A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (23 page)

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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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—No es lo mismo fusilar mujeres que hombres, jefe —decía cabeceando un falangista.

—¡Bandidos rojos, todos, hombres y mujeres! Hay que acabar con ellos —gruñó otro.

—¿Qué tal han muerto? —preguntó con tono indiferente. Lo que su conciencia cobarde pordioseaba hipócritamente era la tranquilidad de que al menos las víctimas no habían sufrido mucho.

—¡Pse! —le contestaron—. No debían de tener ninguna gana de morir. Eran jóvenes y guapas... Una de ellas, la más jovencilla...

—¿Adela?

—Adela creo que se llamaba. ¿La conocía usted, jefe?

—Sí.

—Pues esa Adela, aunque era muy poquita cosa, iba muy firme. Hasta se sonreía. Luego se nos derrumbó y hubo que llevarla junto a la pared a puñados. A lo último todavía tuvo fuerza para levantarnos el puño. No le dimos tiempo a gritar.

—Otra fue como una cordera.

—A mí la que más me ha impresionado fue la más mujer, una morena fuerte y guapa...

—Rosario.

—Sí, Rosario. No protestó, no chilló, no hubo que sostenerla ni levantó el puño, pero ¡cómo lloraba!

Y el falangista obsesivo repetía:

—¡Cómo lloraba! Lloraba como una chiquilla.

BIGORNIA

Le llamaban Bigornia, y era un ogro jovial y arrabalero que balanceaba su corpachón envuelto en tela azul desteñida junto a las vallas de los solares y los desmontes del suburbio donde tenía su vivienda. Un ogro que en vez de comerse a los niños los daba de sí, los producía con una fertilidad indecorosa. Un ogro municipal y suburbano escandalosamente prolífico, acampado con toda su prole en una casucha de los arrabales de la gran ciudad como en la orilla de un bosque, por cuya espesura de cúpulas, torres y chimeneas se adentraba todas las mañanas llevando en la mano un martillo de herrero que recordaba el hacha que en otros tiempos debieron de llevar los ogros como él.

Era un ogro convertido en proletario metalúrgico del mismo modo que, andando el tiempo, la selva se había transformado en urbe sin que ni el uno ni la otra hubiesen perdido del todo su ancestral naturaleza. Bigornia era un obrero mecánico. Herrero, hijo de herrero y nieto de herrero, había conocido en su infancia una fragua que no difería gran cosa de la de Vulcano, y, aunque el raudo progreso mecánico del siglo hubiese sometido su instinto y su fuerza natural a la deformación y al aguzamiento de la técnica, conservaba un fondo selvático de forjador primitivo, de hombre del bosque, fuerte y de gran resuello, que por primera vez junta el hierro, el fuego y el agua, sopla, golpea, templa e inventa el acero. Bigornia era un buen obrero mecánico porque había conocido el primer automóvil que llegó a España, la primera ametralladora, la primera linotipia, el primer aeroplano, y desde su humilde menester de acólito de la metalurgia había conseguido familiarizarse con los dogmas y misterios de la técnica moderna. Pertenecía a esa última generación de obreros mecánicos que tienen todavía un cierto sentido humanístico del vivir y el trabajar. Los más jóvenes que él, los que han empezado el oficio cuando ya las máquinas tienen rodamientos a bolas, no saben nada ni conservan ese instinto primitivo, ese buen sentido de hombre en estado de naturaleza que a Bigornia le permitía a veces alumbrar con sus luces naturales la confusión de los ingenieros.

La gran ciudad no le había dominado del todo ni había conseguido aniquilar su fuerte personalidad, que, no pudiendo subsistir en las celdas estrechas de las grandes colmenas humanas que son las barriadas obreras, se evadía buscando mayor espacio en los arrabales, y, todas las tardes, cuando salía del taller donde trabajaba, se iba, atravesando desmontes y basureros, allá, a los confines de la Dehesa de la Villa, a la casucha donde vivía rodeado de su tercera mujer, Antonia —las dos primeras se le acabaron pronto—, y de sus hijuelos innumerables, uno cada año desde hacía veintitantos, que, gracias a que se le morían casi con la misma facilidad con que le nacían, no pasaban de la cifra constante de doce o catorce, mantenida merced a la incorporación a la prole de unos hijos naturales que le nacían por ahí. En aquella cabaña robinsoniana, levantada por él mismo en medio del desierto de botes de hojalata que abandonaban los traperos, Bigornia se sentía fuerte como un rey y libre como un bosquimano. Asistido por la tropilla de sus hijos, entre los que repartía manotazos y pedazos de pan a diestro y siniestro, se entretenía durante las veladas de los días laborables y a lo largo de toda la jornada del domingo en trabajar por su cuenta ensayando con mucha ilusión raras invenciones mecánicas que en realidad jamás le habían producido otra cosa que el placer de ensayarlas. Para fabricar sus extrañas maquinarias recorría pacientemente los montones de chatarra del Rastro, en los que compraba por unos céntimos piezas sueltas de viejos artefactos que luego transformaba y acoplaba según su ingenio hasta construir aquellos aparatos inverosímiles que o estaban ya inventados o era absolutamente innecesario inventar. Era un autodidacto de la mecánica que en ella encontraba un placer puro y desinteresado. Menos pura, aunque también desinteresada, era otra función de su tallercito doméstico: la de elaborar y suministrar armas para la lucha a todos los rebeldes que iban a pedírselas. En aquella casucha de arrabal había siempre una fragua y un yunque generosamente dispuestos a facilitar el instrumento de su venganza a todos los resentidos de la gran ciudad, a cuantos sentían el anhelo de luchar contra un orden social que Bigornia había declarado injusto y criminal desde el fondo anarquista de su alma. De aquel tallercito pintoresco habían salido los artefactos infernales de los terroristas de hacía veinte años y las pistolas de los estudiantes de la FUE que lucharon contra la dictadura. Últimamente, las luchas sociales sostenidas con más modernos y potentes instrumentos no requerían la colaboración de Bigornia, y las milicias socialistas y comunistas, provistas de buenas armas automáticas, desdeñaban el tallercito rudimentario del herrero de arrabal. Apartado de la actividad revolucionaria de los jóvenes que desfilaban marcando el paso militarmente, cosa que le ponía furioso, el veterano Bigornia, fiel a su viejo sentimiento anarquista e individualista, se había encerrado en su casucha, cada vez más encariñado con su prole cuantiosa y con sus arduas invenciones.

No obstante este alejamiento, cuando un domingo por la tarde fueron a decirle que los militares sublevados se habían hecho fuertes en los cuarteles, se sacudió de las manos la limalla, se metió en la pretina del pantalón el inseparable macho, su viejo martillo de fragua, y allá se fue con los camaradas riéndose y balanceando el recio corpachón con su aire de ogro jovial y arrabalero. Toda la noche estuvo rondando con los camaradas por los alrededores del cuartel de la Montaña, cuya mole negra se levantaba ante ellos inaccesible. En su interior los militares rebeldes y los jóvenes fascistas que se habían sumado al levantamiento parecían dispuestos a resistir desesperadamente. Unos centenares de socialistas y comunistas armados con pistolas y dirigidos por un teniente de guardias de asalto cercaban el enorme edificio. Bigornia y sus camaradas buscaron inútilmente el punto vulnerable de aquella fortaleza para ellos inexpugnable. Habría que asaltarla a costa de sangre, dando el pecho en las rampas de acceso, que seguramente estarían batidas por las ametralladoras de los rebeldes, o trepando desesperadamente por los bastiones desenfilados, como en los asaltos legendarios a las fortalezas medievales. El gobierno no tenía elementos de guerra bastantes para batir el cuartel. Trajeron un cañón, pero no había artilleros. Se encontró al fin un comandante republicano que se ofreció a disparar contra los rebeldes. Pero él solo no podía hacer fuego. Vino luego un hijo suyo, y ambos, ayudados por Bigornia, que también entendía algo de cañones, hicieron el primer disparo contra el cuartel. La bala se aplastó contra los recios muros como una inofensiva pelota. Hubo que ir en busca de otro cañón más grande. Para ganar tiempo, un avión republicano, el único de que se disponía, echó a los rebeldes unas hojillas intimándoles a la rendición en un breve plazo.

Pero si los medios materiales faltaban, sobraban hombres en cambio. Desde que fue de día, miles y miles de ciudadanos fueron acudiendo a las inmediaciones del cuartel y formaron un cerco infranqueable. Parapetada tras las bocacalles, una gigantesca muchedumbre sin armas, pero con un entusiasmo delirante y suicida, había puesto sitio a los rebeldes, que, impresionados por aquella masa humana, no tuvieron coraje para hacer una salida. A media mañana comenzó a disparar al fin el cañón republicano. El avión dejó caer también unas bombas sobre los tejados del cuartel, y la muchedumbre avanzó formando una masa compacta. Los que estaban delante iban empujados por los que venían detrás, que les hacían avanzar mal de su grado. Las ametralladoras de los rebeldes hicieron fuego sobre la multitud, que se replegó sobre sí misma dando la sensación de que era un solo cuerpo monstruoso, como el de un gigantesco animal antediluviano. Un cañonazo certero hizo saltar una de las puertas del cuartel y por aquel boquete intentaron el asalto los más decididos. Un grupo de guardias, milicianos socialistas y comunistas y obreros sin armas intentó escalar la rampa batida por los rebeldes, a cuyo extremo se hallaba el único acceso posible. Las ráfagas de ametralladoras los segaron. Cayeron unos y retrocedieron otros. Bigornia, que iba con ellos, se encontró en lo alto de la rampa pegado al pretil del paredón, que utilizó como parapeto. En aquel rinconcito desenfilado se habían refugiado los cinco o seis asaltantes que ni cayeron ni volvieron grupas, un sargento del ejército con una escarapela tricolor en el pecho, un muchachillo atónito con aire de estudiante, un guardia de asalto, un miliciano comunista con pinta de señorito, que llevaba colgada del cuello una pistola ametralladora, una mujer con un delantal blanco y Bigornia. Enfrente, a diez o doce pasos, estaba la puerta del cuartel abierta por el cañonazo.

—¡Ánimo! —agregó el sargento—. ¡Otro empujón y estamos dentro!

Pero las balas de los rebeldes llovían en torno a ellos azotando el suelo, cuya tierra salpicaba dando saltitos como si empezase a hervir. Había que cruzar aquella explanada defendida por una terrible cortina de plomo.

—¡Adelante! —gritó el comunista de la pistola ametralladora, y volviéndose a aquellas cuatro o cinco personas acurrucadas en el pretil de la rampa—: ¿Tenéis armas? —les preguntó.

El estudiante hizo un amplio gesto de desolación y se metió las manos en los bolsillos con un ademán desconsolador. El guardia de asalto cargó su carabina máuser. El sargento esgrimió una pistola de reglamento. Bigornia volteó su martillo de fragua por encima de su cabeza. La mujer cogió un pico de su delantal blanco y lo mordisqueó nerviosamente. El comunista la miró estupefacto y la interrogó furioso:

—¿Y usted qué hace aquí, señora?

La pobre mujer, angustiada, respondió:

—Yo tengo un hijo soldado que está ahí en el cuartel, prisionero de los oficiales, y vengo a salvarlo. ¡Es mi hijo, sabe usted!

El comunista no supo qué contestar y se encogió de hombros.

En aquel momento empezaron a disparar desde otra ventana del cuartel que enfilaba aquel rincón donde estaban refugiados.

—¡Si nos quedamos aquí nos asan vivos! —rugió el guardia de asalto—. ¡Adelante! ¡Al cuartel!

—¡Al cuartel! ¡Al cuartel! —decían los seis dándose ánimos. Pero ninguno se lanzaba.

Bigornia entonces enderezó su corpachón y, encarándose con la fachada del cuartel, gritó con voz ronca: «¡Hijos de perra!». Y avanzó rápido, con paso trepidante de oso, bajo el diluvio de plomo. Los demás echaron tras él subyugados. Apenas salió del parapeto rodó el guardia de asalto con un balazo en el pecho. Ni siquiera volvieron hacia él la cabeza. Bigornia ganó indemne el portal seguido del sargento y el miliciano comunista, que disparaban a ciegas sus armas, del estudiante, que gritaba no sabía qué, y de la mujer, que caminaba a tientas tapándose la cara con un brazo, con el mismo ademán grotesco y patético del avestruz asustado. En el portal del cuartel los maderos y el cascote amontonados les impedían el paso. Bigornia blandió el macho bravamente y, volteándolo, cogido con ambas manos, se abrió camino haciendo saltar en astillas cuantos obstáculos encontraba. Un júbilo salvaje resplandecía en su cara apoplética de ogro enfurecido. Así llegó hasta el vasto patio del cuartel. Cuando apareció súbitamente ante los ojos asombrados de los militares rebeldes, su figura debió de tomar proporciones mitológicas. Aquel hombrón fornido con traje azul de mecánico que llegaba milagrosamente ileso hasta allí blandiendo un pesado martillo de fragua debió de parecerles un ser sobrenatural. Bigornia, al verse en el patio del cuartel, irguió el busto, alzó los brazos y los puños crispados y gritó con voz de trueno:

—¡Viva la revolución social!

Su grito rodó por el ámbito enorme del cuartel y retumbó en las galerías, donde los soldados desarmados, apelotonados como borregos y de cara a la pared bajo la amenaza de las pistolas fascistas, comenzaron a moverse inquietos. El estudiante avanzó por el patio detrás de Bigornia. El sargento, receloso, vigilaba los movimientos de los oficiales y los fascistas en las galerías altas.

—¡Cuidado! —gritó—. ¡Van a disparar un mortero sobre nosotros!

Cogió de la mano a la mujer y, conocedor del edificio, la arrastró hacia una puertecilla que había junto a la escalera. Tras ellos se fue el miliciano comunista. Bigornia avanzó hacia el centro del patio a pecho descubierto. Tras él iba el estudiante. No habían llegado aún al otro extremo, cuando una lluvia de metralla cayó sobre ellos. Bigornia, de un salto, se parapetó tras una pilastra. El estudiante que le seguía se desplomó con el cuerpo acribillado.

—¡Ay, mi madre! —gritaba revolcándose sobre las losas del patio, mientras desde las galerías los oficiales disparaban sobre él sus pistolas.

Bigornia salió de su escondite, agarró de una pierna al muchacho y lo arrastró hasta lugar seguro. Encontró una estrecha bóveda que servía para los ejercicios de tiro de los soldados, y allí lo dejó diciéndole:

—Luego volveré por ti. No seas idiota. No vayas a morirte antes, galán.

Cuando salió de nuevo al patio, la escalera estaba llena de soldados desarmados que, tímidamente aún, avanzaban hacia la salida, al verse libres al fin de las pistolas de los fascistas y los oficiales. Otro golpe de asaltantes consiguió atravesar heroicamente la explanada batida por las ametralladoras y pronto el pueblo y los soldados invadieron el patio fraternizando alegremente. La mujer que había entrado con Bigornia apareció en lo alto de la escalera abrazando y besando a su hijo, un cornetilla vivaracho que vitoreaba a la República frenéticamente.

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