A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (26 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Bigornia, huraño y triste en su rincón, sentía por primera vez el torcedor del vencimiento. Alguna vez los camaradas fueron a buscarle. La guerra seguía. El ejército rebelde estaba a las puertas de Madrid, pero aún había esperanzas.

—Aquí me encontrarán cuando les dejéis entrar —replicaba Bigornia—. Yo no defenderé más que esto, mi casa, mi mujer, mis hijos. Entonces veremos si vosotros sabéis defender lo vuestro como yo lo mío. ¡No voy a ninguna parte con cobardes!

Y les despedía malhumorado con el anhelo de quedarse a solas con aquella mórbida sensación de su ternura nueva.

—¡Bigornia se ha hecho reaccionario y burgués! —decían los camaradas cuando salían.

—Es que está viejo —apuntaba alguno—. ¡Los viejos no valen para nada!

Un día fue a verle el comandante Luis, aquel joven comunista que entró con él en el cuartel de la Montaña y estuvo también en la derrota de Extremadura. Habló con Bigornia y se lo dijo en su cara.

—Es que estás viejo, Bigornia.

—Allá veremos si tú defiendes lo tuyo con tanto coraje como yo lo mío cuando llegue la hora.

—Lo mío; lo que yo tengo que defender, no es mi casa, sino la revolución —contestó petulante el comunista.

Bigornia se exaltó.

—¿Cómo vais a defenderla? ¿Con qué? Con esos cañones que no tiran, esos aviones que no vuelan y esos tanques que no andan? ¿Con quién? ¿Con esos obreros y esos campesinos que tienen miedo y huyen ante el enemigo? ¿Con esos revolucionarios que corren como gamos apenas aparecen cuatro moros?

—No busques pretextos ni excusas a tu falta de coraje, Bigornia —le replicó el comunista—; hay hombres y hay material. Los que habían de correr ya han corrido cuanto querían. Armas, cañones, tanques, aviones, tenemos al fin. Rusia, la patria del proletariado, nos manda cuanto necesitamos.

Siguieron hablando. El comandante Luis había ido a buscarle porque habían desembarcado en Valencia centenares de tanques modernísimos enviados por Rusia y, aunque venían pilotados por mecánicos rusos, era necesario que los españoles les sustituyeran. Hacían falta hombres como él, expertos y valientes, que se encargasen del nuevo material. Bigornia se dejó subyugar. Iría a conducir un tanque ruso.

Aceptó sólo por la íntima satisfacción de acercarse bromeando al rincón del hogar donde cuchicheaban las dos mujeres y conmoverlas diciéndoles con aire jovial: «Me voy». ¿Era aquella mirada de admiración que brilló en los ojos de Isabel lo único que buscaba? ¿Era aquel complejo de inferioridad que ante la intrusa sentía lo que le había arrastrado a tomar la heroica e insensata resolución? íntimamente se sentía de antemano vencido. Sabía que no triunfaría en el empeño, sentía que le faltaba el brío, la fe que obra los milagros y protege a los héroes, el fuego interior «que todo lo abrasa». Iba conscientemente al sacrificio. ¿Por qué?

Su vieja fe en el pueblo la había perdido para siempre en Extremadura, viendo a los obreros y a los campesinos armados huir como borregos delante del ejército. Sus utopías anarquistas se esfumaron en el momento mismo en que sintió por primera vez en su vida el deseo de ser un déspota con fuerza bastante para fusilar en masa a los millares de milicianos que se negaban a batirse. Si alguna ilusión libertaria le quedaba, el contacto con los militares rusos acabó de desvanecerla. Durante los días que estuvo en el campamento donde los oficiales y los mecánicos del Ejército Rojo adiestraban a los proletarios españoles en el manejo de los tanques, sintió cien veces el anhelo de rebelarse contra aquella disciplina de hierro que los comandantes rusos imponían con tan inhumana frialdad. Viejo, vencido, desconcertado, se sometió por primera vez en su vida a la presión autoritaria que ejercían los militares rusos sobre los proletarios españoles. Aprendió rápidamente el manejo de los modernos tanques, obedeciendo como un autómata a las imperiosas voces de mando de los oficiales. Cuando estuvo dispuesta para incorporarse al frente la primera expedición, se ofreció voluntariamente a ir en ella como conductor. El suboficial ruso que debía ir en el tanque a que le destinaron no se mostraba muy conforme. Bigornia se dio cuenta de que el ruso en su lengua le rechazaba.

—¿Qué dice de mí? —preguntó al intérprete.

—Dice que prefiere ir a batirse en compañía de un hombre joven.

—Dile —replicó Bigornia— que suba al tanque y que se calle. Todavía no sé yo si los jóvenes de Rusia saben batirse como los viejos de España. Y quiero verlo.

Se encaró con el suboficial ruso y dejándole caer la manaza sobre el hombro le desafió:

—Vamos a ir juntos, galán. Yo conduzco y tú mandas. Si hemos de avanzar por el campo enemigo no pases cuidado. Yo pienso seguir adelante hasta que tú tengas miedo. Cuando lo tengas, cuando no te atrevas a seguir adelante, me lo pides y entonces volvemos. ¡Antes no! ¡Cuando tú tengas miedo! ¿Te enteras?

Se volvió hacia el intérprete y le pidió:

—Anda, tradúcele bien esto.

Y se alejó desdeñoso.

La primera sección de tanques rusos que entraba en campaña se puso en marcha aquella misma tarde. Al anochecer desfilaban los tanques por las calles de Madrid rodeados por una multitud que los aclamaba con un entusiasmo delirante. Bigornia iba al volante de uno de ellos, y el suboficial ruso que le acompañaba sacaba el cuerpo fuera de la torreta de combate y levantando los puños cerrados por encima de su cabeza saludaba triunfalmente a la multitud. Bigornia había recobrado su buen humor, su gran aire de ogro jovial. El suboficial ruso le había dicho que se llamaba Iván, y Bigornia se divertía llamándole paternalmente Juanito. Mientras hacía evolucionar el tanque por las calles de Madrid en medio de la muchedumbre que les aclamaba, se volvía de vez en cuando al ruso, que seguía con el cuerpo fuera de la torreta, y le decía:

—Anda, Juanito, no te exhibas más, que presumes como un torero.

Y se reía con toda su alma de la pueril vanidad de aquel muchacho que había venido desde tan lejos dispuesto a hacerse matar por aquellas gentes extrañas con las que no tenía más signo de inteligencia que aquel ademán de levantar amenazadoramente el puño.

Los tanques rusos no eran como aquellos viejos artefactos que tenía el ejército español. Caminando a cuarenta kilómetros por hora salieron de Madrid antes de que amaneciese, y apenas era de día cuando ya estaban alineados en el frente establecido en aquel sector a unos treinta kilómetros de los arrabales de la capital. Se dio la orden de ataque, y los tanques partieron con una marcha regular y avanzaron guardando las distancias entre ellos con matemática exactitud. Tras ellos debían ir las columnas de milicianos. En la primera etapa del avance, el enemigo, desconcertado por la aparición inesperada de la fila de tanques, abandonó sus posiciones, que fueron ocupadas por la infantería leal. El frente rebelde había sido perforado. Se dio la orden de continuar el avance para envolver a los grupos rebeldes que se habían hecho fuertes en las posiciones rebasadas por los tanques, en las que se quedaban aislados, pero ya entonces los núcleos enemigos, batiéndose a la desesperada, hacían un fuego mortífero contra los asaltantes. Los tanques seguían su avance sin encontrar enemigo que les hiciese frente, pero las guerrillas de milicianos, barridas por el fuego de las ametralladoras rebeldes, sufrían tantas bajas que los hombres comenzaron a flaquear y a quedarse aplastados en los accidentes del terreno. Tras el tanque que conducía Bigornia iba una compañía mandada por el comandante Luis: a medida que avanzaba, aquella tropa iba quedándose en cuadro. Ya era sólo una patrulla de treinta o cuarenta milicianos cuando unas ráfagas de ametralladoras que venían del flanco derecho decidieron a los pocos valientes que hasta allí habían llegado a tirarse a tierra. El comandante Luis, furioso, acosaba inútilmente a sus hombres para que continuasen el avance. Desesperado al ver que no podía moverlos, echó a andar, solo detrás del tanque, con la esperanza de que el ejemplo levantase el espíritu de sus hombres y les arrancase. No lo logró. Solo le dejaron ir a pecho descubierto, y era tal su rabia que solo siguió avanzando. Bigornia y el suboficial ruso desde el tanque le veían marchar tras ellos y se maravillaban del heroísmo y la insensatez de aquel hombre.

—¡Aprende, Juanito, aprende! —gritaba Bigornia al ruso.

Los tanques habían recibido la orden de avanzar hasta alcanzar determinados objetivos y, no obstante la defección de los milicianos, el ruso y Bigornia decidieron seguir adelante hasta llegar al lugar que se les había designado como límite máximo de la operación. Tras ellos, a unos trescientos metros, seguía la figurilla del comandante Luis.

—¡Está loco! ¡Está loco! —decía Bigornia sintiendo cómo las balas del enemigo se aplastaban contra la coraza de acero del tanque.

Se detuvieron y le hicieron señas para que se acercase con el designio de recogerlo, único modo de salvarle la vida. El comandante Luis con el cuerpo doblado hacia tierra se acercaba bajo un diluvio de balas. Estaba ya a pocos metros del tanque cuando se le vio alzarse súbitamente, levantar los brazos y desplomarse. Bigornia saltó a tierra, corrió hacia él, se lo echó al hombro y lo metió en el tanque. Tenía un balazo en el pecho.

Reanudaron la marcha. Bigornia, sin volverse para consultar al ruso, seguía poniendo proa al enemigo. A derecha e izquierda iban dejando posiciones guarnecidas por tropas enemigas que les ametrallaban. Mientras el ruso consultaba fríamente sus instrucciones y el itinerario de la operación, Bigornia seguía atento al volante y al camino. Cuando los ojos de uno y otro se encontraban, Bigornia se sonreía con su bocaza de ogro jovial y preguntaba al ruso:

—¿Qué? ¿Estás contento, Juanito?


Da; da. Jaracho!
—repetía el ruso impasible. Llegaron a un caserío que el ruso tenía marcado en su itinerario con una crucecita.


Stoit!
—ordenó.

—¿Qué? ¿Tienes miedo, Juanito? —le preguntó sarcásticamente Bigornia—. Podíamos seguir adelante...


Stoit!
—repitió el ruso secamente.

—Como tú quieras, Juanito —replicó Bigornia alzándose de hombros despectivamente.

Abrió la portezuela del tanque y salió. El caserío estaba abandonado.

—Esos cochinos fascistas —gruñó Bigornia— han llegado corriendo hasta Sevilla.

Se acercó al comandante Luis, que yacía desangrándose en un rincón del tanque. Aún estaba vivo. Le descubrió la herida, se la taponó con algodón y le vendó.

—¡Sería una lástima que se muriese! ¡De éstos hay pocos! —fue su único comentario.

El ruso dio la orden de retirada después de hacer varias comprobaciones. Los milicianos no les habían secundado, pero ellos habían alcanzado su objetivo.

Al regreso, los núcleos rebeldes que habían seguido resistiendo en las posiciones de los flancos les hostilizaron con mayor intensidad. Pero el tanque raso era una maravilla: ligero, seguro, invulnerable, pasaba indemne a cuarenta kilómetros por las zonas más furiosamente batidas. Cerca ya de las líneas republicanas decreció el tiroteo. Entraron en una cañada dominada por un pueblecito que se alzaba sobre un cerro y comprobaron que el enemigo había abandonado aquel paraje en el que no había manera de defenderse contra el fuego que desde el pueblo podían hacer los leales.

Al pueblo se encaminaron para juntarse con ellos. Subió el tanque el repecho, y cuando llegaba a la entrada del pueblo le salió al paso un oficial envuelto en el sultán encarnado de las tropas marroquíes. Bigornia había levantado la visera del tanque y el raso iba con el cuerpo fuera de la torreta, creyéndose que estaba ya en territorio leal. Cuando vio al oficial juntar los talones y llevarse la mano a la visera de la gorra, Bigornia no tuvo tiempo más que para echar la plancha de protección.

El oficial, al ver aquel tanque que venía confiadamente del lado del ejército fascista, creyó que era un refuerzo que le enviaba el mando y saludó al suboficial raso levantando la mano a la romana.

—Vienen ustedes oportunamente —les dijo—. La batería que hemos emplazado aquí está castigando duramente al enemigo, pero sólo los tanques pueden desalojar rápidamente a esos bandidos rojos.

El ruso desde la torreta del tanque le miraba sin entenderle.

El oficial, extrañado, le preguntó:

—¿No me entiendes? ¿Eres italiano?


Da, da
—replicó el raso.

Receloso, el oficial le ordenó:

—Salid del tanque.

El raso entró en la torreta y Bigornia evolucionó como si fuese a colocar el tanque al borde del camino. Lo que hizo fue ponerse en posición de abrir fuego. El ruso, que había comprendido lo que ocurría, cerró rápidamente la torre de combate, se precipitó a la ametralladora y comenzó a disparar. Cayeron en pocos segundos el oficial y los soldados que le rodeaban. Manejado con sorprendente movilidad por Bigornia, dio el tanque dos o tres vueltas por el pueblo segando a los grupos de fascistas que se arremolinaban desconcertados. En una plazoleta escondida descubrieron tres cañones que hacían fuego contra las posiciones republicanas. El tanque avanzó vomitando metralla, abatió a los servidores de las piezas y embistió a los cañones desmontándolos y triturando cuanto encontraba a su paso. Una y otra vez, Bigornia, con una furia salvaje, pasaba sobre los restos de la batería, los armones, las cajas de municiones y los cuerpos de los fascistas, mientras el raso mantenía en torno suyo el círculo de fuego de sus ametralladoras. Luego, avanzaron por una de las calles del pueblo. Una de las cadenas de tracción de la oruga se enganchó en un guardacantón y el tanque quedó inmovilizado. Bigornia forzaba el motor inútilmente dando marcha atrás y adelante sin resultado. Los grupos de facciosos fugitivos, al darse cuenta de lo que ocurría, intentaron acercarse, pero el suboficial ruso los tenía a raya disparando constantemente sobre ellos. Entonces, los fascistas se corrieron por los tejados de las casas y desde uno de ellos, cuyo alero caía exactamente sobre el tanque encallejonado, volcaron un bidón de gasolina y le prendieron fuego. En aquel instante, Bigornia, con las ansias de la desesperación, conseguía al fin desatrancar el tanque y reanudar la marcha.

Cuando logró salir al campo abierto las llamas envolvían el artefacto. Pisó el acelerador, y el viento avivó las llamas convirtiendo el tanque en una gran antorcha. El ruso seguía disparando la ametralladora; Bigornia se envolvió en una manta que llevaba debajo del asiento y, encogido, con los ojos cerrados y la cabeza tapada, echó por la cuesta abajo en dirección a las líneas leales. De vez en cuando se destapaba un instante para ver el camino y a través de la cortina roja que le pasaba por delante de los ojos veía a lo lejos fugazmente las lomas pardas donde debían de estar atrincherados los republicanos. ¿Llegaría hasta allí con vida? Sentía en todo el cuerpo las mordeduras terribles del fuego, el aire le faltaba por instantes y temía de un momento a otro perder el conocimiento. Corrió, corrió enloquecido. El viento, cuando aumentaba la velocidad, echaba hacia atrás la llama viva que les envolvía. La manta de lana en que se había envuelto ardía poco a poco requemándole la piel, que sentía írsele desprendiendo en jirones cada vez que se movía. No pudo más. Pisó por última vez el acelerador con la crispadura de la muerte, y el tanque, después de dar unos terribles bandazos, fue a quedarse empotrado en una zanja.

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