que era una mujer acicalada y presumida.
—Vengo —dijo de sopetón— a denunciar por fascista al comandante de artillería don Eusebio Gutiérrez.
—¿Cómo sabe usted que es fascista? ¿Tiene pruebas?
—Todas las que quieran. Sin ir más lejos, hace media hora, mientras volaban sobre Madrid los aviones facciosos, estaba en mi propia casa con dos amigos suyos, también fascistas, y apenas sintió la señal de alarma dijo rebosante de alegría: «¡Ya están ahí los nuestros! ¡Saludémosles!». Y los tres permanecieron firmes con el brazo extendido durante un rato.
—¿De qué conoce usted a ese individuo? —interrogó Valero.
—Era un antiguo amigo mío —contestó la gordita ruborizándose—; yo soy huérfana y me ha protegido durante algún tiempo titulándose mi padrino, pero desde hace unos meses ese miserable no ha hecho más que infamias conmigo. Es un fascista peligrosísimo, sí, señor. Desde el balcón de mi casa, a la que iba todas las tardes de visita, estuvo disparando su pistola contra el pueblo el día que se tomó el cuartel de la Montaña.
—¿Por qué no le denunció entonces?
—Porque le tenía miedo.
—¿No se lo tiene ahora?
—Ahora estoy desesperada y dispuesta a afrontarlo todo. Es un viejo ruin que se porta como un canalla conmigo.
—¿Han tenido ustedes algún altercado esta tarde?
—... ¡Sí!
—¿Y dice usted que es comandante de artillería en activo?
—Sí, sí; en activo. Esta misma mañana fue a cobrar su paga. Me he enterado por... casualidad.
—Cobró... y no le ha dado a usted dinero, ¿no es eso? ¿No ha sido ése el motivo del altercado? —preguntó Valero levantándose y volviendo la espalda a la gordita sin esperar respuesta.
Se puso ella hecha una furia. Protestó de su decencia y de su lealtad a la República. Ella había ido allí a denunciar a un enemigo del régimen y no a que la insultasen sin motivo. Su amigo era un fascista de cuidado. Celebraba reuniones misteriosas con otros militares en una casa de la calle de Hortaleza en la que se quedaba a dormir muchas noches.
—Ahora mismo debe de estar allí —agregó.
—¿No será que tiene en esa casa otra amiguita?
La joven hizo un mohín de desprecio y altanería.
Arabel tomó nota del nombre y de la casa.
—Habrá que ir a ver quiénes son esos pajarracos. Valero advirtió:
—La denuncia puede ser falsa; chismes de alcoba, seguramente. No sería superfluo que esta jovencita quedase detenida hasta que se averigüe lo que haya de cierto.
Arabel miró a la gordita de arriba abajo y le pareció excelente la idea de retenerla.
—Sí; lo mejor será que pase aquí la noche.
Ella protestó, pero no demasiado. Y dos milicianos buenos mozos la llevaron al bar del círculo, donde la obsequiaron con un cóctel explosivo y luego otro y otro.
* * *
Cazaron al viejo comandante en una pensión equívoca de la calle de Hortaleza. Estaba muy arrebujado entre las sábanas, la cara amarilla, lacios los bigotes, cuando el portero y la dueña de la pensión, traicionándole, condujeron a los milicianos de Arabel hasta el borde de la cama en que dormía. Dio unas explicaciones inverosímiles de su presencia en aquel lugar. Se veía claramente que era el miedo a las escuadrillas de retaguardia lo que le hacía huir durante la noche de su domicilio para poder dormir con cierto sosiego en lugares donde se imaginaba que no habían de buscarle. Así, con esta angustia, vivían en Madrid miles de seres. Todo militar, por el hecho de serlo, era un presunto enemigo del pueblo. El general Mola había dicho por radio que sobre Madrid avanzaban cuatro columnas de fuerzas nacionalistas, pero que además contaba con una «quinta columna» en Madrid mismo que sería la que más eficazmente contribuiría a la conquista de la capital. Pocas veces una simple frase ha costado más vidas. Cada vez que a los milicianos se les presentaba un caso de duda, cuando no había pruebas concretas contra un sospechoso o cuando el inculpado creía haber desbaratado los cargos que se le hacían, el recuerdo de la amenaza de Mola fallaba en su daño y «por si era de la quinta columna» se votaba invariablemente por la prisión o el fusilamiento. Ha sido la frase más cara que se ha dicho en España.
«Por si era de la quinta columna» se llevaron los milicianos al comandante de artillería. Mientras se levantaba y vestía anduvo balbuceando unas torpes protestas de adhesión al régimen y de lealtad al pueblo. Su triste figura de Quijote en paños menores, humillado y temeroso, no apiadó a los milicianos, que, marcándole el camino con sus pistolas, le hicieron salir, le metieron en un auto y le llevaron hacia las afueras. En el trayecto el viejo comandante consiguió recobrar la serenidad y el decoro ante la evidencia de lo inevitable. Cuando al llegar al kilómetro nueve de la carretera de La Coruña le hicieron apearse del auto y le empujaron hacia un paredón blanco de luna que había al borde de la carretera, se le vio erguirse y marchar con paso firme y rígido hasta el lugar que él mismo consideró más adecuado.
—Allí —dijo secamente a los milicianos. No consintió que ninguno se le acercase. A uno que fue tras él con el propósito de abreviar dándole un tiro en la nuca le contuvo con un ademán diciéndole:
—Espera.
Se puso de espaldas al paredón y ordenó:
—¡Apunten!
Los milicianos, un poco desconcertados, se alinearon torpemente y obedeciendo a la voz de mando le encañonaron con sus armas dispares. El viejo alzó el brazo derecho y gritó:
—¡Arriba España!
Sintió que las balas torpes de los milicianos le pasaban rozando la cabeza sin herirle. Pero le habían acribillado las piernas. Dobló las rodillas y cayó a tierra. Aún tuvo coraje para erguir el busto indemne y gritar golpeándose furiosamente el pecho: