Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
—¡Salud, camaradas!
Esto les hacía felices. Los huéspedes las rodearon pidiéndoles ansiosamente noticias. El pueblo triunfaba. Después de vencer a los rebeldes en Madrid, los obreros, que se habían provisto de armas en los cuarteles asaltados, salían en camiones para apoderarse de Getafe, Cuatro Vientos, Alcalá y Guadalajara. Aquella misma noche llegaría a la Sierra una columna que iba de paso para Ávila, donde se habían hecho fuertes los rebeldes.
Las señoras quedaron abatidas por estas noticias. Desfallecían de hambre, además. Rosario, Carmen y Adela, triunfantes, se brindaron a darles de comer. Pero ellas, las señoras, tenían que ayudar, ¿eh? La revolución social triunfaba y todos tenían el deber de trabajar. ¿Conformes?
Pusieron a la esposa del comandante a pelar patatas, la señora de Tirón ayudó a encender la lumbre, y el propio señor Tirón, bromeando condescendiente, estuvo poniendo la mesa bajo la dirección de Adelita, que se reía de su torpeza, muy divertida al ver tan amable y dócil a un señor de tantas campanillas.
Después de la cena, ya de noche, volvieron el pesimismo y la indignación. Las tres muchachas se marcharon otra vez a la casa del pueblo, y los huéspedes, furiosos y humillados, estuvieron discurriendo la manera de verse libres de aquella tiranía. El señor Tirón tenía un plan. Si conseguía salir del hotel, tal vez pudiera ponerse en contacto con elementos derechistas de Miradores y de los pueblos próximos que, según sus noticias, estaban preparados a todo evento y habrían conseguido seguramente establecer contacto con los rebeldes. Se aventuró a salir por la puerta del corral burlando la vigilancia de los milicianos.
Entre tanto llegaron a Miradores los primeros camiones con obreros, guardias de asalto, guardias civiles y milicianos que venían de Madrid después de haber derrotado a los rebeldes. Iban hacia Ávila. Cantando
La Internacional
a coro y levantando el puño con frenético entusiasmo, arrastraban tras ellos a los mozos de los pueblos por donde pasaban. Los guardias de asalto abrazados a los obreros y, sobre todo, los viejos guardias civiles con la guerrera por primera vez desabrochada y el tricornio nunca hasta entonces ladeado, provocaban un júbilo indescriptible en las masas populares. Ya de madrugada, salieron los camiones por la carretera de Ávila. Iban unos veinte o treinta, y en ellos se amontonaban soldados, guardias, obreros, estudiantes, campesinos e incluso algunas muchachas de los arrabales madrileños. En Miradores se unió a la expedición un camión más con quince o veinte mozos del pueblo, y entre ellos Pascual con las tres muchachas del hotel, Rosario, Carmen y Adela, que se lanzaron alegremente a la aventura.
El pueblo quedó al parecer desierto. El vecindario se encerró atemorizado en sus casas. Durante toda la noche, sin embargo, unas sombras estuvieron yendo y viniendo sigilosamente por los alrededores. En los hoteles de los veraneantes acomodados y en las fincas de los ricos del pueblo algo se tramaba.
Pasó en silencio toda la madrugada. A media mañana empezó a oírse distante el zumbido de la artillería. La batalla entre los milicianos que vinieron de Madrid y las tropas rebeldes que avanzaban desde Ávila debía de haberse entablado en la carretera misma a quince o veinte kilómetros de Miradores.
Primero llegó un auto ligero que siguió en dirección a Madrid a toda marcha. A la salida de Miradores le hicieron una descarga cerrada unos invisibles agresores. Luego vino un camión con heridos. Cuando estaban descargándolo en la plaza del pueblo fue también tiroteado.
Al atardecer empezaron a recibirse noticias concretas de la batalla. Los militares rebeldes, sólidamente atrincherados en formidables posiciones estratégicas de la sierra, desde hacía largo tiempo estudiadas y preparadas, habían ametrallado a placer a los bisoños combatientes del pueblo, que avanzaron insensatamente por el centro de la carretera amontonados en las bateas de los camiones. Les habían hecho una carnicería espantosa. Los rojos, después de unas horas de resistencia desesperada, tuvieron que batirse en retirada.
Pero cuando regresaban derrotados a Miradores, unos facciosos apostados en las casas del pueblo les hicieron un fuego mortífero. Hubo un momento angustioso. Los camiones que volvían del frente abarrotados de muertos y heridos se amontonaban en la plaza, donde eran acribillados por los fascistas del pueblo y de los contornos, que se habían parapetado en las ventanas y los tejados de las casas próximas. Suponiendo que el ejército vencedor vendría pisando los talones a los vencidos, aprovechaban el desconcierto de la derrota para aniquilarlos a mansalva. Los que volvían de la batalla ilesos se dispersaban abandonando en los camiones a los muertos y heridos. Rosario, Carmen y Adela, que venían indemnes, pero con el terror pintado en los ojos, estuvieron bregando desesperadamente bajo el fuego de los facciosos emboscados para arrastrar el cuerpo inerte de Pascual, herido de un balazo en el pecho. Cruzaron la zona batida sin abandonar a su infortunado camarada y, sosteniéndolo entre las tres, lo llevaron hasta el hotel. Cuando llegó estaba muerto.
El tiroteo seguía en las calles del pueblo y en todo el contorno. A favor de la confusión y la oscuridad, se presentaron a prima noche en la puerta del hotel unos automóviles con los faros apagados en los que huyeron camino de Ávila los huéspedes más decididos, la señora de Tirón entre ellos. Los otros se quedaron esperando la llegada de las tropas, que consideraban inminente. Rosario, Carmen y Adela, horrorizadas, velaban el cadáver del mozo, que habían depositado en el suelo de la cocina. Los huéspedes, molestos por la presencia en el hotel de aquel muerto rojo, amenazaban a las muchachas para que se lo llevaran de allí antes de que llegasen las tropas.
—¡Tenéis que llevaros «eso» de aquí! ¡Pues no faltaba más! Vendrán los militares y creerán que este hotel ha sido un nido de marxistas. ¡Echarlo a la carretera! —decían irritados.
Pero los militares no llegaron. Después de derrotar a los republicanos se quedaron sólidamente instalados en sus posiciones estratégicas de la montaña. En cambio, dos horas más tarde llegó de Madrid otra columna de milicianos del pueblo. Los primeros camiones fueron recibidos a tiros por los fascistas emboscados, pero la avalancha de combatientes republicanos era tal, que pronto estuvo cercado el pueblo por muchos centenares de hombres armados. Madrid se despoblaba para ir a la sierra a defender la República. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, armados con fusiles que cogieron en los cuarteles, llegaban constantemente en decenas y decenas de camiones. La presión formidable de esta gran masa humana hizo saltar de sus parapetos y escondites a los facciosos. Fueron perseguidos como alimañas y muertos allí donde se les cogía. El cura del pueblo estuvo hasta el último momento haciendo fuego con su carabina desde una tronera del campanario. Cuando, ya de día, los milicianos consiguieron subir a la torre se apoderaron de él, le voltearon y le lanzaron al espacio. Su sotana negra revoloteó un instante en el cielo blanquecino del amanecer corno un pajarraco disparatado.
El señor Tirón, que estuvo primero organizando la agresión junto con los caciques de los contornos y que luego tomó parte activa en la lucha haciendo fuego con un rifle sobre los camiones que llegaban cargados de milicianos, al ver perdida la partida, intentó huir por la carretera de Ávila. Le cortaron el paso las patrullas rojas y tuvo que refugiarse en las calles del pueblo, pero, temiendo que de un instante a otro le descubriesen y le matasen como iban haciendo los milicianos con cuantos fascistas fugitivos encontraban, se encaminó al hotel, en el que entró sigilosamente por la puerta del corral que daba a la cocina. Al ver allí a Rosario, Carmen y Adela, se dirigió a ellas con ademán suplicante:
—¡Por lo que más quieran en el mundo, no me delaten!
Ellas le miraron con odio.
—¡No me delaten! ¡Me asesinarían! ¡Digan ustedes que no he salido del hotel en toda la noche! ¡Díganlo! ¡Por sus madres!
Y les cogía las manos y quería besárselas, enloquecido de pánico.
Rosario le apartó violentamente y señalándole con ojos de loca el cadáver de Pascual tendido en el suelo le dijo:
—¡Mira!
Tirón vio la silueta rígida del mozo y dobló la cabeza sobre el pecho, convencido de que desde aquel instante estaba irremisiblemente perdido.
Rosario abrió la puerta con un ademán resuelto.
—¿Adónde vas? —gritó Tirón, angustiado.
—¡A denunciarte! ¡A hacerte pagar tus crímenes! ¡Asesino!
Corrió desalentada hacia la oficina del comité. Al cruzar una de las callejuelas del pueblo que daban al campo oyó un grito espantado y casi simultáneamente una descarga cerrada. Se detuvo aturdida y vio cómo delante de la misma tapia por la que ella iba a pasar alzaba los brazos súbitamente un hombrecillo que acto seguido se desplomaba atravesado por los balazos de un pelotón de milicianos que estaban apostados en la esquina.
—¡Uno menos! ¡Vamos por otro! —gritaban jubilosos los ejecutores.
Rosario, espantada, los vio marchar y se quedó inmóvil al pie del cadáver. Le miró. Era un hombre pequeño y delgado, vestido con un traje negro decente. ¿Qué tenía en la mano crispada? ¿Un papel? Se acercó más y lo vio. Al hombrecillo aquel las balas le habían alcanzado cuando echaba la última mirada a un retratito descolorido que debió de sacar de su cartera en el que se veían dos niños vestidos de blanco. Rosario cerró los ojos y tuvo que apoyarse en la tapia para no caer.
Cuando, pasado el tiempo, hizo un esfuerzo desesperado y consiguió arrancarse de aquel lugar volvió con pasos lentos y vacilantes al hotel. Entró en la cocina. Tirón seguía anonadado mirando estúpidamente el cadáver de Pascual.
Rosario cruzó ante Tirón sin mirarle siquiera, se acercó al muerto, se agachó y estuvo registrándole en los bolsillos. Luego se incorporó y dirigiéndose a Tirón le alargó una carterilla de piel mugrienta.
—Tome esto. Es el carné socialista de Pascual. Póngase una blusa de obrero para que no le conozcan y huya si no quiere que le maten.
Tirón, con los ojos brillantes, tomó ansiosamente el carné y quiso besar las manos que se lo tendían. Rosario lo rechazó.
—¡Váyase! ¡Váyase!
Y se echó a llorar como una chiquilla.
* * *
Gran desfile fascista en la plaza Mayor de Valladolid. Media mañana, sol y repique de campanas. Bajo los portales, una muchedumbre silenciosa encuadrada por milicianos fascistas. En las primeras filas, niñas que agitan banderitas con los colores de la monarquía y señoras entusiastas con velo o mantilla que periódicamente se exaltan y vitorean con voces delgadas y quebradizas a los salvadores de España. Detrás, mucha gente borrosa, y entre la gente, unos hombres que aprietan los puños crispados contra el forro de sus bolsillos.
En el cuadrilátero despejado de la vieja plaza castellana comienza la gran parada. Desfilan primero
los pedritos
y luego
los flechas
, niños uniformados a la manera de Roma y de Berlín que juegan a ser soldados. Las fanfarrias hacen sonar el
Giovinezza
y el
Horsts Wessel
. Estallan los vivas a España y al Ejército Nacional. Vienen luego las centurias de la Falange Española cuidadosamente uniformadas y divididas en escuadras que evolucionan con matemática precisión a la voz de mando de viejos sargentos del ejército. Desde una tribuna que ha sido erigida en el centro de la plaza, un grupo de militares contempla con desdeñosa benevolencia la pintoresca bizarría de los jóvenes falangistas, pobres diablos civiles que en el fondo de sus covachuelas, detrás de sus mostradores o en la penumbra de sus almacenes habían soñado con ser militares y se hacen al fin la ilusión de serlo.
Unos toques de corneta, la muchedumbre queda inmóvil y silenciosa, presentan armas las escuadras fascistas, y el general, uno de los beneméritos salvadores de España, avanza hasta al centro de la plaza rodeado de sus ayudantes y de los jefes de la Falange. Un
speaker
anuncia por el micrófono instalado en la tribuna que, contra lo que se deseaba, el general no hablará porque está ronco. Se va a rendir homenaje a la memoria de los héroes nacionales asesinados por los bandidos rojos. Tiene la palabra el excelentísimo señor don Cayetano Tirón.
Erguido, bombeado el torso, las insignias de la Falange bordadas en el pecho, la pistola en el cinto, el señor Tirón evoca con arrebatadora elocuencia una de las más gloriosas hazañas del fascismo vallisoletano: la muerte heroica del jefe territorial de la Falange, vilmente asesinado por las hordas marxistas en el pueblecito de Sanbrian.
* * *
Esta mujer que a esta misma hora y bajo esta misma luz clara de la media mañana de agosto en Castilla se halla inmóvil e insensible a cuanto le rodea a la puerta de una casa en la calle desierta de Sanbrian, sabe también la historia de aquel terrible episodio que con vibrantes y encendidas palabras está narrando en la plaza de Valladolid el excelentísimo señor don Cayetano Tirón, jefe provincial de la Falange Española. Esta mujer que se ha quedado sola en esta casa, sola en esta calle y en este pueblo, lo cuenta con más sencillas palabras, pero con no menor patetismo.
—Dijeron —habla la mujer— que había revolución en Valladolid, que los señores habían quitado la República para volver a ser amos de lo suyo y que los hijos de los señores venían por los pueblos matando a los pobres. Los hombres de Sanbrian decidieron que no los dejarían entrar, que si los ricos hacían una revolución, los pobres harían la suya, que más somos los pobres que los ricos y que a las malas podríamos con ellos. Algunos vecinos no se atrevían. Más valía estarse quedos. A todos no nos van a matar, pensaban. Pero los mozos del sindicato dijeron que sí, que nos matarían a todos, y aunque, la verdad, nadie lo creía, se resolvió el pueblo a cerrarles las puertas y a campar por su respeto. Al principio todo fue bien. Echamos al cura y al cabo de la guardia civil. Los tres o cuatro ricos que había en Sanbrian se fueron ellos solos, y los del sindicato se pusieron a mangonear, por aquello de que siempre ha de haber alguien que mande. No hubo ninguna muerte, eso sí, pero los del sindicato entraron en las casas de los ricos, se apoderaron de los bienes que habían dejado y los repartieron entre los pobres. Estaba mal hecho, señor, y muchos infelices ni siquiera se atrevían a tomar lo que les daban. Pero a los pocos días, como temíamos, volvieron al fin los hijos de los señores, los señoritos. Venían en tres o cuatro automóviles y traían fusiles y pistolas. Para asustar al pueblo entraron disparándoles sin ton ni son, a diestro y siniestro. Venían por la tremenda, y por la tremenda los recibieron los mozos del pueblo. Apostados en una esquina los aguardaron con las escopetas echadas a la cara y cuando los tuvieron a tiro los achicharraron. Así cayó ese jefe de ellos, cuya vida tan cara hemos pagado. Venían matando, señor, ¿cómo querían ser recibidos?