Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
—¿Qué hay, camarada Tudela? ¿Sabes que tus correligionarios, los fascistas, se han llevado ayer una paliza formidable en la Sierra?
—Yo no soy fascista.
—Bueno, carlista, es igual.
—Perdone, no es igual. Yo fui carlista en mi juventud, cuando la otra guerra, hace sesenta años.
—¿Y erais ya entonces tan criminales como ahora?
Tudela cabeceaba disgustado y respondía:
—Entonces nos batíamos hombre contra hombre, lealmente. Entonces no había aviones como esos que han asesinado a mi nietecillo en su cuna. Entonces...
El viejo Tudela se exaltaba con el recuerdo.
—... entonces, el cabecilla Cucala, cuando íbamos a entrar en batalla contra los cristinos, nos daba a cada uno de los muchachos de su partida tres balas, sólo tres balas, y nos advertía: «Cuando termine el combate tenéis que devolverme una». Ésa era la guerra que hacíamos los carlistas de entonces: dos disparos y a buscar cara a cara al enemigo. Ahora... ahora no son los carlistas los que hacen esa guerra. Los carlistas no hemos hecho nunca la guerra como los militares de profesión, que se encarnizan contra el enemigo aunque sea de su propia sangre. ¡Todos nuestros generales habían salido del pueblo! —decía el viejo Tudela, orgulloso de encontrar un resquicio demagógico en el viejo carlismo.
—Es decir, que erais unos revolucionarios o poco menos —replicaba riendo Carlos.
—No; peleábamos por nuestro Dios, nuestra Patria y nuestro Rey, pero no matábamos por matar ni trajimos a España extranjeros que asesinaran a los españoles.
Hizo una pausa. Carlos le escuchaba distraído, pensando en otra cosa.
—Hoy —siguió diciendo Tudela— se mata a los hombres como si fuesen ganado.
Y bajando la voz añadió:
—Aquí como allí; los míos como los suyos, compañero Carlos; en todas partes andan sueltos los asesinos y...
—¡Alto, Tudela! ¡Alto! Si no quiere que le denuncie a las escuadrillas de retaguardia —cortó Carlos violentamente.
Fue a salir. Tudela, que se había retirado a una respetuosa distancia, se adelantó a abrirle la puerta. Carlos, irritado, le empujó hacia delante.
—¡Vamos! No sea usted lacayo, Tudela —le dijo.
Salió. En la penumbra del pasillo un hombre que le estaba esperando se le acercó tímidamente.
* * *
Aquel hombre, Valentín el contramaestre, era como un alma en pena que vagaba por los pasillos de la fábrica desde que comenzó la guerra, convertido en el espectro de sí mismo. Día y noche iba y venía por las naves desiertas o pobladas de trabajadores con la cabeza baja, la mirada huidiza y atravesada, sin encontrar en aquel mundo hostil que le rodeaba el asidero de una frase amable o de una mirada afectuosa. A su paso los obreros se apartaban de él como si estuviese apestado, cesaban las conversaciones y una atmósfera de vacío y hostilidad le mantenía aislado. A veces oía decir a su espalda:
—¿Pero a ese tío canalla cuándo lo matan de una vez?
Valentín bajaba más aún la cabeza y seguía adelante buscando inútilmente un rostro amigo ante el que ensayar una sonrisa humilde y forzada. Sus ojos claros tenían la misma expresión temerosa que los de un perro ante el amo irritado. A veces, él mismo, incapaz de soportar aquel tormento, se preguntaba:
—¿Cuándo me matarán de una vez?
No le mataban. Las milicias habían ido a buscarle al día siguiente de la revolución, como fueron a buscar a todos los contramaestres de la fábrica para hacerles pagar con un balazo en la nuca su servidumbre al capitalismo y su crueldad para con los obreros. Fue providencial que en los primeros momentos no le encontrasen a él, que era al que con más ahínco buscaban, porque había sido el hombre de confianza del capitalista, el ejecutor de sus venganzas, el delator, el «rompehuelgas», el «cuchillo de los trabajadores», como le llamaban. Consiguió esconderse en los sótanos y desvanes de la fábrica, que conocía mejor que nadie, y escondido estuvo mientras las milicias cazaban y ponían junto a la pared a los demás capataces, que con muchos menos motivos que él fueron implacablemente ejecutados. Cuando al fin dieron con él, se planteó un grave problema. Valentín era ya el único jefe de talleres que quedaba vivo. Si le mataban también, huidos los ingenieros y el director, era casi seguro que el trabajo tuviera que interrumpirse. Sólo él conocía la técnica de determinadas labores y poseía los secretos de la fabricación. Las fórmulas de ligas y aleaciones y las clases de la instalación. El problema se puso a debate en el pleno del consejo obrero. En el fondo de la cuestión todos estaban conformes. Valentín, traidor cien veces a la causa del proletariado, merecía ser librado inmediatamente a la justicia de las milicias de retaguardia. La necesidad de asegurar la continuidad de la producción merecía, sin embargo, que se reflexionase sobre el caso. Los delegados más exaltados, los que habían llevado a los butacones del salón del consejo un odio feroz, votaban por la entrega inmediata de Valentín a las milicias; pasase lo que pasase. Otros, más prudentes, ya que no más piadosos, se mostraban partidarios del aplazamiento. El camarada Carlos, el «ojo de Moscú», dio la fórmula. Valentín no sería entregado de momento a las milicias, quedaría en la fábrica controlado por dos camaradas de confianza que, además de la misión de vigilarle, tendrían la de ir imponiéndose de sus funciones, adiestrándose en ellas y apoderándose poco a poco de los resortes y secretos de la fabricación, hasta que pudiesen sustituirle. Entonces Valentín sería entregado a las milicias. Para que éstas no se lo llevasen antes de tiempo, se tomó la precaución de que el cuitado no saliese de la fábrica, y allí comía y dormía como una alimaña acosada que se esconde en su agujero. Se había comprometido a imponer de los secretos y dificultades de su cometido a los dos hombres de confianza del consejo obrero, y cada día que pasaba aquellos dos hombres, hábilmente escogidos, estaban más diestros. «Pronto no necesitarán de mí —pensaba—, y entonces me matarán».
Y temiendo que le matasen si no se prestaba a adiestrar a los que habían de sustituirle, y sabiendo que le matarían también cuando les hubiese adiestrado, vivía en una creciente ansiedad y una angustia terrible que le hacían andar día y noche como un alma en pena por los pasillos de la fábrica esperando y a veces deseando que las milicias fuesen de una vez por él y le librasen de aquel tormento.
Transcurridas ya varias semanas, había empezado a hacerse ilusiones. «Les he servido lealmente —pensaba—; quizá me indulten...». Pero el odio que le tenían era inextinguible. En la última reunión del consejo, el delegado del taller de laminación, Benito, planteó la cuestión brutalmente.
—¿Se puede saber cuándo va a ser expulsado del taller y entregado a las milicias ese canalla del contramaestre?
Benito era uno de los caudillos revolucionarios de la fábrica. Hombre fuerte, rebelde y violento, había sido en otro tiempo el cabecilla de las huelgas movidas contra la empresa capitalista. Expulsado por ésta, había vuelto al taller merced a la revolución y se obstinaba en mantener ciegamente en el consejo obrero el espíritu de revancha y el ansia vengativa.
—¿Cuándo acabamos con ese enemigo a muerte de los proletarios? —apremiaba.
El camarada Carlos, impasible, replicaba fríamente:
—Cuando podamos; cuando nos convenga. No vamos a poner en peligro el funcionamiento de la industria por la impaciencia del camarada Benito.
—Es que yo me niego a convivir con ese miserable. Prefiero que se cierre la fábrica a seguir soportándole en ella.
Carlos sonreía imperturbable.
—¡Y si no se le expulsa hoy mismo, me voy del consejo!
—Nada de amenazas, camarada. A ti te necesitamos menos que al contramaestre, por muy revolucionario que seas. ¿Te enteras? —replicó Carlos.
Benito saltó furioso.
—A quienes no necesitamos es a los jesuitas que se dedican a proteger fascistas y a salvarles la vida. ¡Estaría bueno! La revolución ha triunfado para que yo, ¡yo!, pueda vengarme de esa canalla. Esto es lo único que me importa. Si se cierra la fábrica, que se cierre. Si para que la revolución siga adelante tengo que soportarlo, prefiero que se pierda la revolución.
Se levantó iracundo y, encaminándose a la puerta, anunció:
—¡Ya os enseñarán a hacer justicia revolucionaria!
Dio un portazo y se fue.
Por eso Valentín, a quien un alma piadosa le había contado la escena, estaba en el pasillo aguardando pacientemente al camarada Carlos.
—Vengo a darle las gracias —le dijo con voz entrecortada— porque sé que me ha defendido usted en el consejo.
Carlos, seco y hostil, replicó:
—Le han engañado. Yo no defiendo traidores. Defiendo la fábrica.
Y le volvió la espalda.
Aquella misma madrugada una patrulla de milicianos se presentó en la fábrica. Aprovechándose de que no había en ella más que un viejo guardián asustado, los milicianos entraron en el edificio y estuvieron registrándolo hasta que sacaron entre los cañones de sus pistolas al contramaestre Valentín. Le metieron en un auto que partió hacia los desmontes de las afueras.
No volvió a saberse más de él. Benito había cumplido su amenaza.
Carlos, al día siguiente, cuando se enteró, no hizo más que decir, rechinando los dientes:
—¡Idiota! A ese imbécil de Benito, ya que no lo fusilaron los burgueses como debían, vamos a tener que fusilarlo nosotros.
Y siguió trabajando.
* * *
El sudor que le caía a chorros por la cara se lo enjugaba pasándose por la frente la manga sucia de su blusa de taller. Y seguía. Le faltaban las palabras, vacilaba, sufría penosos silencios, volvía a decir lo mismo que ya había dicho, pero seguía. Sus jueces le miraban impasibles. Aquel silencio glacial le desconcertaba. Pero hacía un esfuerzo y seguía.
—¿No tienes nada más que decir, camarada? —le preguntó el presidente en una de aquellas pausas en las que el orador parecía detenerse ante un abismo.
—¡Sí, sí! Tengo que decir mucho más. ¡Es... que no me sale!
Lo que Daniel quería decir a toda costa y no sabía era la indignación que a borbotones sentía hervir en su pecho contra aquella inhumana «justicia de la revolución» que querían hacer con él.
—Yo no he sido nunca revolucionario —decía—, pero tampoco tenía obligación de serlo. Nadie me puede llamar traidor a la revolución porque nunca me había comprometido a hacerla ni ayudarla. Yo ganaba mi jornal trabajando honradamente. No era mal compañero. Creo yo. Servía al patrón...
Una sonrisilla delgada de uno de los consejeros le exasperó:
—¡Como le servíais todos vosotros, cochinos!
Estalló una tempestad de protestas.
—¡Todos, todos! —vociferaba Daniel—. ¡Cuando perdíais las huelgas veníais humillados a lamer la mano al patrón para que os diese trabajo!
El presidente cortó el tumulto.
—Procura justificarte sin injuriar a los camaradas si quieres que te escuchen con paciencia.
Daniel bajó el tono.
—Yo servía al patrón... La fábrica era suya; él mandaba y nosotros los trabajadores obedecíamos. Procuraba estar a buenas con él. Vosotros luchabais; yo no. Vosotros queríais mandar; yo me había resignado a obedecer. Vosotros queríais ser los dueños de la fábrica; yo no lo he soñado nunca. ¡Ya sois los amos! ¡Ya mandáis! No os pido más sino que me dejéis vivir y trabajar como me dejaba el patrón. No os discuto la victoria, no os reclamo una parte. Yo no era de los vuestros, no estaba en vuestro sindicato, pero tengo derecho a la vida y al trabajo. ¡No vais a ser peores que los burgueses!
Daniel se detuvo asustado de su propia elocuencia. Miró en torno suyo. Las caras de los consejeros seguían impasibles. Únicamente desde un rincón penumbroso del salón llegó hasta sus ojos el relámpago de una mirada amiga que le animaba a seguir. Don Jorgito, el viejo administrador de la fábrica, incorporado al consejo obrero en calidad de técnico, sin voz ni voto, le enviaba el aliento de su simpatía.
—Yo —terminó Daniel— he estado siempre solo. Solo, en medio de la calle, luchando con el hambre y la miseria, me hice hombre; solo aprendí mi oficio y solo tuve que defenderme contra los patrones que me explotaban. ¡A nadie debo nada! ¿Qué me pedís? ¿De qué me acusáis ahora?
Hubo un largo silencio.
—¿Tienes algo más que añadir, camarada? —le preguntaron.
—No.
—Puedes retirarte. El consejo deliberará sobre tu asunto y se te comunicará la resolución.
Hicieron pasar luego a Bartolo, que compareció ante el tribunal asustado, medroso, mirando de través a los consejeros. Balbuceó unas excusas torpes, pidió perdón y prometió ser en adelante leal a la revolución. Como prueba de adhesión a la causa exhibió su flamante carné de sindicalista.
Los delegados socialistas y comunistas se le rieron en su cara cuando invocó aquella patente sucia, y el delegado anarquista protestó y salió en defensa de Bartolo.
—¿Has pertenecido o no a los sindicatos amarillos que dirigían los patronos? —le preguntaron para cortar el incidente.
—Sí; no tuve más remedio..., me obligaban... —se vio forzado a reconocer.
—Eso no importa —dijo el delegado anarquista—. El obrero cuando se ve acosado puede claudicar por hambre.
—¿Eres fascista?
Bartolo sabía que se jugaba la vida en aquel instante.
—¡No! —dijo.
—¿No estabas inscrito en las listas de la Falange Española?
—¡No! —repitió.
—Basta. Puedes retirarte.
Cuando hubo salido, el delegado anarquista protestó violentamente contra la sistemática persecución por parte de los comunistas de los obreros que pertenecían a la CNT.
—Si no aceptaseis a los fascistas, no desconfiaríamos.
—¡Nosotros no aceptamos fascistas!
—¡Ése lo es! Y debía estar ya fusilado. Pero no te preocupes. Nuestras milicias no tardarán en echarle el guante.
—A ése no se le toca el pelo de la ropa porque mi sindicato no lo consiente. Es un obrero nuestro cuya vida y cuyo trabajo defenderemos con nuestras pistolas. ¿Estamos?
—¿Aun siendo fascista?
—¡No! Si es fascista, si nos ha engañado, no esperaremos que le matéis vosotros. Los anarquistas sabemos cortar por lo sano y hacer justicia más dura aún con los enemigos emboscados a nuestro alrededor que con los que tenemos enfrente. ¡Lo que no sabéis hacer vosotros!
—¿Y si yo te demuestro que Bartolo os traiciona, que era fascista y sigue siéndolo? —le replicó Carlos desafiándolo.