A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (18 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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—¡Ríndete! —le gritó.

Los otros tres enemigos que le tenían cercado fueron asomando la gaita cautamente.

—¡Ríndete! —le repetían.

Mohamed, que se había rendido hacía mucho tiempo, no explicaba aquel miedo y aquellas precauciones excesivas de cuatro hombres armados contra uno solo, herido e inerme. Cuando vio en torno suyo a los cuatro milicianos, que todavía no osaban acercársele, y consideró la menguada estatura que tenían y las viejas escopetas de que estaban armados, sintió por ellos un infinito desprecio desde el fondo de su alma de guerrero africano y, olvidándose de su pierna inútil, atravesada ya por un balazo, se resolvió a emprender de nuevo la lucha.

Los dejó confiarse poco a poco. Escondida entre los pliegues del jaque conservaba su afilada gumía, y el fusil, previsoramente cargado, estaba aún en el suelo al alcance de su mano. Acechó el instante preciso, y rápido como una centella, empuñó el cuchillo, lo hundió en el cuerpo del miliciano que tenía más cerca, se agachó para coger el fusil, disparó contra otro y se volvió hacia el tercero, que, tirando la escopeta, daba ya media vuelta y echaba a correr. No tuvo tiempo de disparar. El cuarto miliciano, un cabrero serrano, achaparrado y recio, se tiró sobre él embistiéndole con la cabezota como un jabalí. Rodaron por tierra el moro y el cabrero. Estrechamente abrazados se debatían en el suelo. Hubo un instante en el que los dos hombres atenazados mutuamente cruzaron una mirada feroz. La pupila felina del guerrero beréber clavó su saeta verde en el ojo negro, estriado de sangre y de bilis, del castellano. Torció el moro la vista esquivando la monstruosa ferocidad de aquella mirada turbia. El cabrero estiró el cuello corto y ancho, abrió las fauces y hundió los colmillos en la garganta del moro, que, torciéndose de dolor, logró incorporarse en un esfuerzo desesperado y lanzó violentamente al espacio aquel cuerpo recio que se aferraba a su carne con la tenaza de sus mandíbulas anchas de animal de presa. No consiguió desasirle hasta que sintió los agudos colmillos resbalando por su carne desgarrada. Requirió de nuevo la gumía, pero, antes de que pudiera acercarse otra vez al cabrero, éste, voleando el brazo con un peñasco de aristas afiladas prendido en el puño, le disparó un certero cantazo en la frente que le hizo caer a tierra sin sentido. Con una furia salvaje, el cabrero se precipitó sobre él y estuvo machacándole a placer a cabeza.

Cuando lo dejó por muerto acudió en auxilio de sus camaradas. Sólo el que había recibido el golpe de la gumía estaba herido, y no de gravedad; la hoja le había resbalado por el hueso de la cadera. El otro miliciano, que no había sido alcanzado por el disparo del moro, y el que echó a correr aterrorizado y volvió luego que pasó el peligro, cargaron con el herido y lo llevaron a una choza de pastor cercana, donde le acomodaron en el lomo de una muía para llevarlo a Monreal a que lo curasen.

Resultó, contra lo que suponían, que el moro estaba vivo todavía. Debía de tener siete vidas. Con una pierna atravesada por un balazo, la cabeza machacada y la piel del cuello desprendida a colgajos, se incorporó poco después y aún trató de huir. No había conseguido ponerse en pie cuando se desplomó de nuevo.

—¿Lo remato? —preguntó al verlo exánime el miliciano que había huido antes. Y apuntaba a la rapada cabeza del moro con la culata de su escopeta que había empuñado por el cañón.

—No; déjalo —le respondió el cabrero—; vamos a llevarlo vivo al pueblo. A ver si nos dan por él algún dinero.

—Por un lobo muerto daban los alcaldes cinco duros; por un moro vivo deben de dar lo menos cincuenta.

Y con esta agradable perspectiva maniataron al moro y lo pusieron atravesado sobre el lomo de un borriquillo al que arrearon camino de Monreal. Iba el moro atado a la albarda del pollino y de la cabeza colgante se le desprendían unos gruesos goterones de sangre que dejaban marcado el rastro de la caravana por los vericuetos de la sierra.

El pueblo estaba lejos, allá abajo, en una planicie del valle del Tiétar que verdeaba a la sombra de los montes de Gredos, el Almanzor y los Galayos, gigantes centinelas que cerraban el paso al ejército sublevado. Partiendo de Ávila, las tropas rebeldes intentaban atravesar los puertos de la sierra para descolgarse sobre el valle, que estaba en poder de las fuerzas leales, y abrirse así un nuevo camino hacia Madrid. Los milicianos de la República se habían hecho fuertes en las cimas de las montañas; los pueblecitos del valle, situados a treinta o cuarenta kilómetros del frente, confiando en que los rebeldes no podrían forzar los pasos de la sierra, hacían con una relativa seguridad la vida normal de las poblaciones de retaguardia: organizaban hospitales, improvisaban cárceles en las que encerrar a los reaccionarios y creaban milicias en las que enrolaban a todos los hombres útiles, que, provistos de viejas escopetas de caza, patrullaban por los campos prestando servicios de vigilancia.

Una de aquellas patrullas de aldeanos era la que había descubierto al moro Mohamed en uno de los rincones más inextricables de la sierra. La presencia de un moro en aquel paraje era incomprensible. Se creía que las tropas rebeldes estaban aún al otro lado de las montañas y no había noticia de que hubiesen podido forzar los pasos. No sabían los aldeanos que la noche anterior una punta de vanguardia del ejército rebelde formada por moros y legionarios se había infiltrado por uno de los pasos menos accesibles y avanzaba por la retaguardia de los milicianos que defendían las gargantas de la montaña, con el propósito de sorprenderlos atacándolos por la espalda. Separado del núcleo de estas fuerzas, seguramente para dedicarse a merodear por las míseras viviendas serranas, el moro Mohamed se había extraviado y, caminando al azar, se encontró con la patrulla de milicianos que lo había capturado.

La entrada del moro y sus aprehensores en Monreal fue un gran espectáculo. Nadie en el pueblo imaginaba que fuese verosímil el hecho de cazar un moro dentro del término municipal, y todos los vecinos acudían a ver con sus propios ojos la extraña caza, a la que miraban como a una alimaña más rara y difícil aún que la propia cabra hispánica de aquella serranía.

Acudieron los miembros del comité revolucionario local, que se llevaron al prisionero para someterlo a un minucioso interrogatorio del que no sacaron en limpio más que aquellas palabras confusas, las únicas que en castellano sabía y que

repetía sin cesar.

—No
matar
. Por Dios Grande, no
matar
. Moro
estar
rojo.

En el seno del comité se entabló entonces un largo debate sobre lo que debía hacerse en aquel caso insólito. Los delegados republicanos eran partidarios de que el prisionero fuera conducido hasta Madrid y entregado al gobierno; los anarquistas creían que lo lógico era dejarlo en completa libertad, para que se redimiera de su pasada servidumbre y se convirtiese en un libre y digno ciudadano de la libre Iberia; los comunistas estimaban que lo más razonable era curarle primero y luego inscribirle en las milicias y mandarle al campo para que luchase contra los rebeldes, debidamente vigilado, claro es. Y, finalmente, la voz del pueblo, expresada a gritos por el vecindario y los milicianos y responsables que se aglomeraban en la plaza, pedía unánimemente que se le entregase al prisionero para darse la satisfacción de matarlo. Era lo menos que se podía pedir.

Como no se ponían de acuerdo, pasaba el tiempo y el moro estaba cada vez más alicaído, hasta el punto de que amenazaba con morirse y frustrar así el interesante debate, se tomó provisionalmente el acuerdo de que el prisionero fuese conducido al hospital de sangre recién instalado en Monreal, donde, por lo pronto, le prestarían asistencia facultativa. Y al hospital se lo llevaron. En el trayecto, un miliciano quiso hacer una fotografía del prisionero para mandarla a los periódicos ilustrados. Pusieron al moro junto a una pared para retratarlo, pero cuando él advirtió la maniobra se abalanzó sobre el fotógrafo como una fiera. No hubo modo de que se dejase retratar: cada vez que el miliciano intentaba enfocarlo, el moro, creyendo que le iban a fusilar, huía con las ansias de la muerte. No había visto de seguro en su vida una cámara fotográfica.

Cuando se halló al fin en la mesa de operaciones del hospital se sintió revivir. El médico, los practicantes y las enfermeras, con sus batas blancas, le rodeaban solícitos. Durante un par de horas estuvieron haciéndole una cura minuciosísima. Le trataron con gran esmero y delicadeza, pusieron tan humanitario celo en aminorar las intervenciones dolorosas y le vendaron con tanto tacto y suavidad, que en la cara contraída de dolor y de pánico del guerrero africano comenzó a dibujarse una tierna sonrisa de gratitud. Aquellas enfermeras rojas debieron antojársele verdaderas huríes del paraíso.

Entre tanto, el comité revolucionario había continuado su brillante discusión teórica, que terminó tempestuosamente. La voz ronca del pueblo, llevada por el cabrero que había capturado al moro, y por otros muchos cabreros, trajinantes y pastores, dominó los discursos de aquellos teorizantes. El moro era del pueblo, porque del pueblo eran los milicianos que lo habían capturado. Ni se enviaba a Madrid ni se le dejaba en libertad ni se le hacía miliciano. Había que entregárselo al pueblo para que hiciese con él su soberana voluntad. Y, como los responsables no lo entregaban por las buenas, los vecinos decidieron apoderarse de él por las malas, y un grupo armado se presentó en el hospital, recogió al prisionero de las manos suaves de las enfermeras, lo sacó a un callejón y lo puso contra una pared.

El moro, que se había visto tratado con tanto cariño, no sentía ya ningún recelo y cuando lo colocaron delante de la tapia, sonrió ingenuamente a los milicianos. Debió de imaginarse que iban a retratarlo otra vez.

No tuvo tiempo de maravillarse cuando vio que los milicianos se echaban los fusiles a la cara. Cayó acribillado, todavía con su estúpida sonrisa en los labios.

A estas horas, el alma en pena del moro Mohamed debe de andar vagando por el paraíso en busca de Mahoma para preguntarle: «¿Me quieres explicar, ¡oh, Profeta!, para qué se tomaron el trabajo de curarme tan amorosamente si habían de matarme luego?».

* * *

Aquella noche los caídes de la mehala aguardaron inútilmente en su tienda el té con yerbabuena que habitualmente les servía Mohamed. Una patrulla anduvo buscándole por el monte infructuosamente. De madrugada, cuando ya se perdió toda esperanza de encontrarle, uno de los caídes, echado en un rincón bajo el techo de lona de la tienda, fumaba silencioso su pipa de quif y con los párpados entornados evocaba entristecido la figura del infortunado Mohamed, el valiente soldado que durante tantos años había sido su leal escudero, su hermano de guerra más que su servidor. Nacidos ambos en el mismo poblado de Ait el Jens, del lado de allá de la cordillera del Atlas, donde los bravos guerreros bereberes de ojos azules y piel blanca guerrean desde que nacen hasta que mueren con los nómadas del desierto, no se habían separado jamás. Juntos habían luchado desde la adolescencia, primero para tener a raya a los gazis que formaban los famélicos pobladores del Sahara con el anhelo de invadir las praderas jugosas del Sus y el Nun; luego, acaudillados por el sultán azul, que los llevó victoriosos hasta Marrakech; más tarde, en las caballerescas contiendas que sostenían entre sí las fracciones de la belicosa cabila de Bu Amaran y, finalmente, en la desastrosa campaña contra las columnas francesas que cuatro años antes les habían arrollado hasta más allá de las orillas del Draa en los confines del desierto. La llegada de los militares españoles a Ifni les había librado de tener que refugiarse en el Sahara perseguidos por el ejército francés, y aquellos indomables guerreros se habían puesto gustosamente al servicio de los militares españoles, que les ofrecían, junto con la ilusión de la revancha contra los franceses, los saneados pluses de las tropas coloniales y, sobre todo, el derecho a conservar las armas.

Cuando los jefes militares del territorio les dijeron que tenían que ir a España a luchar contra los rojos apoyados por Francia y Rusia, aquellos guerreros natos, leales como buenos musulmanes a los pactos de amistad, se prestaron de buen grado a combatir. Les dieron buenas armas alemanas y los embarcaron con rumbo a España, donde las grandes ciudades, con su exhibición de riqueza y, sobre todo, con los tentadores escaparates de sus relojerías y sus sugestivas tiendas de espejos, colmaban las esperanzas de botín que habían concebido. Luego, fieles a la palabra dada y esclavos de la disciplina de la guerra, habían luchado como buenos contra masas enormes de soldados rojos que «no sabían manera» y se hacían matar o huían como conejos. Orgullosos de su brillante papel de conquistadores, se dejaban obsequiar por las mujeres y los hebreos (para ellos, todas aquellas gentes que no guerreaban eran miserables hebreos) que en las ciudades por las que atravesaban los aclamaban en los desfiles y les regalaban estampitas y medallas que ellos aceptaban con la soberbia indiferencia de los creyentes de la fe verdadera. Si cualquiera de aquellos amables señores que tanto festejaban a los heroicos guerreros bereberes hubiese podido adivinar el pensamiento profundo y el sentir auténtico de aquellos impasibles soldados, sus almas de cristianos y civilizados se hubiesen horrorizado.

Ahora, entristecidos por la desaparición de su amado Mohamed, el viejo caíd salió de su tienda de campaña en la que dormían ya los demás oficiales moros y estuvo paseando por el monte a la luz de la luna que se filtraba por las espesas copas de los pinos. El aire delgado de la sierra de Gredos acariciaba la tez curtida del caíd. Poco a poco habían ido extinguiéndose los fuegos del vivac. Sólo una lámina de luz rojiza escapada de la tienda de los oficiales europeos quedaba ya en el campamento. El caíd se acercó, atraído por aquella luz y por el bullicio que dentro se sentía. Los oficiales festejaban ruidosamente el triunfo de la jornada anterior y brindaban por el éxito de la operación del día siguiente. Sus risas y sus canciones entristecieron aún más al caíd. Largo rato estuvo el guerrero africano considerando aquella jubilosa algarabía, y lentamente el curso de sus reflexiones fue suscitando en su dormida conciencia un fuerte sentimiento de desdén y de odio hacia aquellas gentes que bebían y cantaban celebrando las victorias que con sangre de los moros, sus hermanos, se pagaban, mientras él vagaba por la noche solitario y con la congoja de haber perdido para siempre a su fiel Mohamed, cuya muerte nadie más que él en aquel mundo extraño sentiría.

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