A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (24 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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—¡Lo he salvado! ¡Lo he salvado! —gritaba la madre, loca de alegría.

El cuartel de la Montaña, fortaleza casi inexpugnable, se había rendido. Sus recios muros tuvieron la misma inutilidad que las murallas de Jericó.

Los soldados condujeron a los asaltantes a una de las galerías, en la que encontraron un enorme montón de fusiles, con la bayoneta calada. Parece ser que hubo un instante en el que los militares rebeldes intentaron hacer una salida atacando a la bayoneta, pero desistieron por falta de fe en sí mismos y por la poca confianza que les inspiraba la tropa, a la que después de muchas vacilaciones hicieron soltar las armas en aquel montón. Allí se proveyeron de fusiles los asaltantes que habían llegado con las manos vacías. Casi todos ellos tocaban un fusil por primera vez en su vida, y por doquiera partían disparos involuntarios que originaban una gran confusión y algunas bajas. Los asaltantes más decididos, guiados por los oficiales de asalto, se esparcieron por las cuadras del vasto cuartel. Aquella riada humana, aquella gigantesca inundación de multitudes, había paralizado la acción de los rebeldes. Los más bravos oficiales se suicidaban disparándose sus pistolas en la sien o en el cielo de la boca. Los cobardes intentaban huir quitándose las guerreras y disfrazándose de obreros. Las botas altas los traicionaban. Los fascistas llevaban todos el mono azul de los trabajadores. Cuando los grupos de asaltantes cazaban a alguno y lo identificaban lo ponían junto a la pared, le descerrajaban un tiro en la nuca y seguían adelante. Vestido con un mono azul y escondido en un camaranchón encontraron al general Fanjul. Cuando lo sacaban a través del patio, la madre del cornetilla, a la que se lo señalaron como el jefe de la rebelión, se tiró sobre él como una fiera y le arañó el rostro gritándole:

—¡Asesino! ¡Tú eres el que quería que matasen a mi hijo!

Costó un ímprobo trabajo librarlo de sus uñas. Bigornia, fracturando las puertas cerradas con su mazo potente y destrozando cuantos símbolos e instrumentos militares encontraba al paso, atravesaba las estancias del cuartel seguido de un grupo de obreros que se iban apoderando de cuantas armas encontraban. Uno de ellos había tropezado con una panoplia de esgrima y avanzaba con la cara cubierta con una careta de alambre trazando fintas a diestro y siniestro con un florete. Otro había descabezado de un golpe un maniquí cubierto con una armadura de guerra del siglo XVI y se había encasquetado el casco, provisto de su pomposa cimera y su celada, que luego no acertaba a abrir. Sobre el torso desnudo y los brazos tatuados, aquel casco anacrónico le daba una apariencia absurda de máscara terrorífica. Aquella tropa estrafalaria encontró acorralados en una pieza a unos cuantos militares que levantaron los brazos aterrorizados. Los empujaron con los cañones de los fusiles y los llevaron por delante hasta que salieron a una cuadra amplísima, el gimnasio, por donde los hicieron avanzar y ellos se quedaron rezagados. Cuando los tuvieron a seis u ocho metros de distancia les hicieron una descarga cerrada y luego los remataron tirando a discreción sobre ellos. Bigornia, que no se lo esperaba, se volvió irritado.

—¿Por qué los habéis matado? ¿Quién ha dado la orden de tirar? —preguntó con mal ceño.

—Yo —le replicó el miliciano comunista que entró en el cuartel al mismo tiempo que él y que andaba capitaneando los grupos, siempre con su gran pistola ametralladora colgada del cuello. Bigornia le miró de arriba abajo. Era un hombre joven, afeitado, fino, las manos cuidadas, bien vestido.

—Yo he dado la orden de tirar. ¿Qué pasa?

Bigornia alzó los hombros e hizo un gesto vago.

—¡Bah! ¡No era necesario!

Fue su única respuesta. Dio media vuelta y se fue. El joven comunista y su tropilla siguieron recorriendo las dependencias del cuartel en busca de rebeldes a los que fusilar.

Una muchedumbre inmensa llenaba ya el amplio recinto y se apoderaba ansiosamente de las armas gritando: «¡A Cuatro Vientos! ¡A Guadalajara! ¡A Toledo!».

Muchos camiones cargados de obreros con fusiles partieron para los cuarteles de los cantones, que se rindieron sin lucha. En lo alto de un camión vio Bigornia al cornetilla y su madre. La brava mujer se había colocado sobre el peto del delantal el correaje y las cartucheras de un soldado y, echando un brazo protector sobre el hombro de su hijo, alzaba en el otro el fusil y gritaba furiosa:

—¡Mueran los fascistas!

Al anochecer el pueblo era dueño absoluto de Madrid y de los cuarteles de los cantones. La muchedumbre victoriosa desfilaba por la Puerta del Sol esgrimiendo triunfalmente los fusiles cogidos al ejército. Los vencedores habían arrastrado consigo a la banda de músicos de un regimiento de infantería, que, bajo los movimientos rígidos y verticales de la batuta del músico mayor, intentaba hacer sonar La Internacional en las trompas y pífanos castrenses, tercamente rebeldes a los acordes del himno proletario.

El pueblo había triunfado.

Bigornia se metió en la pretina del pantalón azul su martillo de fragua y, balanceando su corpachón de ogro, se fue paso a paso a su casucha de las afueras, donde le esperaban la mujer y los doce o catorce hijuelos. Para que los chicos jugasen les llevaba un puñado de balas nuevecitas y los rutilantes cordones de oro de un capitán ayudante.

* * *

Días más tarde los camaradas fueron a buscarle de nuevo a su casucha. Lo necesitaban. El triunfo del pueblo en las calles de Madrid no había sido más que el comienzo de la guerra civil en toda España. El avance constante de las tropas coloniales desembarcadas en Andalucía exigía que el proletariado se organizase militarmente. Hombres había de sobra, pero faltaban especialistas, mecánicos, gente capaz de utilizar el material de guerra que se había cogido en los cuarteles. Bigornia se alistó solícito en las milicias populares. Aunque era un hombre de cerca de cincuenta años, se conservaba fuerte como un roble y animoso como si tuviese veinte. En su juventud había sido un verdadero hércules. Un episodio de aquella época le pintaba. Llegó a Madrid un famoso luchador de jiu-jitsu, Raku, quien, como habitualmente hacía en sus exhibiciones, retó a cuantos madrileños se creyesen con fuerzas bastantes para luchar con él. Bigornia saltó al tapiz enardecido y luchó bravamente con el japonés, que, pronto, merced a una de las traicioneras presas del jiu-jitsu, le saltó al cuello como un gato y le inmovilizó amenazando estrangularle. Estaba vencido. Bigornia, atenazado, intentaba en vano resistir, negándose tercamente a hacer la señal de la derrota. Cogido por aquella tijera de los brazos nervudos del japonés, se asfixiaba por instantes. Los espectadores, angustiados, veían cómo el rostro de Bigornia enrojecía primero, luego se tornaba cárdeno y al final negro. «¡Ríndete, ríndete!», le gritaban asustados. Bigornia, con los ojos fuera de las órbitas, pugnaba inútilmente por arrancarse aquella corbata de hierro dando terribles sacudidas que cada vez eran más convulsas pero menos potentes. «¡Ríndete, ríndete!», repetía la muchedumbre exasperada. No se rendía. Hubo un momento en el que pasó por la sala la sensación de la tragedia. Bigornia estaba a punto de perecer estrangulado. Pero el japonés, que sabía medir bien la humana resistencia, mantenía implacablemente la presión sobre la garganta del adversario, seguro de que en el instante definitivo el hombre que se siente morir cede y se rinde. Bigornia no se rindió. El japonés, desconcertado, tuvo que resignarse a soltar su presa y, temiendo que aquel ser humano que apenas si daba ya señales de vida se le hubiese muerto efectivamente bajo la presión de su garra, abrió la tenaza y le soltó al fin con un ademán de rabia. Bigornia se desplomó. El japonés, asustado, acudió en su auxilio. Bigornia fue volviendo en sí lentamente. Su pecho se inflaba y desinflaba ostensiblemente. Consiguió incorporarse y se quedó de rodillas respirando ansiosamente. Apenas tuvo ánimo se irguió, hizo una profunda aspiración y volviéndose como un rayo hacia el japonés lanzó un alarido salvaje, le cogió por una pierna y, volteándole por encima de su cabeza como si fuese un pelele, lo arrojó al patio de butacas. Lo había lanzado a diez o doce metros de distancia y le había fracturado varias costillas. Éste era el hombre.

De entonces acá habían pasado veinte años. Bigornia, gordo, ventrudo, reposado, en vez del hércules de entonces era aquel otro jovial, un poco terrible y un poco grotesco, que cuando se ajetreaba y corría tenía la misma desconcertante agilidad de los paquidermos. Las mujeres, que antes le buscaban con ahínco atraídas por su planta gallarda y viril, se burlaban ya del fuego que todavía brillaba en sus ojos cuando las miraba codiciosamente, pero, burla burlando, aún se rendían a la sugestión de aquella desbordante y profusa vitalidad y, si bien no conseguía enamorarlas perdidamente, como se descuidasen en el juego y no anduviesen listas las dejaba encintas. Con estas aportaciones extraconyugales mantenía la cifra constante de su prole, y a despecho de difterias y viruelas crecían en torno suyo los doce o catorce hijos entre naturales y legítimos.

Ya en el lindero de la vejez se dio a la guerra civil con todo el ímpetu y la tenacidad de sus cincuenta años.

Le destinaron al servicio de los carros de asalto cogidos al ejército. Eran cuatro o cinco armatostes desvencijados que rara vez conseguían recorrer sin percance quince o veinte kilómetros en una jornada. Bigornia, ayudado por media docena de mecánicos jóvenes, estuvo repasándolos cuidadosamente. Se revisaron los viejos motores, se les reforzaron los blindajes y se les reajustó el herrumbroso mecanismo de tracción. No quiso Bigornia someter sus máquinas de guerra a una prueba demasiado dura por las mismas razones que tuvo Don Quijote para no probar por segunda vez la resistencia de su improvisada celada de papelón y alambre, y, fiando más en el efecto terrorífico de su presencia que en la eficacia de su acción destructora, las dio por buenas y dictaminó que estaban en condiciones de entrar en campaña. Tripulados por unos bravos e insensatos proletarios, salieron al fin de Madrid los famosos tanques dispuestos a cortar el avance de las tropas rebeldes que venían en son de conquista por Extremadura. Al mismo paso lento de Rocinante cruzaron aquellos feos artefactos la llanura manchega buscando con más ansia que diligencia al enemigo para retarlo a singular combate. El sol implacable de la estepa castellana calentaba las planchas de acero de los viejos tanques, en cuyo interior se asaban vivos aquellos esforzados paladines. Con el torso desnudo, la piel lustrosa y los ojos febriles, Bigornia y sus camaradas avanzaban a paso de tortuga dentro de aquellos caparazones ardientes. Los campesinos, al ver pasar tales monstruos, levantaban el puño, y las mujerucas aldeanas, asustadas, se quedaban con las ganas de hacerles la cruz como al diablo. Los fugitivos de las comarcas invadidas por los moros y el Tercio, cuando se cruzaban con ellos los contemplaban admirativamente y, reconfortados, seguían su éxodo pensando ilusionados que pronto podrían volver a sus hogares.

Frecuentemente la lenta caravana tenía que detenerse. Bigornia saltaba a tierra y, con su gran martillo de fragua en una mano y la caja de llaves y herramientas en la otra, corría al tanque averiado y se ponía afanosamente al trabajo hasta que conseguía repararlo. Así llegaron hasta Extremadura, donde las tropas de milicianos salidos de Madrid cedían constantemente ante el avance de los moros y el Tercio, apoyados por los aviones italianos. Aquellas masas de obreros y campesinos armados con fusiles y sin oficiales ni disciplina eran barridas por la metralla de la aviación, sin que jamás llegasen a la lucha cuerpo a cuerpo con los invasores. De pueblo en pueblo iban retirándose desordenadamente. Cada vez que el mando republicano establecía una línea de resistencia, los aviones italianos y alemanes comenzaban un terrible y sistemático bombardeo de la población que a retaguardia de la primera línea servía de base al desorganizado ejército del pueblo; la población civil, aterrorizada, huía dejando sin posibilidad de aprovisionamiento a los milicianos, que, como carecían de parques de intendencia y se quedaban sin comer, sin agua y sin refugio posible, aguantaban dos o tres días pegados a los surcos de aquella tierra calcinada de Extremadura bajo el bombardeo constante de la aviación y luego echaban a correr desesperados. Así avanzaba victorioso el Ejército Nacional.

Se pensó entonces que el material del único regimiento de tanques que había en Madrid podría ser útil para contener la retirada, y allá fueron Bigornia y los quince o veinte obreros mecánicos que se ofrecieron para tripularlos. Ya en la línea de fuego, una madrugada, partieron los pesados armatostes de la plaza del último pueblecito republicano, atravesaron las líneas leales y se metieron valientemente por el terreno enemigo. Iban petardeando el campo con los escapes de sus motores y haciendo retemblar la tierra que pisaban con el estrépito de su herrumbroso mecanismo. Las avanzadas de los rebeldes se replegaron y los tanques llegaron victoriosos hasta una aldea evacuada el día antes por los milicianos. Al frente de la caravana, con el torso desnudo fuera del caparazón de acero de la oruga, iba Bigornia. Los rebeldes en su repliegue seguían haciéndoles fuego desde lejos, pero, desafiando el peligro, Bigornia, con su caja de herramientas a la espalda y su martillo en la mano, saltaba de un tanque a otro vigilando la marcha de los motores y el funcionamiento difícil del mecanismo de tracción. Resguardados tras las casas de la aldea esperaron los tanques el avance de los milicianos, pero cuando el rosario de éstos salió de sus parapetos y se desparramó por la tierra desnuda aparecieron en el horizonte quince o veinte aviones de caza que, descendiendo a treinta o cuarenta metros, comenzaron a disparar sobre ellos con sus ametralladoras. Las ráfagas de plomo barrían las filas de los milicianos, que, aplastados contra el suelo, con la nariz metida en los surcos, sentían pasar y repasar sobre sus cabezas los aviones que los diezmaban. El tiempo transcurría, y los aviones iban y venían, relevándose constantemente. Cada vez que un grupo de milicianos se enderezaba e intentaba proseguir el avance, uno de los negros buitres se abatía sobre ellos y los regaba de metralla hasta obligarles a tirarse al suelo otra vez. Era inútil. Cuando un miliciano desesperado echaba a correr hacia atrás o hacia delante, el avión le perseguía y, apenas se había adelantado, le enfilaba con su ametralladora de popa y hasta que se perdía de vista estaba escupiendo plomo sobre él.

Diezmados y aterrorizados volvieron los milicianos a sus líneas. Bigornia y sus hombres vieron entonces cómo los aviones se cernían sobre ellos y comenzaban a bombardearlos. Una bomba explotó junto a uno de los tanques y le inutilizó la cadena de la oruga. Sus tripulantes tuvieron que abandonarlo. Los demás tanques comenzaron a evolucionar para batirse en retirada. Lentos, torpes, renqueantes, intentaban ganar las líneas republicanas bajo las bombas de los aviones que iban bordándoles la ruta. A lo lejos, en lo alto de una loma, aparecieron los puntitos movedizos de la caballería mora. Los tanques abrieron fuego contra aquellos blancos distantes. Bigornia, furioso, hizo un rápido viraje y avanzó con el tanque que conducía en dirección a la fila de jinetes marroquíes. A medida que se acercaba arreciaba el tamborilear de las balas sobre las chapas de acero del blindaje. El tanque, lanzado a toda la velocidad que le permitía su pesado mecanismo, reptaba por los surcos de la labranza, se metía audaz en las hondonadas y trepaba jadeando por los repechos en persecución de aquel enemigo inaprehensible de desconcertante movilidad. Hervía el agua del motor, se ponían al rojo los cañones de las ametralladoras que disparaban sin descanso, y los tripulantes, con las fauces secas y las sienes batiéndoles febrilmente, sentían llegar la asfixia dentro de aquella caja de acero recalentado.

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