Read América Online

Authors: James Ellroy

Tags: #Histórico, Intriga

América (32 page)

BOOK: América
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–¿Puedo conocerlo?

–No, hasta que el hombre se jubile. Tiene miedo del señor Hoover.

–Todos lo tenemos -comentó Joe.

Hubo una carcajada general.

El St. Regis era un Carlyle de una categoría sólo ligeramente inferior. La suite de Kemper era sólo un tercio de la de los Kennedy. También tenía una habitación en un hotel modesto, más allá de la calle Cuarenta Oeste. Era allí donde Jack y Bobby se ponían en contacto con él.

Fuera hacía un calor agobiante. En la suite la temperatura era perfecta: unos veinte grados. Kemper escribió una nota al señor Hoover para confirmarle que, si salía elegido, Jack Kennedy no lo despediría.

Cuando hubo terminado, se dedicó a jugar al abogado del diablo. Era su ritual de costumbre tras una reunión con los Kennedy.

Un incrédulo desconfiaría de sus viajes. Un incrédulo dudaría de sus complejas fidelidades. Se puso trampas lógicas a sí mismo y se libró de ellas con brillantez.

Aquella noche vería a Laura para cenar y asistir a un recital en el Carnegie Hall. Después, Laura ridiculizaría el estilo del pianista y practicaría sin cesar la pieza que había provocado el entusiasmo del público. Era la quintaesencia de los Kennedy: compite, pero no lo hagas en público si no es para ganar. Laura era medio Kennedy, y era mujer: poseía el espíritu competitivo, pero no tenía la sanción familiar. Sus medio hermanas se casaban con perseguidores de faldas y les guardaban fidelidad; Laura tenía líos. Y decía que Joe amaba a sus chicas pero que en el fondo las consideraba negras.

Ya llevaba siete meses con Laura. Los Kennedy no tenían la menor idea de su relación. Se lo diría cuando se formalizara un compromiso.

Se quedarían perplejos y, después, aliviados. Lo consideraban un hombre de fiar y sabían que mantenía cada cosa en su sitio.

A Laura le encantaban los hombres duros y las artes. Era una mujer solitaria, sin amigos de verdad, excepto Lenny Sands. Laura era un ejemplo de la amplísima órbita de los Kennedy: un lagarto de salón con amigos en los bajos fondos dio lecciones de dicción a Jack y forjó después un vínculo con su medio hermana.

Era un vínculo que lo ponía en el filo de la navaja. Lenny podía contarle cosas a Laura. Lenny podía contarle historias espeluznantes.

Laura no mencionaba nunca a Lenny, pese a que había sido éste quien había facilitado el encuentro entre ellos. Probablemente hablaba con Lenny por teléfono.

Lenny era voluble. Un Lenny irritado o asustado podía decir: «El señor Boyd hizo que el señor Littell me diera una paliza. El señor Boyd y el señor Littell son dos asquerosos extorsionadores. El señor Boyd me consiguió el trabajo en
Hush-Hush
, que es un empleo de lo más asqueroso.»

Sus temores respecto a Lenny alcanzaron el punto culminante a finales de abril.

Los interrogatorios en Boynton Beach descubrieron a dos tipos que entrañaban un riesgo para la seguridad: un pederasta y un proxeneta homosexual. Las normas de la CIA indicaban que debían ser eliminados. Se los llevó a las marismas de Florida y acabó con ellos a tiros.

El proxeneta lo vio venir y se puso a suplicar. Boyd le disparó en la boca para sofocar sus gemidos.

Le contó a Claire que había matado a dos hombres a sangre fría. Ella respondió con tópicos anticomunistas.

Lo del proxeneta le recordó a Lenny. Lo del proxeneta le provocaba un pálpito de abogado del diablo, en el sentido de que no podría escapar de todo aquello a base de mentiras.

Lenny podía echar a perder su relación con Laura, pero ejercer más presión sobre él podía ser contraproducente: Lenny era muy voluble.

No había ninguna solución estereotipada para el tema Lenny. Si acaso, podía ser de utilidad aliviar la soledad de Laura; así se sentiría menos inclinada a ponerse en contacto con Lenny.

Hizo que Claire acudiera desde Tulane y le presentó a Laura a mediados de mayo. Claire quedó deslumbrada con Laura, una chica sofisticada y de gran ciudad, que le llevaba diez años. Surgió la amistad entre ambas y se pasaban el día conversando por teléfono. Claire acompañaba a Laura algunos fines de semana, con abundantes conciertos y visitas a museos.

Kemper viajaba para ganarse sus tres pagas. Su hija hacía compañía a su futura prometida.

Laura le contó toda su historia a Claire. La muchacha la animó sin querer revelárselo todo. Claire se quedó asombrada: su padre podía convertirse algún día en el cuñado secreto del Presidente.

Kemper hizo de alcahuete para el posible futuro Presidente. Jack repasó su libretita negra y abordó a un centenar de mujeres en los seis meses siguientes. Sally Lefferts tachó a Jack de violador
de facto
. «Te lleva a un rincón y te suelta galanterías hasta que te pones completamente ruborizada. Te convence de que decirle "no" te convertiría en la mujer más despreciable que ha pisado el mundo.»

La libretita negra estaba casi vacía. El señor Hoover podía indicarle que proporcionara a Jack una cita con alguna chica preparada por el FBI.

Podía suceder. Si la campaña de Jack cobraba buenas perspectivas, el señor Hoover podía limitarse a ordenarle que lo hiciera. Sonó el teléfono. Kemper lo descolgó al segundo timbrazo.

–¿Sí?

Escuchó el crepitar de una conferencia de larga distancia.

–¿Kemper? Soy Chuck Rogers. Estoy en la central de taxis y ha sucedido algo que he creído que deberías saber.

–¿De qué se trata?

–Esos procastristas que despedí se presentaron anoche y dispararon contra el aparcamiento. Tuvimos mucha suerte de que nadie resultara herido. Fulo dice que, en su opinión, esa gente tiene un escondrijo cerca, en alguna parte.

Kemper se desperezó en el sofá.

–Bajaré ahí dentro de unos días -dijo-. Solucionaremos las cosas.

–¿Solucionaremos las cosas?¿Cómo?

–Quiero convencer a Jimmy de que venda la compañía a la Agencia. Ya lo verás. Verás cómo arreglamos algo con él.

–Yo digo que nos mostremos firmes. No podemos perder prestigio ante la comunidad cubana dejando que unos cabronazos comunistas nos tiroteen.

–Les enviaremos un mensaje, Chuck. No quedarás defraudado.

Kemper abrió con su llave. Laura había dejado abiertas las puertas de la terraza. Los focos de un concierto llenaban de destellos Central Park.

Era demasiado sencillo y demasiado bonito. Kemper había visto unas fotos tomadas en Cuba que le hacían sentirse humillado.

En ellas aparecían los edificios de la United Fruits en llamas, ante un cielo nocturno. Las imágenes eran fascinantes en su crudeza.

Algo le dijo:
repasa las facturas telefónicas de Laura
.

Rebuscó en los cajones del estudio hasta encontrarlas. Laura había llamado a Lenny Sands once veces en los últimos tres meses.

Algo le dijo:
convéncete con más rotundidad
.

Muy probablemente, no era nada. Laura no mencionaba nunca a Lenny y su conducta no despertaba la menor sospecha.

Algo le dijo:
oblígala a explicarse
.

Se sentaron a tomar unos martinis. Laura venía bronceada por el sol tras un largo día de compras.

–¿Cuánto hace que esperabas?

–Casi una hora -respondió Kemper.

–Te he llamado al St. Regis, pero la telefonista me ha dicho que ya habías salido.

–Me apetecía caminar.

–¿Con este bochorno?

–Tenía que ver si había algún mensaje en el otro hotel.

–Podías llamar a recepción y preguntar.

–Me gusta aparecer por allí a menudo.

–Mi amante es un espía… -dijo Laura con una carcajada.

–Desde luego que no.

–¿Qué diría mi familia no oficial si supiera que tienes una suite en el St. Regis?

–Consideraría que tengo espíritu de imitador, y se preguntaría cómo puedo permitírmelo -respondió Kemper riéndose.

–Yo también me lo he preguntado. Tu pensión del FBI y el sueldo de la familia no son tan generosos.

Kemper le puso una mano en las rodillas.

–He tenido suerte en la Bolsa. Ya te lo dije, Laura. Si sientes curiosidad, pregunta.

–Está bien, lo haré. Pero nunca me habías dicho que te gustara dar paseos; ¿cómo es, pues, que has escogido el día más caluroso del año para éste?

Kemper dejó que una bruma empañara sus ojos.

–Pensaba en mi amigo Ward, en los paseos que dábamos a la orilla del lago, en Chicago. Últimamente lo he echado de menos y creo que he confundido el clima del Lakefront de Chicago con el de Manhattan. ¿Qué tienes? Te veo triste.

–¡Oh! Nada, no es nada.

Ella picó en el cebo. El comentario de Kemper sobre su amigo de Chicago la había atrapado.

–¿Cómo que «¡Oh! Nada»?Laura…

–No, de veras. No es nada.

–Laura…

Ella se apartó de él.

–¡Que no es nada, Kemper!

Él suspiró y simuló una exasperación rotunda y mortificada.

–¡Claro que sí! ¡Es Lenny Sands! Algo que he dicho te ha recordado a Lenny.

Laura se relajó. Estaba tragándose todo aquel envoltorio verbal.

–Bueno, cuando me dijiste que conocías a Lenny te mostraste evasivo, y no he hablado de él porque creí que quizá te molestaría.

–¿Lenny te contó que me conocía?

–Sí. A ti y a otro hombre del FBI, de quien no sabía el nombre.

Lenny no quiso contarme más detalles, pero noté que tenía miedo de ti y de tu compañero.

–Lo ayudamos a salir de un buen aprieto, Laura. Por un precio. ¿Quieres que te cuente cuál fue ese precio?

–No. No quiero saberlo. Qué mundo tan asqueroso éste, en el que Lenny vive tan… y…, en fin, es sólo que tú vives en suites de hotel y trabajas para mi casi familia y sabe Dios para quién más. Ojalá pudiéramos ser más francos, más abiertos, de alguna manera.

Sus ojos convencieron a Kemper de ir a por todas. Era una maniobra sumamente arriesgada, pero así se forjaban las leyendas.

–Ponte ese vestido verde que te regalé.

El Pavillon era todo brocados de seda y luces de velas. Una multitud que luego acudiría al teatro llegaba vestida de punta en blanco.

Kemper soltó cien dólares al
maître
. Un camarero los condujo al salón privado de la familia.

El tiempo se detuvo. Kemper colocó a Laura a su lado y abrió la puerta.

Joe y Bobby levantaron la vista y se quedaron paralizados. Ava Gardner bajó su vaso a cámara lenta.

Jack sonrió.

Joe dejó caer el tenedor. El suflé estalló y la salsa de chocolate salpicó a Aya Gardner en el corpiño.

Bobby se puso en pie y cerró los puños. Jack agarró a su hermano por la faja y lo obligó a sentarse otra vez.

Jack soltó una carcajada y murmuró, «Más pelotas que sesos», o algo así.

Joe y Bobby estaban incandescentes, radiactivamente irritados. El tiempo se detuvo. Aya Gardner parecía más pequeña al natural.

29

(Dallas, 27/8/59)

Alquiló una suite en el hotel Adolphus. La alcoba daba al lado sur de Commerce Street y al Carousel, el club de Jack Ruby.

Kemper Boyd siempre decía NO SEAS TACAÑO EN EL ALOJAMIENTO PARA LA VIGILANCIA.

Littell observó la puerta con los prismáticos. Eran las cuatro de la tarde y no había CHICAS
STRIPTEASE
EN VIVO hasta las seis.

Había comprobado las reservas para el vuelo de Chicago a Dallas. Sid Kabikoff había volado a Dallas el día anterior. Su itinerario incluía el alquiler de una furgoneta y su destino final era McAllen, Tejas, un pueblo pegado a la frontera mexicana. Se dirigía allí a filmar una película guarra. Le había dicho a Sal el Loco que iba a hacerla con chicas del club de Jack Ruby.

Littell llamó en mal momento. Tuvo un acceso de tos cuando hablaba con el capitán Leahy. Compró el pasaje de avión bajo seudónimo. Kemper Boyd siempre decía BORRA TUS HUELLAS.

Kabikoff le había dicho a Sal el Loco que los libros «auténticos» del fondo sindical efectivamente existían. Le había dicho que los llevaba Jules Schiffrin, y que éste y Joe Kennedy eran viejos conocidos.

Tenía que tratarse de una relación provechosa por cuestión de negocios. Joe Kennedy era un lince en asuntos de negocios.

Littell observó con atención la puerta del local. Forzar la vista le causó un intenso dolor de cabeza. Ante el club Carousel se formó un grupo de gente.

Tres muchachos musculosos y tres mujeres de aspecto vulgar. Y Sid Kabikoff en persona, gordo y sudoroso.

Todos se saludaron y encendieron unos cigarrillos. Kabikoff estrechó manos con gesto efusivo.

Jack Ruby abrió la puerta. Por ella salió corriendo un Dachshund. El perro salchicha dejó un regalito en mitad de la acera y Ruby empujó las defecaciones hasta la cuneta con la punta del zapato.

El grupo pasó adentro. Littell distinguió una entrada trasera.

La puerta de esa entrada posterior sólo estaba cerrada con un gancho que ajustaba la hoja al marco. Tras ella, un camerino conectaba con el club propiamente dicho.

Cruzó la calle y se coló en el aparcamiento. Allí sólo había un coche: un Ford del 56, descapotable, con la capota bajada. El permiso de circulación estaba adherido a la columna de la dirección. El propietario era un tal Jefferson Davis Tippit.

Unos perros se pusieron a ladrar. Ruby debería cambiar el nombre de aquel tugurio y llamarlo «La Perrera». Littell llegó hasta la puerta e hizo saltar el gancho con el cortaplumas.

El camerino estaba a oscuras. Una rendija de luz atravesaba la estancia. Avanzó de puntillas hasta la rendija en medio de una fetidez perruna y aromas de perfume. La luz procedía de una puerta de paso que había quedado entreabierta.

Llegaron hasta él unas voces superpuestas y distinguió la de Ruby, la de Kabikoff y la de un individuo con marcado acento tejano.

Pegó el ojo a la rendija iluminada y vio, efectivamente, a Ruby y Kabikoff en compañía de un policía uniformado de Dallas. Los tres estaban junto a una pasarela de
striptease
.

Littell estiró el cuello y su campo de visión se amplió. La pasarela estaba llena. Vio a cuatro chicas y cuatro chicos, todos en cueros.

–¿Verdad que es un espectáculo espléndido, J.D.?-comentó Ruby.

–Sólo puedo hablar de las mujeres -respondió el agente-, pero en conjunto debo darte la razón.

Los chicos se estimularon. Las chicas acogieron sus erecciones con exclamaciones de admiración. Tres perros salchicha retozaban en la pasarela. Kabikoff soltó una risilla.

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