Authors: Ana María Matute
—Lo es —dijo entonces Orso. Y se extrañó de la calma que surgía de su voz cuando todo su ser ardía como el mismo sol que parecía observarles desde el cielo.
—Sea como sea —continuó el Conde—, el muchacho será decapitado para limpiar tu honor. Pero ella ha de morir en secreto. Así conseguiremos que Aranmanoth se presente ante todos como el causante de una doble ofensa: te arrebató a tu esposa y la asesinó para no dejar huellas de su delito.
Entonces a Orso le pareció que las palabras del Conde desaparecían en sus oídos. Él sólo veía su boca, su sonrisa de dientes espaciados y amarillos, y la curvatura de sus labios modulando sonidos que él no escuchaba.
Sólo cuando el Conde dijo que había enviado a sus gentes en busca de los dos fugitivos pero que, al parecer, no habían logrado encontrarlos, Orso pareció volver en sí.
El Conde decidió permanecer en la casa. Según dijo, era a él a quien le correspondía juzgar y condenar a Aranmanoth que, tarde o temprano, por propia voluntad o a la fuerza, regresaría a la mansión del Señor de Lines.
Pero transcurrieron días y semanas sin que los dos jóvenes aparecieran ni llegaran noticias anunciando que, al fin, habían sido hallados.
Hasta que una mañana, el mayordomo de los ojos de escarcha, quien desde la más tierna infancia de Orso contemplaba impasible los latigazos con que su padre le aleccionaba, entró en la cámara y dijo:
—Yo sé quién puede hallarlos. El joven lobo al que bautizaron con el nombre de Aranwin dará con ellos.
Nadie sospechaba que Aranwin ya los había encontrado y que los dos fugitivos estaban cerca de las tierras de Lines.
El verano llegaba a su fin y, a pesar de que los días eran todavía calurosos, Aranmanoth y Windumanoth pasaban las noches en aquellos lugares que pudieran protegerles del frescor que anuncia el otoño. Dormían abrazados sin necesidad de mantos ni pieles con que cubrir sus cuerpos. Se tenían el uno al otro, y eso les bastaba para entrar en calor.
—Despierta, Aranmanoth, ya ha amanecido —dijo Windumanoth una mañana—. Mira a tu alrededor y contempla tus bosques de hayas. Ya casi hemos llegado a nuestra casa, y pronto veremos a Orso y podremos contarle todo lo que nos ha sucedido.
Windumanoth se sentía más alegre que nunca. Una hermosa sonrisa aparecía en su rostro mientras acariciaba los hombros de Aranmanoth para despertarle. Éste se incorporó lentamente y abrió los ojos. La felicidad le inundó cuando reconoció aquel paisaje y el olor inconfundible del hayedo. Entonces se abrazaron y rodaron sobre la hierba de la pradera. El agua de un arroyo cercano crecía en sus oídos hasta que fue lo único que pudieron escuchar, como si fuera una cascada.
Ella se puso en pie y, corriendo, fue hacia el riachuelo. Aranmanoth estaba sentado en la hierba y desde allí contemplaba cómo su compañera se adentraba en el agua. Vestía solamente una camisa blanca, casi transparente, y la silueta de su cuerpo se iluminó, con el resplandor del agua. Entonces Windumanoth extendió sus brazos como alas y le miró.
De pronto, algo oscureció el cielo. Aranmanoth se levantó de un salto. La hierba de la pradera se abatió ante su atemorizada mirada. Entonces Windumanoth sonrió por última vez. La sonrisa de aquella niña se quebró y Aranmanoth la vio caer suavemente sobre el agua.
Una flecha le había atravesado el corazón. Las riacheras gritaban y descendían velozmente hasta el río. El rumor del arroyo continuaba como si nada hubiese sucedido, como si nada ni nadie hubiese acabado con lo único que colmaba el corazón de Aranmanoth.
Escuchaba los gritos de la hierba de la pradera, y los que nacían de lo más profundo del bosque, pero él permanecía en silencio e inmóvil. Y supo que, definitiva~ mente, el Mes de las Espigas había terminado. El sol ya no era el que él conocía, ni tampoco lo sería la noche, con sus luciérnagas y la algarabía de los grillos, ni mucho menos la alegría volvería a ser la misma.
Cuando llegaron los hombres que, desde hacía días les buscaban por todas partes, encontraron a Aranmanoth quieto y con la mirada aparentemente perdida en el río. No opuso ninguna resistencia, ni preguntó, ni siquiera miró los rostros de aquellos que lo apresaban y lo conducían hacia la muerte.
Al amanecer, Aranmanoth fue decapitado en un claro del bosque. El sol se levantaba cuando él lo vio por última vez.
Pero ocurrió algo insólito: su dorada cabeza de largos cabellos como espigas, una vez separada del cuerpo, pareció cobrar vida y rodó hasta llegar al manantial, de donde no pudo ser recuperada, ni siquiera vista, durante años. Parecía que las criaturas del bosque la reclamaban.
Ninguno de los que presenciaron aquella muerte pudo explicarse lo que sucedió.
Orso lloró durante toda la noche que precedió a la muerte de su hijo. Lloró como nunca antes lo había hecho. La impotencia, la rabia y la desolación se confundían en su pobre alma de hombre arrepentido. Nunca más volverían a escapar lágrimas de sus tristes ojos. Cuando desde su lecho oyó el sonido, como un trueno, del hacha sobre el cuello de Aranmanoth comprendió y sintió que su cuerpo se partía con él hasta convertirse en una simple y oscura sombra de sí mismo.
Entonces, guiado por un presentimiento, fue en busca de su loriga y, cuando la tuvo entre las manos, descubrió que ya no era de oro: cada una de sus láminas, antes tan brillantes que casi cegaban a quienes las miraban, aparecían ahora herrumbrosas y casi se partían entre sus dedos, manchándole de polvo rojizo y áspero. Reprimiendo un grito de horror, la arrojó lejos de sí, y al caer al suelo se deshizo en una mancha del color de la sangre seca, que ya nadie pudo lavar, ni conseguir que desapareciera.
Tiempo después se desprendió de todos sus bienes y los repartió entre aquellos hombres y mujeres que le habían servido, excepto el hombre de los ojos de escarcha quien, a partir de aquel terrible suceso, se convirtió en uno de los más allegados consejeros del Conde.
Orso se retiró a una ermita que, según cuentan, levantó con sus propias manos. Y allí pasó el resto de sus días, solo y en absoluto silencio, sin nada a su alrededor que le recordara la dolorosa y cruel existencia que había llevado. Tan sólo algún lejano rumor de agua llegaba, en ocasiones, hasta su mente. Entonces se cubría los oídos con las manos y cerraba los ojos con tanta fuerza que parecía desear hundirlos en su rostro.
Y un día regresó a las tierras de Lines el muchacho de los ojos negros, cantando y narrando la historia de Aranmanoth, «el niño sagrado que había redimido a su padre de sus pecados», decía. Las gentes le escuchaban atentas, pero lo cierto es que nadie creyó, hasta mucho tiempo después, en semejante historia.
Pasaron los años, muchos años, y otro joven poeta de ojos negros llegó hasta aquel lugar. Y esta vez, los que escucharon la historia de Aranmanoth se quedaron cautivados y atónitos ante las palabras del joven. «¿Será cierto lo que este hombre cuenta?», se preguntaban los unos a los otros. Y subían a la ermita donde quizá Orso aún mantenía sus oídos cubiertos con las manos. 0 quizá había desaparecido para siempre. Después, iban en busca del Manantial y buscaban en el fondo del agua la cabeza de Aranmanoth, sus cabellos largos como espigas y aquel collar de amapolas que, según se decía, era la sangre que brotó de su garganta y el origen de las que, verano tras verano, aparecían en los trigales.
Y fue creciendo la canción, y las romerías que surgieron tras ella. Los jóvenes se acercaban al Manantial durante el Mes de las Espigas y creían ver la cabeza rubia de Aranmanoth bajo las aguas. Pero no era verdad. Casi nadie pudo verla; tan sólo aquellos que habían amado, o amaban, o estaban deseosos de amar alguna vez en su vida.
Aranmanoth se convirtió con los años en una leyenda. Pero lo cierto es que alguna vez, un muchacho, o una muchacha, lo distingue entre las aguas. Son sólo unos pocos, aquellos que aún viven en el ardiente, cegador y breve —demasiado breve— verano de la vida.