A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (14 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Mientras, en la casa del pueblo de Benacil, Tomás reunía a las juventudes obreras de la villa, socialistas y comunistas, y las arengaba para lanzarlas a la lucha contra los que hasta aquel día habían sido sus aliados y de la noche a la mañana se convertían en el más peligroso enemigo. Era difícil convencer a aquellos hombres de espíritu revolucionario y estrecha mentalidad proletaria para que se lanzasen a combatir contra quienes eran tan proletarios como ellos y actuaban también en nombre de la revolución. Pero el fanatismo y la disciplina comunistas obran milagros. Aquellos hombres lucharían contra los anarquizantes de la Columna de Hierro con el mismo fervor con que luchaban contra los fascistas. Se trataba de enemigos de la dictadura del proletariado, y esto bastaba para que estuviesen dispuestos a aniquilarlos.

En tanto el comité revolucionario de Benacil convocaba a su huestes y las distribuía estratégicamente, los hombres de la Columna de Hierro comenzaron a actuar por su cuenta. El Chino, rodeado de sus lugartenientes, se presentó en la prisión de Benacil apenas cayó la noche y reclamó que se le entregasen todos los presos fascistas. Pepet y Tomás, oportunamente avisados, se presentaron en el acto.

—¿Para qué quieres a los presos? —preguntó Tomás.

—Para hacer la justicia revolucionaria que vosotros no habéis sabido hacer —replicó el Chino.

Tenían la prisión cercada por sus hombres, y allí mismo, en el patio, rodeándole, estaban tres o cuatro de sus más bravos auxiliares. Se sentía fuerte.

—Aquí no hay más autoridad que la del comité —insistió Tomás.

—Yo me río de todas vuestras autoridades y de vuestros comités. Aquí no hay más voluntad que la del pueblo, y en nombre del pueblo fusilaremos a los presos fascistas o los pondremos en libertad según se les antoje a mis hombres, que son el pueblo en armas. ¿Te enteras?

—Tú lo que quieres es asesinar a unos infelices y poner en libertad a los contrarrevolucionarios que te convenga. ¿Cómo te han pagado los fascistas, canalla?

El Chino le saltó al cuello, pero Tomás consiguió desasirse y, sacando la pistola con un rápido movimiento, lo contuvo momentáneamente, así como a sus hombres, mientras decía a uno de los milicianos del pueblo que estaba a su lado:

—Avisen a las milicias para que vengan a detener a estos bandidos.

El Chino y sus hombres, encañonado por Pepet y Tomás, no pudieron impedir que el miliciano partiera, pero bastó que uno de ellos diese un estridente silbido para que se presentasen diez o doce individuos de la Columna de Hierro, que, apenas advirtieron lo que sucedía, se precipitaron sobre Pepet y Tomás y los desarmaron.

—¿Conque ibais a detenerme, eh? —dijo el Chino amenazándoles con su pistola—. Yo soy quien va a fusilaros por traidores y contrarrevolucionarios.

Ordenó que los esposasen y se preparó a rechazar el posible ataque de los milicianos de Benacil. Éste no se hizo esperar. Llegó primero una patrulla de quince o veinte hombres que fueron dispersados fácilmente a la primera descarga que les hicieron.

El Chino, decidido a aprovechar el tiempo, ordenó luego que se concentrase en la defensa de la prisión el grueso de la columna; que los camiones, debidamente protegidos, estuviesen dispuestos y en orden de marcha, y que sus lugartenientes entrasen en las galerías de la cárcel y se apoderasen de los presos fascistas para irlos conduciendo a los camiones, pues tenía el propósito de llevárselos consigo en caso de tener que batirse en retirada.

Apenas habían comenzado a desfilar los presos ante el Chino, que los interrogaba personalmente, cuando se oyeron nuevas descargas en los alrededores de la cárcel. Las milicias de Benacil acudían en masa a libertar a sus jefes sabiendo ya que estaban prisioneros. El Chino no se alarmó.

—Esos idiotas se van a hacer ametrallar por mi gente —comentó.

Pero la lucha era más dura de lo que los milicianos de la Columna de Hierro esperaban. Los milicianos de Benacil acudían en oleadas dispuestos a batirse con coraje y estaban organizando un verdadero asedio a la prisión. Llegó el grueso de la columna, pero aquellos ciento cincuenta hombres no bastaban para contener la presión de la muchedumbre armada. La confusión y el estruendo de la lucha eran aterradores.

Entre los prisioneros fascistas se produjo un movimiento de pavor. Ignorantes de cuanto ocurría, pero convencidos de que eran sus vidas lo que se jugaba en el albur de aquella batalla, buscaban angustiadamente la ocasión de huir a favor del tumulto, golpeaban frenéticamente las puertas de sus celdas y daban gritos desgarradores. Los milicianos de la Columna de Hierro entraban en las galerías donde seguían encerrados, los acorralaban a culatazos y se parapetaban detrás de las ventanas para disparar contra los asaltantes. Hubo un momento en que la presión de éstos arrolló a los hombres del Chino, que, cobardes al fin y al cabo, se replegaron en desorden y se metieron como bestias acosadas en el interior de la cárcel. Con ellos iba una muchacha, también con pantalón de pana y cazadora de cuero, que, esgrimiendo una pistola, gritaba como una furia para dar aliento y coraje a los luchadores.

* * *

Cuando el ruido distante de las descargas le despertó al fin, se encontró Jorge con que estaba solo en un palacio abandonado. Le costó trabajo recordar lo que había sucedido y ni siquiera intentó explicarse su presencia en aquel lugar. El estrépito de la batalla que en los alrededores de la cárcel se estaba librando le hizo salir precipitadamente y encaminarse hacia el lugar de donde partían las detonaciones.

En la calle vio a muchos hombres que corrían en la misma dirección. Paró a uno de ellos y le preguntó:

—¿Qué pasa?

El interpelado, un rudo huertano que acudía armado de una vieja escopeta a defender «su» república sin saber a ciencia cierta qué clase de enemigo la amenazaba, contestó lacónicamente:

—Que quieren asaltar la cárcel para apoderarse de los presos fascistas.

—¿Pero quiénes son los asaltantes?

—Unos bandidos fascistas.

—¿Y cómo han llegado los fascistas hasta aquí?

—¡Ah! ¿Yo qué sé? Y echó a correr.

El aviador inglés, estupefacto, se acercó a los grupos que, parapetados en los alrededores de la cárcel, hacían fuego contra los hombres de la Columna de Hierro. Era indudable que los fascistas habían intentado un golpe de mano en aquel lugar. Sacó la pistola y se marchó con la gente del pueblo, pensando que, ya que su ferviente anhelo de combatir el fascismo le había llevado, no sabía cómo, hasta allí, su deber era batirse lealmente. Una vez metido en la aventura, no valía echarse atrás.

Un asalto en regla a la prisión se preparaba. Había que desalojar al enemigo de la cárcel antes de que tuviese tiempo de asesinar a los prisioneros. Se oyó una voz que pedía:

—¡A ver! ¡Voluntarios para ir a pecho descubierto hasta el portal de la cárcel y hacerse fuertes en él!

Se destacaron seis o siete hombres, jóvenes en su mayoría. Jorge se unió a ellos.

—¿Dónde vas tú con eso? —le preguntó uno de los que parecían jefes de los milicianos mirando desdeñosamente la diminuta pistola del inglés—. Tira ese juguete y toma éste.

Le puso entre las manos un fusil.

—¿Cómo se dispara? —preguntó ingenuamente Jorge.

—Así —le replicó el miliciano abriendo y cerrando el cerrojo del máuser. ¿Sabrás hacerlo?

—Sí —le replicó el inglés, y se colocó entre los voluntarios que se disponían al asalto.

Acecharon el momento oportuno y, a todo correr, con el cuerpo inclinado a tierra, abandonaron la esquina que los protegía y se lanzaron a atravesar la plaza bajo el fuego terrible que les hacían los hombres del Chino.

Los asaltantes iban corriendo y disparando simultáneamente. Jorge quiso imitarlos, pero, aunque apretó el gatillo del máuser, el tiro no salió. En aquel momento el portal de la prisión se abrió y una ráfaga de plomo segó a los milicianos. El inglés tiró el inútil fusil y, cerrando los ojos y encogiendo el cuerpo, se precipitó ciegamente hacia aquel boquete negro del portal que vomitaba fuego sobre ellos. Los de la Columna de Hierro habían emplazado una ametralladora en el fondo del zaguán y antes de que los milicianos pudieran acercarse o huir los habían barrido. Sólo Jorge llegó indemne hasta la puerta de la prisión. Ya dentro del zaguán, uno de los bandidos que le encañonaba con un fusil se fijó en él y bajó el arma sorprendido.

—¡Pero si es nuestro inglés! —exclamó.

Le trincaron por el brazo y se lo llevaron al Chino.

—¿Qué hacías, idiota? —le preguntó éste.

Jorge, tan sorprendido de hallarse entre sus amigos de la víspera como de haber estado combatiendo contra ellos sin saberlo, respondió:

—Peleaba contra los fascistas.

—¡Pero si los fascistas son ésos de ahí fuera!

No quiso creerlo y lo dejaron por imposible. No podían perder el tiempo en darle explicaciones, ni siquiera en matarlo. Jorge, escarmentado, no quiso seguir jugándose la vida mientras no supiese a ciencia cierta por qué causa se la jugaba, y se metió por la prisión adentro dispuesto a esperar filosóficamente el final de aquella incomprensible tremolina. Al subir a la planta alta del edificio oyó unos pasos cautelosos; se apartó prudentemente y se quedó disimulado en el hueco de la escalera. Un grupo de presos fascistas se aprovechaba de la confusión de la batalla para fugarse. Iban sigilosamente buscando una salida conducidos por una muchacha con uniforme de miliciano que llevaba en el puño una pistola.

—¡Pepita! —exclamó Jorge al verla.

Cuando los presos llegaron al patio, Pepita les hizo ocultarse tras unas gruesas pilastras que había detrás del zaguán, a espaldas mismas de los que manejaban la ametralladora.

—Acechad aquí —les dijo— el momento en que entren los asaltantes o en que éstos intenten una salida, y mezclados con ellos procurad huir y poneros a salvo. Estáis a dos pasos de la puerta.

—¡Arriba España! —respondió uno de los prisioneros en voz baja.

Pepita se volvió y comenzó a subir las escaleras. Jorge la alcanzó con dos zancadas, la sujetó por la cintura y le dijo emocionado:

—Has hecho bien en salvar la vida de esos desgraciados. Sospecho que son los presos fascistas, pero te has portado como debías evitando que los asesinen. Ya los mataremos luchando noblemente contra ellos.

Pepita, temerosa de una indiscreción de Jorge, le recomendó silencio y disimulo.

—¡Oh, sí! —la tranquilizó él—. Empiezo a comprender la situación. Por eso te digo que has hecho bien en salvarlos.

Se unieron al grupo que formaban el Chino y sus lugartenientes. Pepita, cambiando de aspecto radicalmente tan pronto como se vio de nuevo entre los hombres de la Columna de Hierro, volvió a lanzar bravatas y juramentos para excitar a los que luchaban.

La cosa iba mal para ellos, pero el Chino era hombre astuto. Decidió batirse en retirada. No había ya que pensar en los presos fascistas, sino en escapar de aquella ratonera. Distrajo la atención del núcleo principal de los asaltantes llevándola hacia uno de los ángulos más apartados del edificio, en el que hizo arrancar los hierros de una ventana como si los sitiados fuesen a intentar una salida desesperada por aquel lado, y simultáneamente concentró a todos sus hombres frente a la entrada principal. A una señal suya se echaron fuera denodadamente. En la vanguardia iban cuatro hombres con cuatro fusiles ametralladores que levantaban delante de ellos una cortina de fuego. Un hércules de ciento y pico de kilos que cargaba con la ametralladora caminaba disparándola apoyada contra su pecho. La rápida y furiosa salida abrió brecha en los sitiadores, y los hombres de la Columna de Hierro pudieron llegar, a costa de algunas bajas, hasta donde les esperaban los camiones con los motores en marcha.

Llevaban con ellos, esposados, a Pepet, el presidente del comité, y a Tomás, el secretario, a los que estuvieron exponiendo visiblemente al fuego de sus propios partidarios para que les cubriesen la retirada. Los presos fascistas que, advertidos por Pepita, habían salido de la cárcel confundidos con ellos, se dispersaron en el trayecto.

Cuando ya se perdían de vista las lucecitas de Benacil y habían dejado de silbar las balas de los milicianos, el Chino hizo recuento de sus hombres. Las bajas no llegaban a veinte entre muertos y heridos. ¡Bah! La Columna de Hierro se había salvado. ¡Adelante!

Antes de que amaneciese hicieron alto de nuevo, ya a unos veinte o treinta kilómetros de Benacil. Jorge, que iba al lado de Pepita en el fondo de uno de los camiones, la invitó a aprovechar la parada de la columna para caminar un rato a pie y hablar sin testigos; ya les darían alcance los camiones cuando reanudasen la marcha. Pepita, que iba ensimismada con los codos en las rodillas y las mejillas entre las palmas de las manos, miró compasivamente al inglés con sus ojos febriles y sin decir palabra se tiró del camión y echó a andar carretera adelante. Jorge la siguió en silencio también.

Le tenía tan desconcertado la conducta extraña de la muchacha que no sabía qué decirle. Lo indudable era que ella, no obstante haberse batido con el mismo coraje que un hombre al lado de sus cantaradas, había favorecido luego la fuga de los fascistas. ¿Por qué? Jorge pensó que había sido un sentimiento de piedad hacia aquellos infelices lo que había impulsado a la muchacha y, creyéndolo así, quiso retirarle la seguridad de que había procedido noblemente.

—Por grande que sea mi odio a los fascistas, yo hubiese procedido igual que tú —le susurró al oído.

Ella le miró a los ojos y le dijo con voz agria:

—¿Y quién te ha dicho a ti que yo odio a los fascistas?

Jorge, inmutado, no contestó.

—Yo no tengo odio a los fascistas —siguió diciendo ella atropelladamente—. ¡Yo soy fascista! ¿Te enteras? Eso que tú llamas el pueblo es una banda de asesinos. Estás con los tuyos. Por ellos has venido a luchar románticamente. ¿Qué? ¿Te encuentras a gusto entre ellos? ¡Yo sí! ¡Yo los encuentro admirables! Pero no porque crea estúpidamente que van a redimir a la humanidad ni porque los considere capaces de otra cosa que de asesinar y robar, sino precisamente por eso, por su fuerza destructora, porque sé que ellos mismos son los que van a acabar con todos vosotros, con vuestra república y vuestra democracia. Yo no creo en el pueblo ni en sus virtudes. Creo en los héroes, en los hombres que saben mandar y obedecer y morir por su deber si es preciso; creo en los jefes y en los fascistas y en los militares. Mi padre era militar y murió en África luchando; mis hermanos son oficiales del ejército de Franco, yo...

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