A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (27 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Cuando acudieron los milicianos el fuego se había extinguido. Sacaron del interior del tanque dos cadáveres casi carbonizados, el del suboficial ruso y el del comandante Luis.

Del volante arrancaron también, dejándole adherida la piel de las manos, una forma humana tumefacta y monstruosa que aún daba señales de vida: Bigornia.

Lo transportaron a un hospital de Madrid, donde intentaron vanamente asistirle. Era imposible que subsistiera. Aquel monstruo que era una llaga viva envuelta piadosamente en copiosos vendajes vivió todavía unas horas.

Sucumbió sintiendo llorar a ambos lados de su cama a dos pobres mujeres.

CONSEJO OBRERO

Se levantó furioso y dijo:

—Pido la palabra.

—No hay palabra —respondió el presidente.

—¡Camarada presidente, pido la palabra! —insistió.

—He dicho que no hay palabra.

—¡Por última vez, camarada presidente, te pido la palabra! —gritó con tono amenazador.

—Tu asunto está bastante discutido. ¿Para qué quieres la palabra, vamos a ver? —dijo el presidente transigiendo—. ¡Habla!

Y él, con una rabia feroz revestida de un gran énfasis tribunicio, comenzó:

—He pedido la palabra ante el consejo obrero, primero, para mentarle la madre al camarada presidente, que es un hijo de perra, y después...

Allí acabó la sesión del consejo. Salieron a relucir las pistolas y todos se precipitaron manoteando sobre el provocador que, acorralado, les miraba de uno en uno con los ojos centelleantes. Llovieron sobre él los insultos.

—¡Fascista!

—¡Traidor!

—¡Amarillo!

—¡Lacayo!

Daniel, con la espalda contra la pared, acechaba dispuesto a saltarle al cuello al primero que le pusiese la mano encima. Su torso recio, su cara congestionada y sus manazas encallecidas infundieron respeto. No le tocaron. Fue reculando sin perder la cara a sus enemigos, ganó la puerta y salió.

Al llegar a la verja de la fábrica se volvió y escupió:

—¡Hijos de perra!

Echó a andar con las manos en los bolsillos. Al pasar junto a la tabernita de la esquina se le unió discretamente Bartolo y juntos siguieron caminando sin cambiar palabra. Al cabo de un rato, Bartolo, que lo miraba de hito en hito a través de los cristales gordos de sus gafas, se aventuró a preguntarle:

—¿Qué? ¿Qué han dicho?

—¡Los guarros! —gruñó Daniel—. No han querido oírme. ¡Y han hecho bien, porque si me dejan hablar...!

—Entonces... El sábado, a la calle. ¿No es eso?

—¡A la calle, a la calle! ¿Pero es que ahora se puede estar en la calle? ¿Crees tú que es como antes? ¡Que se enteren tus vecinos de que te han despedido de la fábrica por fascista y verás lo que tardan las milicias en echarte mano y darte un paseo!

—¿Qué hacemos entonces?

—¡No sé...! Seguir yendo al trabajo mientras nos dejen, volver al consejo obrero, discutir, patalear y, en último caso, partirle la cara a uno de esos canallas de delegados. Todo, menos consentir que nos tiren como ratas muertas. ¿No ves que si un consejo obrero te expulsa de la fábrica lo de menos es que quedes sin jornal? ¡Es que te matan al revolver una esquina!

—¿Crees tú que no me paso yo el día entero esperando de hora en hora que las milicias me quiten del torno y me saquen del taller para matarme?

—¡Asesinos!

—Desengáñate, Daniel. Quizá sea más peligroso quedarse en el taller. Ellos necesitan las plazas para los parados del sindicato, para los suyos, para sus protegidos. Y a lo mejor te matan sólo para que haya una vacante. Más vale dejarla por las buenas y salvar el pellejo.

—¡Pero a mí por qué me van a matar! —vociferaba frenético Daniel.

—Porque eres un lacayo de la burguesía. ¿No te lo han dicho?

—¿Porque soy un lacayo de la burguesía o porque no he sido un lacayo de ellos?

—Es igual. ¿Por qué les echó a ellos el patrón cuando fracasó la revolución de octubre? ¿Por qué mató la guardia civil a todos los que los patrones quisieron? Porque no estaban del otro lado, porque no se sometían, porque no se humillaban. Pues lo mismo te exigen ahora los del sindicato para no matarte: que te sometas, que te humilles.

—¿Pero yo no gano mi jornal trabajando?

—¡El trabajo! ¡Bah! ¡Hay demasiados hombres que trabajen! El trabajo lo daban antes como una limosna los patrones; ahora lo dan como un premio los sindicatos. Teníamos que haber hecho méritos revolucionarios. ¡Si aún nos diesen tiempo para hacerlos!

—No; no nos quieren. ¿No has visto que el consejo obrero no me ha dejado siquiera defenderme?

—Sólo hay un medio para salvarse, Daniel, y yo voy a intentarlo.

—¿Cuál?

—Los delegados del consejo obrero, socialistas y comunistas casi todos, no consienten que vivan y trabajen más que los obreros revolucionarios, y ni tú ni yo lo somos; al contrario, nos acusan de fascistas...

—Yo no lo he sido nunca.

—Es lo mismo. Estabas sometido al patrón, reconocías su autoridad, acatabas su derecho, te plegabas a sus caprichos, obedecías... No te van a aceptar nunca los socialistas ni los comunistas...

—Y entonces...

—Es muy sencillo...

Hizo una pausa y agregó:

—Hazte anarquista.

—¡Yo anarquista!

—Tú y yo anarquistas, sí. No tenemos otra salida. Mira, Daniel, los anarquistas son tan revolucionarios como los marxistas del consejo obrero o más; son fuertes, tienen armas, se hacen respetar, defienden a los suyos. Hoy, el obrero que no tenga su carné de un sindicato revolucionario es un paria al que cualquier miliciano puede matar como a un perro. Los comunistas no nos van a dar el carné. Nos lo darán los anarquistas, que necesitan obreros de verdad en sus sindicatos. Tan revolucionarios como los de la UGT seremos con nuestro carné de la CNT en el bolsillo. ¡Vamos por él!

—¿Tú crees que nos lo darán?

—Creo que sí. Yo tengo algunos amigos anarquistas. No son mala gente. Mejores desde luego que todos esos jesuitas hipócritas del comunismo. Con ellos es posible entenderse. Basta con hablarles al corazón. Nos sermonearán, nos asustarán un poco, pero, si se emocionan, si nos creen capaces de redención, nos abrirán los brazos. A los anarquistas les gusta mucho redimir a la gente. ¿Tú sabes los centenares de señoritos fascistas que llevan ya redimidos? —dijo Bartolo guiñando un ojo. Y en voz baja añadió—: Redención a metálico, ¿sabes?

—Total, que son unos granujas.

—Hay de todo, granujas y místicos. Sinvergüenzas capaces de matar a su padre por quitarle un paquete de tabaco y locos que se hacen matar por ideales. ¿Pero, a nosotros, qué nos importa? Lo que necesitamos es salvar el pellejo y si es posible el jornal. ¿Vamos?

Daniel se dejó llevar al sindicato anarquista, donde se entrevistaron con un amigo de Bartolo, el viejo Felipe, anarquista de toda la vida, a ratos ladrón y a ratos apóstol de la Idea por mesones aldeanos y patios de presidio. Era un hombrezuelo seco, amojamado, con los ojos negros muy hundidos en las cuencas amoratadas, el pelo ralo y ceniciento aplastado sobre la frente, unas cuerdas muy tirantes en el cuello delgado que sostenía difícilmente la cabezota y un tórax hundido de tuberculoso. Acogió a Bartolo bromeando:

—¿Qué te trae por aquí, reaccionario? ¿Vienes a que te demos los cuatro tiros por la espalda que te mereces?

Bartolo siguió la broma condescendiente y procuró congraciarse con él.

—Creí que estarías en el frente, Felipe. Hombres como tú son los que hacen falta allí...

—En el frente de la Sierra estuve desde el primer momento, pero me dieron un balazo y luego tuve una pulmonía. Aún estoy convaleciente.

—¡Bah! Tú eres fuerte. El hombrecillo se estiró complacido.

—No creas, no creas. El corazón no marcha bien. Está viejo. Ha sufrido mucho. Cuando tuve la pulmonía creyó el médico que no la resistía. Por eso me han quitado del frente y me han destinado a los servicios de retaguardia.

—¡Vamos, Felipe, un enchufito! ¡A comer jamones incautados! ¿No es eso?

—¡Sí, sí! ¡Qué idea tenéis los reaccionarios de la revolución! No puedo ir a la Sierra, a la lucha, porque mi corazón no resiste la altura ni las marchas penosas, pero aquí tengo encomendado un servicio que se las trae. Menos mal que el esfuerzo físico es poco.

Y bajando la voz agregó:

—No lo digas a nadie. Estoy en el pelotón de ejecuciones de la cárcel Modelo.

Daniel no pudo dominar una exclamación.

—¿Y está usted enfermo del corazón, camarada? —preguntó.

—Los anarquistas somos la hostia, compañero. Sabemos retorcernos el corazón, si hace falta, para cumplir nuestro deber revolucionario. Lo que esos jovencitos comunistas que presumen de coraje no se atreven a hacer, aquí está el viejo Felipe, anarquista, dispuesto a hacerlo en bien de nuestros sagrados ideales. Aunque el corazón se me salga por la boca.

Daniel tuvo una sensación aguda de malestar. Su sana y fuerte vitalidad repugnaba el contacto con aquel ser patológicamente débil y morbosamente cruel. Bartolo, contemporizador, llevó la conversación adonde a ellos les convenía. El viejo Felipe se dejó convencer fácilmente y les llevó a la secretaría, donde otro camarada les hizo llenar unas fichas y les dijo que tenían que aguardar la decisión del responsable.

Éste vino tarde. Los responsables anarcosindicalistas llegaban siempre tarde a todas partes. Felipe se marchó dejando a Daniel y Bartolo recomendados. Él les garantizaba. El responsable acogió severamente a los dos obreros, escuchó la pretensión que llevaban, frunció el entrecejo y después de echarles un discurso terrorífico consintió en aceptarles provisionalmente si daban «su palabra» de no ser fascistas.

La dieron. Daniel, abiertamente. Bartolo, con ciertas sutilidades y salvedades sobre su pasado.

—El pasado no nos importa —dijo solemnemente el responsable—; todos los hombres se pueden redimir. Por incultura o por hambre es posible haberlo sido todo, hasta criminal, hasta fascista... Lo importante es que la conciencia proletaria se despierte algún día...

Salieron con sus carnés de sindicalistas en el bolsillo. Por primera vez desde que comenzó la guerra civil pudieron caminar sin miedo por las calles oscuras. Cuando un miliciano, cegándoles con el resplandor de su linterna eléctrica, les dio el alto respondieron altivamente:

—¡CNT!

—¡Salud, camaradas! —dijo el centinela dejándoles el paso franco.

Daniel y Bartolo respiraron a sus anchas. Volvían a ser hombres. Se fueron cada uno a su casa pensando que al fin iban a poder dormir tranquilos.

Cuando los pasos de Daniel resonaron en la escalera, Manuela, su mujer, que había estado durante tres horas detrás de la puerta al acecho de su marido y pensando a cada instante que ya se lo habrían matado, se dejó caer extenuada por la angustia:

—¡Al fin! —dijo cuando le vio aparecer. Y, tiritando, le colocó sobre la mesa el pucherillo y se metió en la cama.

Daniel apartó la comida con desgana, sacó su flamante carné de sindicalista y allí, bajo la luz de la lámpara familiar, con sus pueriles flecos de cristal, estuvo considerándolo complacido. Luego cogió un lápiz y un plieguecillo de papel y mascándose la lengua se puso a escribir lentamente: «Al consejo obrero de la Metalúrgica Madrileña, S.A.: Reclamación del obrero tornero Daniel López, afiliado a la CNT, al que se ha despedido injustamente...».

* * *

—¿Y se nos van a escabullir esos dos canallas?

El camarada Carlos, secretario del comité ejecutivo del consejo obrero, tiró con rabia sobre la mesa de la gerencia la reclamación del tornero Daniel.

—¿Qué dice? —preguntó Esteban, otro miembro del consejo.

—¡Pse! Que no ha sido nunca fascista, que no se le puede acusar más que de haber defendido su jornal...

—¡Traicionando a sus compañeros!

—... para dar de comer a sus hijos...

—¡Yo también tengo hijos y se han quedado sin comer!

—... que si él ha hecho traición en alguna huelga, todos los delegados del consejo obrero han hecho también traiciones...

—¡Yo no!

—... como puedo demostrar caso por caso...

—¡Es un canalla!

—Y que, ¡agárrate!, se halla afiliado al sindicato metalúrgico de la CNT, que defenderá su derecho de proletario. ¿Qué te parece?

—A ese tío hay que darle un paseo esta misma noche.

—¡Despacio! ¡Despacio! Primero hay que «desmontar su plataforma». Aquí denuncia que todos los miembros del consejo obrero han hecho traiciones a la causa del proletariado y afirma que está dispuesto a probarlo. Esto no podemos dejarlo así. ¡Qué más quisieran los anarcosindicalistas! No hay más remedio que dejarle hablar, destruir una por una sus acusaciones, concretar bien los cargos que existen contra él, y luego, que las milicias de retaguardia le echen mano. Lo primero es completar su ficha. Descuida que tiene méritos bastantes para el paseo.

—Y el otro, ¿Bartolo?

—Ése es más zorro y tiene más miedo. Comunica al consejo que, no obstante hallarse afiliado a un sindicato revolucionario, la CNT, naturalmente está dispuesto a ceder su plaza en el taller a otro compañero más cualificado por su actuación sindical. Pide sólo que si se le despide se le dé un certificado firmado por el consejo obrero que le permita buscar trabajo en otra fábrica. Se bate en retirada, vamos.

—¡Hay que echarlos! ¡A los dos!

—Descuida. Vamos a utilizar nuestro servicio de información para completar sus fichas y poder apabullar a los de la CNT, que procurarán defenderlos. Lo mejor sería poder demostrarles que eran militantes activos del fascismo. Como sabes, han caído en nuestras manos los ficheros secretos de los afiliados de la Falange. Vamos a ver...

El camarada Carlos, secretario del comité ejecutivo, verdadero dictador del consejo obrero y hombre de confianza del Partido Comunista, puso en movimiento el flamante «aparato policíaco» de la revolución con una simple llamada telefónica.

Mientras desde el suntuoso despacho de la gerencia los nuevos amos, mejor servidos que los antiguos, lanzaban el «alalí» a sus sabuesos y los azuzaban a la caza del hombre, se veía a través del amplio ventanal que iluminaba la confortable estancia el desfile silencioso de los obreros que entraban al relevo. Ni la guerra ni la revolución habían traído para ellos grandes mudanzas. Daniel y Bartolo, solos, huraños, atravesaban la verja de la fábrica y, sin cambiar palabra con sus compañeros, entraban en el taller y se ponían afanosamente al trabajo. En la secretaría, contigua a la gerencia, tecleaban como siempre las mecanógrafas inutilizando muchos plieguecillos porque, distraídas, en vez de encabezar las cartas poniendo «camarada», como se les había ordenado, seguían escribiendo «muy señor mío» y porque se obstinaban en estrechar las manos de los clientes, en vez de enviarles saludos proletarios. La revolución tenía también su etiqueta. A la puerta de la dirección se mantenía inconmovible el ordenanza del director, el viejo Tudela, impecable siempre dentro de su librea, que no había habido manera de arrancarle ni de desabotonarle siquiera. Muy celoso de su menester y haciendo uso del derecho que le concedía su carné de antiguo sindicado, el fiel ordenanza del director había querido seguir en su puesto y se obstinaba en desempeñar cerca del camarada Carlos la misma función solícita de viejo criado que durante largos años había ejercido con el patrón burgués. Siempre correcto y ceremonioso, el viejo Tudela seguía guardando respetuosamente las distancias cuando se hallaba en presencia de los delegados del consejo obrero, del mismo modo que antes las guardaba con los accionistas de la compañía, y para las bromas groseras del camarada Carlos tenía la misma condescendiente benevolencia que para los accesos de ira y de soberbia del antiguo director. Su larga vida de servidumbre le había enseñado a comprender y aun a disculpar mejor que nadie las intemperancias y las injusticias del que manda. Tudela, con sus cincuenta y tantos años de domesticidad, sabía que el jefe es siempre arbitrario, violento e ininteligente. Desde el primer día hizo extensiva al camarada Carlos la misma solícita y benévola afección que había tenido por su antiguo señor. El nuevo amo le parecía más duro, pero más razonable. En el fondo de su alma de criado tenía tan lamentable concepto de uno y otro, que podía permitirse el lujo de disculpar a ambos. A veces el camarada Carlos estaba de buen humor y embromaba al viejo servidor.

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