A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (19 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Alguien levantó el lienzo que tapaba la entrada de la tienda y salió. El caíd quiso ocultarse, pero no tuvo tiempo.

—¿Qué haces aquí, caíd? —le preguntó cuando le hubo reconocido el oficial que había salido de la tienda.

—Estaba triste y paseaba —respondió.

—Entra, bebe con nosotros y te divertirás un poco.

Le hicieron entrar en la tienda y le ofrecieron vino. No lo quiso tomar.

—El caíd está triste porque los rojos han cazado esta tarde a uno de sus más bravos mejazníes, al valiente Mohamed —explicó entonces uno de los tenientes.

El caíd asintió con la cabeza y para disculparse esbozó la ceremoniosa sonrisa de los musulmanes.

—Pues bebe, bebe un poco y te alegrarás —insistieron.

—¡Dejarle! —gritó un oficial del Tercio que estaba ya concienzudamente borracho—. Los moros son unos idiotas que no saben quitarse las penas bebiendo. Yo conozco a los moros. Al caíd le han matado a uno de sus hombres y no estará contento hasta que logre vengarse. ¿No es eso, caíd? Quieres vengarte, ¿verdad? Espera, espera... Mañana vengaremos a tu fiel Mohamed. ¿Cuántas orejas de milicianos rojos quieres que corte mañana mi gente en memoria de tu Mohamed? ¿Cuántas? ¿Mil? ¿Diez mil? ¿Quieres que mis hombres te traigan las orejas del mismísimo presidente de la República? ¡No te pongas triste, caíd! ¡Mañana tendrás las orejas de Azaña! ¡Te lo juro! ¡Míralas! ¡Por estas que son cruces!

Y abrazaba tiernamente al caíd y le besaba llenándole de baba la cara grave y noble.

* * *

Cuando los habitantes de los pueblecitos del valle se dieron cuenta de que las vanguardias de moros y regulares habían atravesado por sorpresa las gargantas de la montaña y se descolgaban por la ladera, era ya inútil toda resistencia. No había en el valle más fuerzas que las de las milicias locales ni más armas que las que tenían los campesinos. La noticia de que los moros y el Tercio bajaban del monte asolando el país y fusilando a cuantos hombres encontraban, congregó en las plazas de los pueblos aterrorizados a los millares de campesinos que estaban dispuestos a vender caras sus vidas.

—¡Armas! ¡Armas! —gritaban desesperados.

Era inútil. No las había. Las masas de campesinos armados con palos, hondas, hoces y viejas escopetas estaban dispuestas a luchar, sin embargo. Acudió a última hora una columna de milicianos enviados por el gobierno de Madrid, y a ella se incorporaron los mozos más conjurados de los pueblos del valle.

—¡Camarada comandante, déjenos ir con la tropa! —pedían al jefe de la expedición.

—¡Pero si no tengo fusiles! ¡Si no puedo daros ni uno! ¿Con qué vais a luchar? —replicaba desolado el comandante.

—No importa; iremos detrás de los milicianos y cuando caiga alguno cogeremos su fusil y seguiremos luchando.

Así se organizó la columna que había de contener el avance por el valle de los moros y el Tercio. Detrás de cada hombre con fusil iba otro con los puños crispados que esperaba a que el fusilero cayese para apoderarse del arma y seguir disparando. Pocas veces la voluntad de un pueblo se ha mostrado con tan desesperado heroísmo. Arrastrados por el odio feroz a los invasores, aquellos campesinos de la entraña de Castilla, aquellos pastores y aquellos braceros de la sierra de Gredos iban a oponer sus pechos como barrera al avance de las tropas coloniales.

La heroica resistencia se quebró al primer choque. Con el corazón no basta. Faltaban armas y disciplina. Los campesinos fueron derrotados, y su desesperada resistencia no sirvió más que para irritar a los militares, que dieron rienda suelta a sus hombres y los dejaron desparramarse por el valle sembrando la muerte y la desolación. Los grupos de campesinos armados huyeron a la montaña, adonde los persiguieron sañudamente las patrullas de moros y legionarios, que les infligieron un castigo implacable. Los prisioneros fueron fusilados en racimos. Hasta bien entrada la noche estuvieron sonando en los pinares próximos a Monreal las descargas de fusilería.

Los jefes y oficiales de la columna victoriosa fueron concentrándose en la plaza mayor del pueblo. El último en llegar fue el viejo caíd. Venía al frente de una tropilla de soldados moros que traían los ojos brillantes, las fauces abiertas y la espalda abrumada bajo los pesados fardos que delataban rapiña; alguno de ellos llevaba los brazos cubiertos hasta el codo de relojes de pulsera, la prenda que más excitaba la codicia de aquellos bárbaros y pueriles guerreros.

Cuando el caíd se acercó al grupo de oficiales y se cuadró ante ellos llevando la mano derecha al filo del fez, vio que se le adelantaba con los brazos abiertos el oficial del Tercio que la noche anterior le había ofrecido vengar la muerte de Mohamed. Palmeteándole jovialmente en la espalda, le dijo el oficial:

—Bravo, caíd; tú y tus hombres os habéis portado. No creas que yo y los míos nos hemos olvidado de lo que prometí anoche. Las orejas del presidente de la República no las tenemos todavía, pero ahí tienes un buen anticipo.

Y llamó a su asistente, tomó de manos de éste un abultado zurrón y lo tiró a los pies del caíd.

—Toma —le dijo—; creo que está bien vengada la muerte de tu mejazní. Ahí tienes cincuenta orejas de marxistas.

Por la boca del zurrón entreabierto salían, en efecto, unas piltrafas sanguinolentas.

* * *

En tres días impusieron los militares el orden y la paz en todo el valle del Tiétar. Nada más sencillo. Los campesinos supervivientes volvieron dócilmente a sus labores. Ya no hubo más huelgas ni disputas por los jornales; se volvió a trabajar de sol a sol como era tradicional en el campo, y los puños cerrados de antes se convirtieron en brazos extendidos y manos abiertas. La guardia civil volvió a ser dueña y señora de los campos, y los falangistas organizaron meticulosamente la vida de los pueblos. Las mismas cárceles habilitadas por los rojos para encerrar a los reaccionarios fueron utilizadas por los fascistas como prisión para los rojos.

Las tropas abandonaron pronto la comarca. El caíd y sus hombres fueron trasladados al frente de Madrid, donde, siempre en vanguardia, volvieron a luchar con aquel heroico tesón y aquella sufrida resistencia para las penalidades de la campaña que eran la más firme esperanza de triunfo con que contaba el ejército rebelde, íntimamente, los guerreros africanos se sentían orgullosos de ser ellos el más firme sostén de la rebeldía. Su vanidad estaba colmada. España, aquel pueblo blando, de «hebreos que no sabían luchar», se replegaba ante los envites de los moros «farrucos». Una voz ancestral, un anhelo de revancha insatisfecho durante muchas generaciones, florecía de nuevo y, empujados por aquellas remotas ambiciones de la raza, los guerreros árabes y bereberes se tiraban a pecho descubierto contra las trincheras de los rojos y parecían dichosos. El solo hecho de tener al alcance de sus fusiles a los europeos, a los infieles, a los dominadores del islam, valía la pena de arriesgar la vida. Y un buen precio para ella era el orgullo de verlos correr aterrorizados.

El caíd y sus hombres llegaron casi sin lucha hasta la Casa de Campo y desde allí se les lanzó al asalto por sorpresa de la Ciudad Universitaria. Desde las colinas en que se atrincheraron se divisaba el panorama de Madrid a una clara luz velazqueña. Aquella masa compacta de enormes edificaciones que se extendía hasta el infinito maravillaba a los marroquíes. Madrid se ofrecía a sus ojos absortos como una ciudad fantástica de
Las mil y una noches
. Cuando al anochecer veían brillar los millones de lucecitas de la urbe y pensaban que todo aquello, aquel mundo de riquezas fabulosas, aquella inmensidad de tesoros, estaba a merced de ellos, de su valor, del coraje y la acometividad de cada uno, un orgullo satánico hinchaba los pechos de los bravos guerreros del Rif, de Yebala y del Atlas, que hasta aquel instante venturoso habían luchado y se habían hecho matar simplemente por la conquista de un mísero aduar, por un prado en el que pudiesen pastar sus rebaños o por el tenue hilillo de agua de un oasis del Sahara. La plena conciencia del propio valer, la convicción de que eran ellos, los moros, los míseros cabileños, los sistemáticamente humillados y vencidos por los cañones y los fusiles europeos, quienes en aquel instante decidirían la suerte de aquella ciudad de ensueño brindada a su furia vengadora, redoblaban su coraje y acometividad.

El primer día de asalto a Madrid los moros se lanzaron con un ímpetu avasallador. Desplegados en guerrilla, con el cuerpo echado hacia delante y ululando ferozmente, avanzaban paso a paso pateando el barro bajo un diluvio de metralla. Cegados por el fuego de los rojos, tuvieron que retroceder por dos veces, y otras tantas volvieron al asalto con redoblada ferocidad. A la tercera intentona llegaron hasta las primeras trincheras de los milicianos republicanos, y allí, por primera vez, se encontraron cuerpo a cuerpo los bárbaros guerreros africanos y los duros luchadores del proletariado de la gran ciudad europea y civilizada. Aquel día aprendieron los moros que no todos los españoles eran «miserables hebreos» y que en aquella España que desde su altiva superioridad guerrera desdeñaban había una entraña dura y un ímpetu vital que no cedían al viento aselador del desierto.

Durante el asalto a la trinchera, el viejo caíd descubrió a un miliciano rojo que, agazapado detrás de unos sacos terreros junto a un boquete abierto en el parapeto por la explosión de un obús, aguantaba a pie firme la llegada de los soldados marroquíes que pretendían invadir la trinchera por aquel agujero y, volteando como una maza la culata de su fusil, los iba abatiendo con una furia terrible. Era un hombre recio, con traje azul de mecánico, arremangados los brazos musculosos de forjador y un júbilo salvaje en la cara radiante. Cada vez que machacaba el cráneo de un enemigo con uno de aquellos certeros golpes cuya matemática precisión delataba al buen operario, al trabajador concienzudo y seguro, saltaba de contento y se jaleaba a sí mismo con su pintoresco verbo de ciudadano de arrabal.

—¡Ole los tíos! —se gritaba—. ¡Otro moreno para el arrastre! ¡Venir acá, guapos, que os voy a dar para el pelo! ¿Queréis cobrar? ¡Ole mi menda golosa!

El astuto caíd se abrió camino a tiro limpio y, hurtándose a las balas de los rojos, llegó por detrás hasta donde estaba aquel terrible enemigo; puso en ristre el fusil con la bayoneta calada y, tomando impulso, se lanzó tras él en el preciso instante en que, una vez más, el miliciano alzaba la maza de su fusil para descargarla sobre una nueva víctima. Ni el miliciano ni el caíd marraron el golpe. Otro soldado marroquí cayó en el fondo de la trinchera con la cabeza machacada, pero casi simultáneamente se abatió sobre él violentamente el cuerpo recio del miliciano rojo con la espalda traspasada por la bayoneta del caíd. Al caer en el foso, la cabeza del miliciano fue a dar en el pecho de su última víctima, que aún alentaba. Intentó incorporarse con las ansias de la muerte, pero le faltaron las fuerzas y cayó de bruces. Su cara se aplastó sobre el rostro ensangrentado del moro. Su mirada turbia recorrió de cerca la faz espantable del marroquí moribundo, y aún tuvo alma bastante para balbucear:

—¡Qué feo eres, chato!

Procuró reclinar la cabeza sobre la mejilla del moro y se resignó a morir musitando fraternalmente:

—¡Ya nos han
dao
, chato! ¡Mala suerte, tú!

Sobre sus cuerpos inertes pasaban los moros por aquel boquete que el caíd mantuvo abierto. Pronto la trinchera estuvo limpia de milicianos. Los rojos se batían en retirada y los bravos guerreros africanos lograban una nueva victoria.

Pero la firme resistencia de los milicianos no se había quebrado más que en aquel punto donde los moros llevaron el peso del ataque. El resto de la línea republicana se mantuvo firme, y los asaltos sucesivos que intentaron la Legión, los requetés y los falangistas se estrellaron impotentes ante la resistencia desesperada de los defensores de Madrid. El avance de los marroquíes, no secundado por las restantes fuerzas rebeldes, formó en la línea del frente una bolsa que corría el peligro de ser estrangulada. El mando faccioso, seguro del tesón de sus soldados africanos, no creyó necesario rectificar el frente después de la operación, y el caíd y sus hombres quedaron aquella noche en las trincheras que acababan de tomar a los rojos, en las que procuraron fortificarse.

Durante toda la noche los estuvieron hostilizando por los flancos. Al amanecer, las baterías gubernamentales comenzaron a dejar caer obuses sobre la posición y desde los flancos los morteros vomitaron su metralla sobre los marroquíes hora tras hora.

Pegados a la tierra aguantaron los moros aquel diluvio de fuego. Intentaron hacer un avance y fueron diezmados. Nadie acudía en auxilio de aquel puñado de valientes, y el caíd tuvo que resignarse a dar la orden de retirada.

Pero ya era tarde. Las líneas rojas de los flancos se habían alargado cerrando la bolsa que formaba la posición y cogiendo entre dos fuegos a los marroquíes. La operación fue tan rápida y perfecta, que los moros, al intentar la huida, tropezaron con las bocas de los fusiles republicanos y no tuvieron acción más que para levantar los brazos y rendirse. El grupo, formado ya escasamente por unos treinta o cuarenta hombres, se arremolinó en torno al caíd, mientras los rojos seguían haciendo fuego a mansalva sobre ellos. Abatidos por el plomo de los milicianos atrincherados, caían uno tras otro los guerreros africanos. El viejo caíd, sorprendido y desconcertado por el pánico insuperable de sus hombres, que se dejaban matar como corderos, intentó inútilmente hacerles reaccionar echándose hacia delante. Le dejaron solo en medio de una lluvia de balas que por verdadero prodigio no le tocaban. Allí hubieran perecido todos si una voz potente que salió del lado de allá de la trinchera no hubiese gritado:

—¡Alto el fuego!

Sólo se oía ya algún que otro disparo suelto cuando saltó de la trinchera un miliciano rojo con un fusil ametrallador en ristre y, encarándose con el caíd, le conminó:

—¡Ríndete o te mato!

El caíd, dócil y resignado ante la fatalidad, alzó los brazos y se dejó empujar por el cañón del arma hasta el fondo de la trinchera, donde se precipitaron sobre él los milicianos.

Tras él fueron apresados los marroquíes supervivientes. Empujados a culatazos, los llevaron por las trincheras. Perdida súbitamente la moral, aquellos feroces guerreros miraban humildemente a los milicianos demandándoles piedad con la misma mirada triste y humillada de las fieras que se sienten cogidas en el cepo.

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