Authors: Ana María Matute
—¿Por qué dices eso? —se inquietó Aranmanoth.
—Porque el corazón es como un lobo, un lobo hambriento.
—No entiendo lo que quieres decir —dijo el muchacho cada vez más curioso.
El poeta reía mientras sus dedos pulsaban las cuerdas, aquí y allá, sin propósito de iniciar canción alguna: aquello era un caótico desconcierto que desazonaba aún más a Aranmanoth.
—El corazón es el gran depredador —repitió el poeta con la mirada perdida en el horizonte— porque puede destruir mitos y enseñanzas aprendidas, y aun deleitosas imaginaciones... Incluso esperanzas. Es lo más importante que has heredado de tu naturaleza humana, más aún que tu capacidad de entender el lenguaje del agua, o de las aves, o las voces del silencio.
—Yo no entiendo cómo vive el corazón humano —dijo Aranmanoth—. Nadie me instruyó en él.
—Ven conmigo al bosque esta noche y te enseñaré lo que puede llegar a ser —contestó el poeta.
—Iré contigo. Te esperaré con los caballos junto al pozo a la hora que me indiques.
—A media noche estará bien —dijo el poeta—. La media noche es la hora más lúcida.
Por primera vez Aranmanoth excluyó de sus planes a Windumanoth.
Cuando se quedó solo, Aranmanoth apoyó sus manos sobre el pecho y trató de sentir su corazón. El animal que albergaba allí dentro no daba patadas, ni siquiera parecía despierto. Pensó que quizá estuviera dormido dulcemente. Y por vez primera se preguntó: «¿Querría yo ser completamente humano?». Y no supo qué contestar.
Se refugió en su cámara y, tendido en el lecho, reflexionó sobre la conversación que había mantenido con el poeta. Parecía un hombre sabio, a pesar de sus silencios y de que sus ojos oscuros se perdieran a menudo en el azul del cielo o en las encrespadas montañas. Hablaba con una voz suave y cálida, y sus palabras tenían la extraña cualidad de permanecer en el aire, dando vueltas y dibujando hermosas e inquietantes imágenes, durante mucho más tiempo que las que pronunciaban los de más. Aranmanoth sabía —desde la primera visita lo supo— que aquel hombre tenía mucho que ofrecer y que enseñar al joven confuso y perdido que era él, y por eso le buscaba cuando todos descansaban y lo encontraba en el huerto de Windumanoth acariciando las cuerdas de su extraño instrumento o susurrando melodías que parecían caer de los árboles y posarse en sus labios.
Por la ventana abierta llegaban resplandores, sutiles voces, el sonido de criaturas diminutas entre la hierba. Aranmanoth conocía el mundo de la noche, ese que despierta cuando todos, o casi todos, duermen. Se arrodilló junto a aquella ventana estrecha y alta, y contempló un trozo de cielo levemente azul que se oscurecía tan suave y rápidamente que apenas daba tiempo a retenerlo con la mirada. Alguna nube navegaba en dirección contraria a la luna y pensó que el mundo y la vida, y quizá también el animal depredador que latía en su pecho, no eran de fiar. Pensó, en suma, que algo maligno podía acechar tras el tallo de cada hoja, tras el pétalo de cada flor.
La media noche estaba muy cerca. Aranmanoth recordó las palabras del poeta: «La media noche es la hora más lúcida». Deslizó sus pisadas escaleras abajo hasta llegar al huerto de Windumanoth. Envuelto por la noche y sus sonidos, se dio cuenta de que ni ella ni él conocían los secretos de ese lugar. Habían paseado infinidad de veces entre sus plantas, incluso alguna vez se habían asomado al pozo, pero no sabían qué era lo que se ocultaba en su profundidad. En ese momento Aranmanoth tuvo la intuición de cuanto era y de su contradictorio corazón.
—¿Por qué habré elegido el pozo como lugar de encuentro? —se preguntó. El pozo se le aparecía ahora como un ojo oscuro que mirara hacia el vientre del mundo.
Y allí estaba el poeta, esperándole. Su rostro, medio oculto por la capa, no encubría el brillo de sus ojos negros:
—Ven conmigo —dijo. Y lo arrastró de la mano.
El bosque, el verdadero bosque, no era únicamente el que conocía Aranmanoth, aquel que mostrara a la pequeña Windumanoth. El bosque era otro. Era un territorio que, de improviso, se apoderaba del rumor y del olor de la más remota memoria. Era el bosque de su madre, el lugar del que él procedía: el bosque del que jamás podría desprenderse.
El poeta le llevaba de la mano, y aquella mano, de pronto, parecía arder. Aranmanoth sintió miedo:
—¿No serás tú el diablo? Yo no quiero tener ninguna relación con el diablo —murmuró tembloroso al recordar cuanto había oído hablar a las mujeres sobre aquel personaje.
—¡Qué tontería, yo soy el poeta! —rió el muchacho de los ojos negros tirando al mismo tiempo de la capa de Aranmanoth.
Aranmanoth pensó que tampoco sabía lo que era un poeta, por más que esta palabra le trajera a su mente la música y la ensoñación.
Se sentía alegre y decidido, a pesar del leve temor que le rondaba y, a veces, le invadía. Pero ese temor hacía que aquel encuentro y aquella aventura fueran aún más atractivos, así que se dejó arrastrar.
Nunca antes Aranmanoth había penetrado en el profundo y oscuro corazón del bosque. No sabía por qué razón, en sus múltiples escapadas, nunca había llegado hasta allí, y ahora contemplaba extasiado, a través de una oscuridad cada vez más reconfortante, la grandeza de los árboles y sus casi imperceptibles balanceos como si danzaran sólo para él en un secreto vaivén de bienvenida. Se preguntó cómo era posible que él, una criatura surgida del bosque, no se hubiera adentrado en su mayor y más profundo secreto: el secreto de la noche entre los árboles. Ciertamente —pensaba Aranmanoth—, nadie se lo había prohibido nunca excepto —y ahora lo descubría— su propia ignorancia. La ignorancia alza barreras, prohíbe y ciega.
El poeta le condujo hacia un claro del bosque. Y entonces algo se levantó ante los ojos de Aranmanoth, algo que parecía provenir de sus primeros recuerdos o de una memoria que, tal vez, existía desde antes de su nacimiento. Era un árbol, pero no como los demás, ni siquiera hermano de aquellos que él consideraba sabedores y poseedores de un antiguo reino. Era el Árbol, el Gran Señor del Bosque, el viejo, el antiquísimo Señor. Paciente, sabio y erguido en su ancianidad, contra y a favor de las humanas criaturas. Era el Árbol que algunos llamaban del Bien y del Mal, aquel que otros decían el Árbol de la Vida, el árbol que muchos amaban como sólo se puede amar a un viejo deseo.
El poeta le dijo entonces:
—Lo único cierto es que estás ante el Rey del Bosque..., y ¿sabes una cosa? En él anidan nuestros más oscuros sueños. Con toda sinceridad te diré que si este árbol es venerado es porque en él se depositan todos los deseos, la ira, el amor y la deseperación de los humanos. Pero también la esperanza. Y por eso verás lo que verás esta noche.
Se ocultaron entre los árboles que bordeaban el claro y, poco a poco, llegó el rumor. Al principio se trataba de un murmullo confuso que acaso podía mezclarse con el gemido del viento entre las ramas. Pero era otro susurro —pronto lo advirtió— distinto, ferozmente humano. Era un rumor con olor a carne, sudor, ignorancia y terror.
—Esta es tu parte humana, Aranmanoth —murmuró el poeta en el oído del muchacho—. Y también es la mía —añadió con tristeza.
Le arrastró hacia unos helechos cercanos al claro y allí se escondieron.
—Escucha y aprende, pardillo —dijo el poeta—, porque pronto me iré y no podré desvelarte lo que es...
Y su voz se apagó. El asombrado Aranmanoth vio cómo su guía se perdía entre las altas hierbas con la astucia y sigilo del más insignificante de los saltamontes.
El rumor iba acrecentándose y, a medida que se hacía más próximo, una multitud que, a primera vista, apenas se distinguía entre los árboles fue adueñándose del claro del bosque.
Eran hombres y mujeres, enlazados como si se amaran o acaso no pudieran, o no quisieran, desprenderse unos de otros, como si temieran lo que pudiera suceder En aquel momento Aranmanoth deseó no haber nacido jamás. Aunque sabía que su deseo no era nada, tan sólo un deseo, pensó que, aun así, los deseos podían dar un sentido a su ambigua y extraña vida. Porque, quizá, la vida de toda criatura humana no se diferenciaba demasiado de la suya. Pero Aranmanoth no estaba seguro de ello: no estaba seguro de que sus deseos fueran realizables y tampoco del significado de cuanto le rodeaba.
Fue entonces cuando algo se alzó dentro de él. Algo como una llama que brota de una chispa y crece interminablemente hasta alcanzar lo más alto. Él mismo se vio crecido y lleno de fuego.
Salió de su escondite, avanzó decidido hacia aquellas gentes y, por primera vez, gritó con voz humana. Su grito fue tan profundo y tan largo que parecía perderse en el tiempo.
—¡Deteneos! ¡Deteneos!
El silencio se volvió a mirarle, y entonces Aranmanoth descubrió que el silencio tenía ojos con los que le observaba con curiosidad, desconcierto y, acaso, esperanza.
—Debéis dejar en libertad a esta muchacha —se oyó decir—. Por mucho que haya hecho no se merece este castigo.
De nuevo el rumor creció y el silencio fue sofocado.
—Yo soy el heredero de Lines y, en ausencia de mi padre, el Señor de Lines. Dejad a esta muchacha en paz. Desatadla y dejadla marchar. Quien la persiga o quiera hacerle daño sufrirá mi persecución.
Un voz juvenil estalló en la noche y gritó:
—¡Es Aranmanoth!
Y, enseguida, otras voces pronunciaron y repitieron su nombre.
Aranmanoth, lleno de confusión, se volvió hacia el poeta y le preguntó:
—¿Cómo saben quién soy yo?
—Eres el único hijo de Orso y todos ellos tienen noticia de ti. Los pueblos cuidan y protegen sus leyendas. ¿No lo sabías?
Entonces Aranmanoth se supo frágil y seguro a la vez. Seguro, no sabía bien por qué. Acaso la seguridad había surgido de aquel misterioso grito que anidaba en él y que le había dictado detener el sacrificio al que estaba destinada la muchacha. Se acercó al círculo de gentes y, con voz firme y pausada, dijo:
—Yo soy Aranmanoth, Mes de las Espigas, y ordeno que se deje en libertad a esta criatura.
Las gentes se apartaron a su paso en silencio, y el propio Aranmanoth se acercó a la escalera donde estaba atada la muchacha y la liberó. Estando a su lado, pudo ver de cerca sus grandes ojos claros y oír su débil y asustada voz que murmuraba:
—Gracias, hermano mío.
La muchacha se alejó rápidamente y desapareció entre los árboles con el trote suave y veloz de las jóvenes corzas.
Aranmanoth estaba desorientado. En sus oídos resonaban los gritos que nuevamente pronunciaban su nombre. Se asió del brazo del poeta y volvió a gritar:
—¿Por qué? ¿Por qué? —pero nadie parecía escuchar su pregunta. Se volvió hacia el poeta, le miró a los ojos que brillaban en la noche y repitió—. ¿Por qué? ¿Por qué?
—Yo no lo sé —contestó el poeta—. Yo soy sólo un testigo, no soy más que una voz o, quizá, un deseo. No tengo respuestas; si acaso, sólo tengo preguntas.
Tan sigilosamente como habían llegado las gentes al claro del bosque se internaron de nuevo en su profundidad. Aranmanoth y el poeta se quedaron solos frente a frente. Se miraban y en sus miradas habitaban el miedo, la desazón y cientos de preguntas que se diluían en la noche. Permanecieron en silencio mientras el Árbol Rey les contemplaba desde su misteriosa grandeza.
Al fin decidieron regresar a la mansión. Aranmanoth sintió que la casa que le esperaba tras el bosque no era su casa, no era su lugar, como tampoco lo era el mundo al que había llegado, o caído.
Entonces se acercó más al poeta y pudo escuchar su respiración en el silencio de la noche. «Él tiene una doble naturaleza... Como yo», se dijo. Y se sentó en el suelo, se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar como no había llorado jamás. Sentía que se habían abierto las puertas que escondían a aquel prisionero depredador que el poeta le había descubierto, y Aranmanoth se reconoció en su zozobra y en su angustia.
—Llora, Aranmanoth, llora —dijo el muchacho de los ojos negros mirándole con una ternura infinita—. Si lloras ahora, tu experiencia en el bosque habrá sido lo mejor que te ha sucedido en la vida.
Aranmanoth se incorporó y le tendió la mano, no sabía si en gesto de amistad o en demanda de protección. Pero el poeta ya no estaba a su lado. Había desaparecido entre los árboles como poco antes desapareció el rumor de las gentes. Se encontró terriblemente solo, en lo más profundo del bosque, bajo las ramas del Árbol Rey, alto e inquietante, a cuyo alrededor había visto —o creído ver— una confusa multitud que primero danzaba y luego clamaba por algún cruento sacrificio que él no llegaba a comprender.
«Doble naturaleza», repitió para sí suavemente; y las dos palabras enlazaban una lejana pregunta que se perdía en el interior de su corazón.
El relincho de su caballo, su trote menudo y amigable, familiar, le reconfortaron. Allí estaba su caballo, a su lado, fiel y amigo. Aranmanoth se preguntó por qué razón entre los humanos no había conocido la amistad, que sólo en aquel animal tan bello, tan oportuno en los momentos cruciales de su vida, se le revelaba.
Montó rápido en él, le acarició el cuello, murmuró su nombre cerca de las orejas y, dulcemente, sin galopes presurosos, sin temor, el viejo amigo le condujo hacia la casa.
Pero el depredador se agazapaba en lo más escondido de su ser y martilleaba. Sólo la muerte podría detener aquel martilleo que se parecía demasiado a una advertencia.
Ya no volvió el poeta. Aranmanoth y Windumanoth lo esperaban ansiosamente, e incluso se habían arriesgado a subir a la pequeña y desmoronada torre vigía que, en tiempos de peligro, había servido de alerta ante incursiones enemigas, ya casi olvidadas. Ahora los dos muchachos subían por la estrecha y retorcida escalera y asomaban sobre las almenas su mirada esperanzada.
—¡Nadie viene! —se lamentaba Windumanoth con voz cada vez más desfallecida.
—Es verdad —respondía Aranmanoth, a medias curioso, a medias irritado—. ¡Nadie viene!
Al fin, un día, Windumanoth rompió a llorar y apoyó su cabeza de uvas negras en el hombro de Aranmanoth:
—¿Por qué no viene alguien y me devuelve al Sur?
Aranmanoth tardó unos segundos en responder:
—¿Al Sur? —preguntó con voz temblorosa.
—Sí, al Sur —repitió ella mientras, como una niña, secaba sus lágrimas con las palmas de sus manos. Aranmanoth deseó en ese momento besar aquellas lágrimas y aquellas manos. Windumanoth siguió hablando—: el Sur es mi tierra; el Sur es mi infancia...