Read América Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

América (34 page)

BOOK: América
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–Por la calle Cuarenta y seis. Pete, creo que van a…

–Sí, van a incendiar los taxis. Fulo, quédate detrás de ellos y cuando entren en el aparcamiento los encajonas. Y nada de tiros, ¿entendido?

–Sí, entendido. Corto y fuera.

Pete se quitó los auriculares. En un estante, sobre el tablero de comunicaciones, vio el bate de béisbol de Jimmy, con el extremo erizado de clavos. Lo cogió y salió corriendo al aparcamiento. El cielo estaba negro como la brea y el aire rezumaba humedad.

Pete balanceó el bate y ensayó unos golpes. Por la calle Cuarenta y seis aparecieron unos faros, colocados en posición muy baja, como los solían llevar los cubanos en sus coches preparados.

Pete se agachó tras un Mercedes a franjas atigradas.

El coche entró en el aparcamiento.

El Chevrolet de Fulo se coló detrás de él, sin luces ni motor.

Rolando Cruz se apeó. Llevaba en la mano un cóctel molotov y unas cerillas. No se percató de la maniobra del coche de Fulo…

Pete apareció detrás de él. Fulo encendió los faros e iluminó a Cruz como si fuera pleno día. Pete lanzó un batazo con todas sus fuerzas. Los clavos del bate desgarraron el costado de Cruz y se quedaron trabados en sus costillas.

Cruz soltó un alarido.

Fulo saltó de su coche. Las luces largas del vehículo mostraban a Cruz escupiendo sangre y fragmentos de hueso. César Salcido salió del coche de los cubanos meándose encima de puro miedo.

Pete tiró del bate hasta desengancharlo. El cóctel molotov cayó al suelo Y NO SE ROMPIÓ. Fulo cargó contra Salcido y el coche de los cubanos avanzó chirriando. El ruido resultó muy conveniente: Pete sacó su arma y disparó contra Cruz por la espalda.

Las luces recogieron la participación de Fulo en la función: primero, amordazó a Salcido con cinta adhesiva; después, abrió el maletero del coche de los castristas. Por último, rápido como un derviche, desenrolló la manguera del aparcamiento.

Pete metió a Cruz en el portaequipajes. Con el chorro de la manguera, Fulo hizo desaparecer los fragmentos de vísceras por un sumidero. Todo volvía a estar a oscuras. Los coches circulaban por Flagler en ambos sentidos, ajenos a lo que sucedía.

Pete recogió el cóctel molotov. Fulo aparcó su Chevrolet. Venía murmurando números una y otra vez; probablemente, Salcido le había dado la dirección del piso franco.

El coche de los cubanos, adornado con escamas metálicas de color púrpura y tapizado en piel, era un Impala del 58 de color cereza, muy baqueteado.

Fulo se puso al volante. Pete subió detrás. Salcido intentó gritar a través de la mordaza.

Salieron por Flagler. Fulo indicó a gritos una dirección: 1809, calle 53 Northwest. Pete puso la radio a toda potencia.

Bobby Darin cantaba «Dream Lover» a un volumen que rompía los tímpanos. Pete le pegó un tiro en la nuca a Salcido; los dientes, al reventar, le arrancaron la cinta adhesiva de la boca.

Fulo condujo DESPACIO, MUY DESPACIO. La sangre goteaba del salpicadero y de los asientos. Tragaron el humo del disparo y mantuvieron las ventanillas cerradas para que no escapase el olor. Fulo hizo varios giros a izquierda y derecha, indicando cada uno de ellos con pulcra corrección.

Finalmente, salieron con el coche de muertos a la autovía de Coral Gables DESPACIO, MUY DESPACIO.

Encontraron un amarradero abandonado que se internaba treinta metros en la bahía. El lugar estaba desierto. No había vagabundos, parejitas ni pescadores de mosca aficionados a la noche.

Se apearon del coche. Fulo puso punto muerto y lo empujó por las planchas del amarradero. Pete prendió el cóctel molotov y lo arrojó al interior.

Echaron a correr.

Las llamas llegaron al depósito. El Impala estalló. Los tablones del amarradero prendieron con la rapidez de la leña menuda. El lugar se encendió formando una gran bola de fuego. Las olas lamían la base con un ruido sibilante.

Pete tosió hasta que casi le reventaron los pulmones. Notó el sabor del humo de la pólvora y tragó sangre de los muertos.

El amarradero cedió. El Impala se hundió entre unas rocas. El vapor continuó surgiendo del agua con un siseo durante un minuto entero. Fulo recobró el aliento.

–Chuck vive por aquí cerca -dijo por fin-. Tengo una llave de su habitación y sé que guarda allí un equipo que podemos utilizar.

Encontraron revólveres con silenciador y chalecos antibalas. El taxi de la Tiger Kab que usaba Chuck estaba aparcado junto al bordillo. Cogieron las armas y se pusieron los chalecos. Pete hizo un puente para poner en marcha el taxi.

Fulo condujo a una velocidad ligeramente excesiva. Pete pasó todo el trayecto pensando en Ruth Mildred.

La casa tenía un aspecto decrépito. La puerta parecía infranqueable. La vivienda estaba rodeada de palmerales; era la única del bloque que los tenía. Las luces de la sala estaban encendidas. Unas cortinas de gasa cubrían la ventana; en ellas se recortaban unas sombras bien definidas.

Pete y Fulo se agazaparon junto al porche, justo debajo del alféizar de la ventana. Pete distinguió cuatro siluetas y cuatro voces masculinas. Imaginó a cuatro hombres charlando en un sofá DE CARA A LA VENTANA.

Dio la impresión de que Fulo sincronizaba sus ondas cerebrales. Los dos comprobaron sus chalecos y sus armas: cuatro revólveres, veinticuatro balas en total.

Pete inició la cuenta. Al llegar a «tres», se incorporaron y abrieron fuego. Directamente a través de la ventana.

El cristal estalló. Los ruidos sordos que escapaban del silenciador se confundieron con los gritos.

La ventana voló hecha pedazos. Las cortinas, también. Ahora, Pete y Fulo tenían blancos auténticos: las siluetas de unos hispanos comunistas recortados contra una pared salpicada de sangre.

Los hispanos agitaban los brazos buscando sus armas. Todos llevaban sobaqueras y cartucheras al cinto.

Pete saltó el alféizar. Los disparos de respuesta le acertaron en el chaleco y lo echaron hacia atrás. Fulo cargó. Los comunistas dispararon a discreción; casi muertos, sus disparos eran erráticos. A cambio, recibieron una rociada de balas de gran calibre de pistolas sin silenciador; una descarga tremendamente sonora.

Un impacto en el chaleco hizo girar sobre sí mismo a Fulo. Pete se acercó a trompicones hasta el sofá y vació ambas armas a distancia ultracorta. Hizo blanco en cabezas, cuellos y pechos y, al respirar, notó en la boca algo viscoso, gris…

Un anillo de diamantes rodó por el suelo. Fulo lo cogió y lo besó.

Pete se limpió de sangre los párpados y vio una pila de ladrillos envueltos en plástico junto al televisor. De ellos caía un reguero de un polvo blanco.

Supo al momento que era heroína.

31

(Miami, 30/8/59)

Kemper leía junto a la piscina del Eden Roc. Un camarero le renovaba el café cada pocos minutos.

El
Herald
lo traía en titulares: «Cuatro muertos en guerra de drogas entre cubanos.» El periódico no informaba de testigos ni de pistas. Se suponía que los autores eran «bandas cubanas rivales».

Kemper relacionó los hechos.

Hace tres días, John Stanton le envía un informe según el cual el presupuesto destinado a las operaciones cubanas por el presidente

Eisenhower ha resultado muy inferior a la cantidad solicitada. El informe dice que Raúl Castro financia una campaña de propaganda en Miami mediante ventas de heroína. Dice que ya se ha localizado un piso franco, centro de distribución, y que en la banda de la heroína hay dos antiguos empleados de Tiger Kab: César Salcido y Rolando Cruz.

Él, Kemper, dice a Pete que arregle un arrendamiento de la compañía de taxis a favor de la Agencia. Imagina que Jimmy Hoffa exigirá, entre las cláusulas, venganza contra los hombres que dispararon contra el local. Y sabe que Pete infligirá tal venganza con considerable eficacia. Cena con Stanton. Hablan extensamente del informe.

John dice que los comunistas que mueven la heroína son una competencia difícil. Ike aflojará más dinero próximamente, pero ahora es ahora.

Se esperan más refugiados. Florida se llenará de fanáticos anticastristas. Ideólogos fogosos se unirán a la causa y exigirán pasar a la acción. Podría desencadenarse una rivalidad feroz entre facciones. El campamento de Blessington sigue corto de personal, y la oficialidad todavía no ha sido puesta a prueba. La banda de la droga podría manipular su enfoque estratégico y su hegemonía financiera.

Kemper asintió: los comunistas que movían la heroína eran tipos duros. No se podía competir con gente que iba tan lejos.

Obligó a Stanton a decirlo también. Y obligó a Stanton a decir: «a menos que rebasemos sus límites».

La conversación se hizo ambigua. Las abstracciones pasaron por hechos. Se impuso un lenguaje de eufemismos.

«Autofinanciado», «autónomo» y «compartimentado». «Concepto de "necesidad de conocer"» y «utilización
ad hoc
de recursos de la Agencia.»

«Apropiación de fuentes farmacológicas alineadas con la Agencia desde el enfoque de "pago al contado/entrega inmediata".» «Sin divulgación del destino de la mercancía.»

Sellaron el trato con esa retórica elíptica. Kemper dejó que Stanton se convenciera de que la mayor parte del plan era idea suya.

Kemper hojeó el periódico y leyó el titular de un artículo en la página cuatro: «Macabro descubrimiento en la autovía.»

Un Chevrolet incendiado premeditadamente hunde un desvencijado amarradero de madera. Rolando Cruz y César Salcido, hallados entre los restos. «Las autoridades creen que el asesinato de Cruz y de Salcido puede estar relacionado con el de otros cuatro cubanos en Coral Gables, en la madrugada de ayer.»

Kemper volvió a la portada, en la que destacaba un breve párrafo: «Aunque se rumorea que los muertos eran traficantes de heroína, no se encontraron narcóticos en la vivienda.»

Sé rápido, Pete, se dijo. Y sé tan astuto y tan previsor como estoy convencido que eres.

Pete se presentó temprano, cargado con una gran bolsa de papel. No volvió la vista hacia las mujeres que tomaban el sol junto a la piscina, ni tampoco hizo uso de sus habituales andares jactanciosos.

Kemper le ofreció una silla. Pete vio el
Herald
encima de la mesa, doblado por el titular de la primera página.

–¿Tú?-preguntó Kemper.

–Fulo y yo. – Pete dejó la bolsa sobre la mesa.

–¿Los dos trabajos?

–Ajá.

–¿Qué hay en la bolsa?

–Seis coma seis kilos de heroína sin cortar y un anillo de diamantes.

Kemper hurgó en la bolsa y sacó el anillo. Las piedras y la montura de oro eran magníficas.

–Guárdalo. – Pete se sirvió una taza de café-. Para consagrar mi matrimonio con la Agencia.

–Gracias. Quizás haga una propuesta con él, pronto.

–Espero que ella diga que sí.

–¿Y qué dijo Hoffa?

–Aceptó. Puso una condición al trato y la cumplí a su jodida satisfacción, como sin duda ya sabrás.

Kemper señaló la bolsa.

–Podrías haber vendido eso tú mismo. Yo no habría dicho nada.

–Estoy dispuesto a hacerlo. Y, por ahora, lo estoy pasando demasiado bien como para buscarme líos con tu programa.

–¿Qué programa?

–La compartimentación.

–Es la palabra más larga que te he oído utilizar en la vida… -comentó Kemper con una sonrisa.

–Aprendí inglés por mi cuenta, leyendo libros. Debo de haber leído el diccionario Webster completo diez veces por los menos. – Eres todo un ejemplo de un inmigrante con éxito.

–Anda y que te jodan. Pero antes dime cuáles son mis deberes oficiales para con la CIA.

Kemper hizo girar el anillo. La luz del sol arrancó destellos de los diamantes.

–Estarás nominalmente al frente del campamento de Blessington. Está previsto añadirle varios edificios y una pista de aterrizaje, y tú supervisarás la construcción. Tu tarea consiste en entrenar refugiados cubanos para incursiones anfibias de sabotaje en la isla y encauzar a esos refugiados hacia otros campos de instrucción, hacia la compañía de taxis y hacia Miami, para proporcionarles puestos de trabajo provechosos.

–Todo eso suena demasiado legal -comentó Pete.

El agua de la piscina les salpicó los pies. La suite de Pete era casi del tamaño de la de los Kennedy.

–Boyd…

–Eisenhower ha dado a la Agencia el mandato tácito de socavar la posición de Castro mediante acciones encubiertas. La organización, por otra parte, quiere recuperar sus casinos. Nadie desea una dictadura comunista a menos de ciento cincuenta kilómetros de la costa de Florida.

–Cuéntame algo que no sepa ya.

–La provisión presupuestaria de Ike ha resultado un poco escasa.

–Cuéntame algo interesante.

Kemper hincó un dedo en la bolsa. Una nubecilla de polvo blanco surgió del interior.

–Tengo un plan para refinanciar nuestra parte de la causa cubana. Es algo implícitamente estudiado por la Agencia y creo que dará resultado.

–Voy haciéndome una idea, pero quiero oírtelo decir. Kemper bajó la voz.

–El plan es ponernos en contacto con Santo Trafficante. Utilizamos sus contactos con narcóticos y a mis cubanos selectos como camellos y vendemos la droga de esta bolsa, la de Santo y toda la que podamos pescar en Miami. La Agencia tiene acceso a una finca de cultivo de adormidera en México; podemos comprar una buena cantidad de material recién procesado y hacer que Chuck Rogers la introduzca en el país por avión. Financiamos la causa con el grueso del dinero, damos un porcentaje a Trafficante como intermediario y enviamos una pequeña parte de la droga a Cuba con nuestros hombres de Blessington. Ellos la distribuyen entre nuestros contactos en la isla para que la vendan y compren armas con el dinero que consigan. Tu trabajo en concreto consiste en supervisar a mis cubanos de elite y asegurarte de que sólo venden la droga a negros. Y en ocuparte de que mis hombres no usen la droga ellos mismos y de que nos sisen lo menos posible.

–¿Y cuál es nuestro porcentaje?-preguntó Pete.

La respuesta de Kemper fue completamente predecible.

–No hay. Si Trafficante accede a mi plan, conseguiremos algo mucho más dulce.

–Que no vas a contarme ahora, ¿verdad?

–Esta tarde tengo una reunión con Trafficante en Tampa. Te haré saber lo que me diga.

–¿Y mientras tanto?

–Si Trafficante accede, nos pondremos en marcha en una semana más o menos. Mientras tanto, ve a Blessington y comprueba cómo van las cosas; reúnete con mis cubanos instructores y dile al señor Hughes que vas a tomarte unas prolongadas vacaciones en Florida.

BOOK: América
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