Authors: Ana María Matute
Pero Aranmanoth no dijo nada.
Y Orso sintió alivio e inquietud ante el silencio de su hijo.
Era una tarde de otoño, cuando los bosques aparecen encendidos por el último sol. Rojos, dorados y de un suave castaño se extendían como un manto sobre la tierra.
Padre e hijo permanecieron inmóviles y en silencio mientras observaban cómo aquella niña se acercaba lentamente a su nueva casa. En ambos se había instalado una sobrecogedora emoción que les impedía hablar. Orso apretó entre la suya la pequeña mano de Aranmanoth y así estuvieron largo rato, intuyendo quizá, cada uno'a su modo, que algo parecido a una despedida llegaba ahora hasta ellos.
La niña parecía demasiado erguida sobre su caballo., tal vez a causa del temor a desvelar su fragilidad. Entraba en una tierra desconocida, entre gentes desconocidas, y su corazón temblaba. Venía de un país de suaves colinas, allí donde el Gran Río aparecía bordeado de viñas y el aire esparcía al resplandor del sol el dulce aroma del mosto mezclado con el color de la miel. Ahora, en cambio, la recibía, y parecía espiarla, un país erizado de bosques, bordeado y cruzado por grandes montañas; y regresaban a su memoria historias de lobos. Lobos que jamás había visto en las tierras del sur, pero de los que, en voz de cuentos de nodrizas, imaginaba su ferocidad y su acecho.
Cuando Orso, apeándola de su montura, la tomó entre sus brazos y la miró a los ojos, la niña se tranquilizó. Y no porque aquel hombre grande y desconocido le inspirara confianza, sino porque, de pronto, como el sol que atraviesa el ramaje de un oscuro bosque, su mirada le devolvió un destello de la mirada que tantas veces había visto en su padre. Este, al contrario de otros señores, tenía para ella una suavidad que en nadie había conocido. Y así fue como, súbitamente, guiada por un recuerdo y por una ternura recuperados ante tanto temor, rodeó el cuello de Orso con los brazos y dejó que las lágrimas, demasiado tiempo retenidas, brotaran de sus ojos. Sólo los oídos del señor de Lines, muy próximos a los labios de la niña, oyeron murmurar una palabra:
—Padre...
Orso depositó a la niña en el suelo con cuanta delicadeza le era posible. Aun así sus manos temblaban.
—Señora —dijo—, os confío en manos de vuestras doncellas.
Y, como si el antiguo susurro del Manantial regresara a través de espesuras de egoísmo, mezquindad, cobardía, y, en fin, de tanta ignorancia con que poco a poco fuera apagando el recuerdo de aquel día en que tuvo lugar su encuentro con la más joven de las hadas, Orso creyó reencontrar una voz y, con la mayor dulzura de que era capaz, acarició el cabello de la niña, y dijo:
—Mejor, os confío al más noble y fiel guardián que pudierais imaginar: mi hijo Aranmanoth.
Se volvió hacia él y tomó su mano:
—Éste es mi hijo querido, el tesoro más preciado de mi corazón. Su nombre es Aranmanoth, que significa Mes de las Espigas: el tiempo en que fue concebido. Y será tu hermano, tu Guardián, hasta el día en que nuestro matrimonio pueda consumarse...
Orso se detuvo un instante, confuso, y al fin añadió:
_... según las leyes de la naturaleza.
Aranmanoth estaba a su lado, como de costumbre, quieto y en silencio. Pero había en el aire una sonrisa, tan sutil, que no distendía sus labios; sólo revoloteaba en el azul de sus ojos, y era tan leve como el temblor de una libélula sobre el agua. Se inclinó graciosamente y, ante la sorpresa de su padre y de cuantos le rodeaban, habló. Y lo que dijo fue:
—Me llenaría de gozo conocer el nombre de nuestra nueva Señora.
—Es verdad —Orso parecia sorprendido—. ¿Cómo pude olvidarlo?
—Mi nombre es Lie —dijo la niña casi en un susurro.
—¿Lie? —la vieja voz de nuevo llegaba a Orso y se confundía con sus pensamientos—. Olí, no, ése no es tu verdadero nombre. Aranmanoth, ¿sabes tú cómo debemos llamarla de ahora en adelante?
Y ocurrió que, de pronto, toda la luz del otoño con sus más encendidos colores se apoderó de la niña. Y lenta y suavemente, como tenía por costumbre, habló Aranmanoth:
—No es que debamos bautizarla de nuevo, es que siempre, desde siempre y para siempre, se llama Windumanoth, que significa Mes de las Vendimias. Tan verdad es como que mí nombre es Aranmanoth, Mes de las Espigas.
En aquel momento, un ave grande y desconocida cruzó el cielo, y su sombra se arrastró de un extremo a otro del patio hasta desaparecer. Nadie, excepto Aranmanoth y Windumanoth se apercibieron de ello, y levantaron al mismo tiempo la cabeza al cielo, y la inclinaron luego al suelo hasta que ave y sombra desaparecieron.
A partir de entonces, todo fueron festejos y alegría. Las doncellas se apoderaron de Windumanoth y la llevaron a sus habitaciones. Eran amables, cariñosas, y poco a poco, la niña fue calmando su extrañeza y sus temores.
Aranmanoth caminaba junto a su padre hacia el interior de la casa. La cabeza ligeramente inclinada del niño le hacía parecer frágil y desconcertado. Lo cierto es que no comprendía bien cuanto sucedía a su alrededor y así, acercándose aún más a su padre y tirando con suavidad del extremo de la manga, le preguntó:
—¿Por qué es preciso que contraigas matrimonio?
Orso se volvió hacia su hijo, acarició sus cabellos y le dijo suspirando:
—¡Ay, hijo mío! Porque éstas son las leyes, y las condiciones, y las obligaciones que debo cumplir si deseo continuar y engrandecer mi estirpe. Tú no sabes todavía de esas cosas, pero quizá algún día las entenderás y respetarás.
Aranmanoth miró a su padre a los ojos y a Orso le pareció que en aquella mirada brillaba una luz diferente y desconocida —quizá la luz de la oscuridad— que se interpusiera entre el sol y la tierra.
Pero Aranmanoth no dijo nada más y se retiró.
En lugar de participar en los festejos que precedían a la boda y en los que, con la generosidad que, cuando le convenía, distinguía el Conde a Orso, se prodigaban hasta siervos y campesinos, Aranmanoth se internó con su caballo en el bosque, como hacía a menudo. Una congoja, pequeña aún, pero amenazadora, como aviso de un pesar más grande, iba larvándose en su corazón.
Era costumbre en él internarse en los bosques. Se abría paso entre los árboles en busca de escondidos manantiales que siempre le devolvían a un tiempo a la vez desconocido y familiar. Porque Aranmanoth conocía, y su padre no se lo había ocultado jamás, la raíz de sus orígenes. Se sentía naturalmente atraído por el rumor del agua y podía descifrar en los helechos de los hayedos el galope casi inaudible de los caballos de los elfos, las veloces correrías entre la hierba de criaturas malignas, o los gritos que había olvidado el viento entre las ramas de los árboles, gritos de criaturas maltratadas a quienes nadie escuchó. Eran las voces del bosque, y Aranmanoth se sentía acompañado por ellas, las escuchaba y las descifraba, las comprendía a la vez que reavivaban en él una gran curiosidad hacia los comportamientos y la naturaleza de los humanos. Se decía que, acaso, su parte humana era más poderosa que su parte mágica, puesto que nació de un hada demasiado joven, un hada capaz de desear y amar la belleza de un adolescente, por lo que fue desposeída de la mayor parte de sus poderes. Desde la noche en que Aranmanoth fue entregado al mundo de los hombres, el niño no había vuelto a ver ni a oír a su madre. Y, a veces, en las largas noches invernales, cuando el lobo aullaba y la nieve despertaba el gran silencio de los bosques, Aranmanoth lloraba en su pequeño lecho junto a Orso, como cualquier niño que ha perdido a su madre.
Aranmanoth había heredado de los humanos la gran curiosidad, el deseo incontenible de desentrañar cuanto le rodeaba y parecía no tener explicación. Y así fue como su necesidad de saber y conocer todo aquello que no sabía ni conocía le empujó al bosque aquel día. La desazón que albergaba en su corazón se parecía a la rabia, una rabia que nadie, excepto él, podía albergar.
El bosque le rodeó, encendido. Era la hora más alta del otoño, y Aranmanoth sabía que aquel era un momento fugaz y único, un momento que desaparecía casi tan rápidamente corno nacía. Se apeó de su caballo, se arrodilló, cerró los ojos y gritó. Su grito fue tan largo y tan antiguo que todos los helechos se estremecieron y hasta la última brizna de hierba parecía azotada. Pero su grito no podía ser oído por las criaturas humanas, del mismo modo que hombres y mujeres no pueden oír el grito de las ramas azotadas, ni de los ríos ocultos, ni del sol cuando muere o cuando resucita.
—Madre mía —exclamó—, ¿por qué me abandonaste? ¿Por qué me diste esta media naturaleza? No puedo saber quién soy. Has desaparecido de mi vida y de este mundo sin revelarme sus secretos. ¿Por qué me has traído a un mundo que sólo vivo a medias, que sólo comprendo a medias? ¿Qué hago yo en un lugar que no es mi lugar, y por qué añoro ese otro, al que tú y yo pertenecemos y que tampoco logro entender por entero?
Así estaba Aranmanoth de conturbado y triste cuando oyó unos pasos a su espalda. No eran las pisadas de los elfos ni sus pequeños corceles. Tampoco eran las pisadas de los ciervos jóvenes, que tan bien conocía, ni las cautelosas andaduras de cazadores furtivos que, en aquella estación, recorrían los bosques como sombras fugaces.
Frente a él se alzaba la pequeña Windumanoth, los cabellos al viento y los ojos asustados.
—Oh, señora... ¿Qué hacéis aquí? —gritó Aranmanoth. Porque tenía conciencia de cuánto debía protegerla y cuánto significaba para su padre.
—Aranmanoth, hermano mío, mi guardián... —murmuró ella. Y en su voz parecía temblar todo el miedo de los niños que lloran en la oscuridad—. Aranmanoth, me he escapado de las mujeres que querían vestirme y peinarme, y decirme cuánto he de desterrar de mi vida..., y encerrarme en un frasco de cristal como a una mariposa. Aranmanoth, hermano mío, yo no soy una mariposa.
Entonces Aranmanoth comprendió que su razón de ser en aquel bosque, frente a aquella niña que le suplicaba, era protegerla y salvarla de cuantas jaulas y mazmorras le acecharan, por más que éstas fueran invisibles. Y comprendió también el vuelo de aquella ave errante que dejó caer su sombra sobre sus cabezas, suelo adelante, sin que nadie, excepto ellos, se apercibiesen de su paso.
—No temas nada —dijo Aranmanoth mirándola a los ojos—. Yo estaré siempre a tu lado, para que nada ni nadie te aprisione ni retenga contra tu voluntad. Porque yo soy, no sólo tu guardián, sino tu amigo.
La niña corrió hacia él, y tal como hiciera en su primer encuentro con Orso, rodeó su cuello con los brazos, apretó su mejilla contra la de él y, así, sin palabras, dejaron que la luz del otoño se despidiera de los árboles, de la hierba y de ellos mismos. Todo fue tan rápido que apenas dio tiempo a deshacer su abrazo, mirarse a los ojos y sonreír. Así es como nace la amistad que, entre los humanos, es el sentimiento más parecido —o tal vez idéntico— al amor, por más que esta palabra fuera aún desconocida y misteriosa para ambos.
Aranmanoth aupó en su caballo a la pequeña novia y, llevándola a la grupa, entró lo más discretamente posible en la mansión. Allí se despidieron con una sonrisa y la promesa, aunque muda, de que muy pronto volverían a encontrarse.
Al día siguiente se celebró la boda. El Conde envió regalos, entre ellos, un hermoso caballo alazán, joven aún, para la novia. También una arqueta de madera negra que contenía piedras preciosas engarzadas en oro. La misiva que acompañaba era tan bella como sus presentes. Con gran orgullo y satisfacción, Orso leyó que su señor le apreciaba y le quería como al mejor de sus vasallos y que sabía que su elección era la más adecuada. De todos modos —y estaba dicho con tanta gentileza que apenas podía enturbiar la dulzura de aquel momento— requería inmediatamente la presencia de Orso en los territorios del Conde, pues malos tiempos corrían para él.
Orso leyó sus últimas palabras —o quizá advertencias, porque del Conde no se podía asegurar nunca nada— y sintió una extraña mezcla de alivio y desilusión. Lo cierto es que al Señor de Lines le agradaba ver, o creer, felices a cuantos le rodeaban: les veía beber y bailar contentos y le placían las fiestas en general, y lógicamente, en especial la de su boda. Pero también es cierto que Orso respiró aliviado ante la posibilidad de liberarse de tales boatos y regocijos.
A pesar de todos estos sentimientos, de algún modo inconfesables puesto que sólo atañían a la conciencia del Señor de Lines, la boda se celebró tal y como había sido planeada. El viejo capellán se revistió con sus mejores ornamentos que, aunque no parecieran lujosos, al menos tenían el honor de haber sido bordados por la abuela de Orso y habían sido utilizados en la boda de su padre.
La novia avanzó hacia el altar, donde la esperaba Orso, bello como jamás le vieran antes. Los cabellos castaños y dorados caían junto a su rostro en cascada brillante y rojiza. Sus ojos resplandecían y sus labios habían recuperado la antigua sonrisa de su juventud. Esa juventud que parecía perderse en la aridez de las tierras que le esperaban para mostrar su valentía y, acaso también su crueldad, como hombre que era en el mundo de los hombres.
Orso contempló con gran ternura a su pequeña esposa. Una ternura que, a golpes de duros aprendizajes en el castillo del Conde y de su propia experiencia, había alejado, si es que no desterrado, de su corazón. Era la ternura que nace ante la contemplación de la belleza o, quizá, de la inocencia perdida.
Windumanoth avanzaba lentamente puesto que la pesadez de su vestido no le permitía mayor celeridad. Llevaba sueltos los cabellos que caían sobre los hombros y, al contemplarlos nuevamente, le parecieron a Orso racimos de uvas en sazón, rojinegras, resplandecientes, y a la vez sedosas como mejillas de niño. Sus grandes ojos, dorados y asustados, parecían escaparse de la mirada curiosa de quienes la rodeaban, como ocurre con algunos animales cuando huyen entre el hayedo. Pero Orso alejó este último pensamiento y le tendió la mano. Una mano blanca y fría se apoyó en la suya, y así avanzaron juntos hasta el altar. Y la boda se celebró sin incidentes. Como cualquier otra boda, tanto de señores como de plebeyos.
Aranmanoth contempló cuanto sucedía con el mayor de los recatos. Permaneció en su acostumbrado sílencio durante largo tiempo; sus ojos buscaban, casi con desesperación, los ojos de su padre que acompañaba a Windumanoth hacia el altar. Y contempló con asombro los largos cabellos, como racimos de uvas negras, de la niña. Se conmovió al verles avanzar hacia lo que, ante sus ojos, se presentaba como una nueva y dolorosa despedida. Una despedida que él no llegaba a comprender, pero que —y esto sí lo comprendía— llenaba el aire de una delicada tristeza, parecida al sol cuando se esconde entre las montañas y sólo se escucha el sonido callado del viento en el interior de la noche. De este modo miraba Aranmanoth a su padre y a su joven esposa: conmovido y temeroso a la vez.