Authors: Ana María Matute
—Windumanoth, dime cómo es. Háblame del Sur —rogó Aranmanoth.
—El Sur —dijo Windumanoth, entrecortadamente puesto que parecía tener miedo de hablar— es un lugar cálido, donde se puede correr por el borde de la arena que corona el mar. El Sur es la tierra de los viñedos, de la alegría y de la vida. El Sur, Aranmanoth, es mi vida.
Aranmanoth sintió un leve estremecimiento, como un dolor que brotaba de su más escondida memoria, y exclamó:
—Volvamos abajo.
Y así lo hicieron. Bajaron las escaleras apresuradamente hasta llegar a la puerta del torreón. Buscaron en el cielo alguna señal que les sirviera de guía y les marcara un camino, pero no la hallaron. Tan sólo las nubes parecían saber a dónde se dirigían.
Al día siguiente la casa pareció temblar desde los cimientos de la decrépita torre hasta cada una de las estancias: se anunciaba el regreso del Señor de Lines.
Desde su cámara, antes aun de que le advirtieran de su presencia y de que debía prepararse para recibirle como debía, Aranmanoth supo que su padre había regresado. Se sintió invadido por un sentimiento en el que el miedo y el afecto se mezclaban. Era un sentimiento del que no podía desprenderse, como pesadilla que acecha el sueño.
Bajó a recibirle a las puertas de la casa. Mientras se acortaba la distancia entre su padre y él, y por encima del ruido que producía la soldadesca, Aranmanoth escuchó un clamor que se acrecentaba, contenido y oculto bajo las piedras. Sólo él podía oírlo.
Entonces fue cuando Aranmanoth vio avanzar un hombre hacia él. Al principio no le reconoció: una larga cicatriz cruzaba la mitad del rostro de tal manera que la expresión de su semblante era ahora completamente distinta. Sólo los ojos, sus grandes ojos, le miraban como antaño, si bien una profunda tristeza parecía empañar la antigua luz que los hacía inolvidables.
—Aranmanoth, Aranmanoth —fueron las únicas palabras que pronunció el Señor de Lines mientras apoyaba sus manos —de pronto pesadas, casi hirientes sobre los hombros de su hijo.
Era tan solo una cicatriz, pero para Aranmanoth fue un doloroso descubrimiento. Había algo en ella que le desvelaba la naturaleza humana, mucho más misteriosa e incomprensible de cuanto hasta entonces había creído. Aquella cicatriz dividía en dos el rostro de su padre, y las dos mitades parecían enfrentarse. Aranmanoth le amaba, y una parte de su cara le arrastraba hacia ese amor; pero también —y ahora se daba cuenta— le temía. En aquel rostro partido se leía renuncia y desesperación: acaso aquello era lo que las mujeres llamaban la tristeza. Y supo entonces que esta palabra adquiría una fuerza y un poder tan extremos que se asemejaba al que conllevan las palabras ira, miedo, o incluso odio. Al mirar a su padre se dio cuenta de que la tristeza era capaz de invadirlo todo, de permanecer suspendida en el aire y aun respirarse como se respira el olor de las cosechas, el del amanecer, o el del fuego que amenaza con arrasar y destruir cuanto halla a su paso. Ahora la mirada de su padre era también la suya, de algún modo lo era, y Aranmanoth pensó que quizá lo fuera desde el primer día de su vida, y no sólo de la suya, sino también desde el primer día de las vidas de todos aquellos que en ese momento le rodeaban. Porque Aranmanoth miró a su alrededor y encontró la tristeza en la profundidad de los ojos de todos ellos, por más que la disfrazaran con sonrisas de afecto y bienvenida.
Fue así como al abrazar a su padre, no pudo reprimir una pregunta:
—Padre, ¿por qué estás tan triste?
Orso lo apartó bruscamente, como si la pregunta de su hijo le hubiera ofendido, o incluso dolido. Y le dijo:
—Aguarda a que te llame a mi presencia.
Aranmanoth nunca había escuchado ni recibido una orden tan severa y tajante de Orso, y se retiró acongojado. En vano esperó su llamada durante todo el día. La inquietud se había apoderado de la mente del muchacho que permaneció en sus aposentos con la única compañía de Aranwin, el joven lobo que le miraba y mordía dulcemente sus ropas intentando provocar juegos y caricias. En silencio y pensativo Aranmanoth contemplaba las montañas y la belleza del bosque a través de una de las ventanas de su alcoba y se preguntaba por el origen del dolor que, en ese momento, le aprisionaba el corazón. «¿Qué es lo que ha cambiado?», se decía a sí mismo una y otra vez. Quizá la respuesta a aquella pregunta se agazapaba en las montañas dibujadas en el horizonte, o en el mismo bosque que le había dado la vida y que ahora se presentaba ante él lleno de oscuridad y de misterio. A su mente llegaron aquellas palabras que, alguna vez, en un tiempo remoto, escuchó a su madre, el hada del Manantial: «Hijo mío, no ames como aman los humanos».
Aranmanoth no llegó a recibir llamada, ni noticia alguna de su padre. Y al día siguiente supo por boca de los sirvientes que Orso había partido nuevamente hacia las tierras del Conde.
En cambio, sí recibió la llamada de Windumanoth. La encontró en su pequeño huerto, abatida y llorosa como nunca antes la viera, y rodeada por sus doncellas, que se miraban las unas a las otras, extrañadas ante la profunda tristeza de su señora. Windurnanoth las despidió al ver a Aranmanoth entrar en el huerto.
Cuando estuvieron a solas ella empezó a llorar. Pero aquel no era un llanto pequeño como el que, a veces, humedece la tierra al amanecer, sino un llanto comparable sólo a la lluvia que precede a una tormenta que, durante horas, ha estado preparándose y al fin estalla.
—Aranmanoth, hermano mío, sácame de aquí —dijo entrecortadamente.
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó él asombrado—. ¿Quién te ha hecho daño?
—Nadie me ha hecho daño —contestó Windumanoth, tan débilmente que parecía que su voz no surgiera de la garganta sino de la brisa que, en ese momento, acariciaba su rostro.
Estaban solos, muy solos, sentados en un banco de piedra junto al pozo, en el centro del huerto de Windumanoth. Y así descubrieron que las lágrimas, algunas veces, parecen brotar, al contrario de la lluvia, del más escondido corazón de la tierra. juntos, con las manos unidas, y asombrados ante sus propios sentimientos, se asomaban al mundo y lo contemplaban como quien contempla, por primera vez, los insondables misterios de una tormenta.
—No llores más —dijo Aranmanoth—. No puedo soportar tu tristeza.
—¿Tristeza es lo que siento? —preguntó Windumanoth, buscando los ojos azules del muchacho.
Y como cuando eran niños —y los dos se daban cuenta de que ya no lo eran— ella rodeó con sus brazos a Aranmanoth y le dijo con los labios pegados a su oído:
—Llévame al Sur, Aranmanoth, llévame al Sur.
—¿Dónde está? —preguntó él.
Windumanoth no supo contestar. Se quedó callada unos segundos y al fin dijo:
—No lo sé. Ya no sé dónde está el Sur. Pero lo recuerdo, y sé que existe.
Guiados por un mismo deseo, treparon nuevamente escaleras arriba hasta lo más alto de la torre desde donde se avistaban los confines de sus tierras. La torre no era más que la memoria ruinosa de un tiempo en que los de Lines se sabían amenazados y en peligro, una época en la que peleaban por mantener una libertad que, con el paso de los años, dejó paso al vasallaje y a la protección del Conde.
Windumanoth se alzó sobre sus pequeños pies y Aranmanoth advirtió que iba descalza y que sus pies eran pequeños y muy blancos, casi tanto como su rostro. El color natural de su piel, que Aranmanoth tan bien conocía, era a la vez rosa y dorado, como las uvas, y tenía su misma tersura de seda. Pero ahora las pestañas de Windumanoth brillaban inundadas de gotas de agua, como él sabía que amanecía la hierba antes de salir el sol. Y recordó aquel amanecer, cuando regresaba del bosque tras haber salvado con sus palabras y su decisión a la muchacha que iba a ser quemada en la hoguera; recordó cómo el bosque se teñía de colores dorados a medida que surgía el sol en el horizonte, y vio las gotas que olvida el rocío sobre la hierba y los helechos, y recordó también su propio llanto y las palabras del poeta a su lado. Y parecía regresar aquella insospechada fuerza, nunca antes conocida, que había brotado de su interior aquella noche.
—Aranmanoth, hermano mío, llévame al Sur —repitió Windumanoth.
De pronto, al escuchar la palabra «hermano» revivían en él las débiles palabras de la muchacha a la que salvó de la hoguera, y escuchó una voz que murmuraba en su interior: «Tal vez para esto has llegado hasta aquí, Aranmanoth ... ». Aunque no entendía cabalmente lo que esa voz le decía, ni siquiera el eco que arrastraba, lo cierto es que algo levantó su ánimo y su corazón deseaba huir de su prisión.
Y así fue como alegremente —porque la tristeza se había agazapado en algún lugar de la torre, tal vez entre las almenas vejadas por el tiempo—, Aranmanoth dijo:
—Indícame dónde está el Sur y yo te conduciré. Mientras yo viva, nadie impedirá que llegues a él.
Se acercaron aún más a las almenas y atisbaron la tierra que se extendía a su alrededor. En aquel momento Aranmanoth se dio cuenta —y ella también, puesto que lo miraba asombrada— de lo mucho que habían crecido desde la última vez que subieron a la torre. Contemplaron el mundo y sus miradas se perdían en el horizonte, deseando quizá ir más allá, más allá de cuanto habían sido sus vidas hasta aquel momento.
Un gran silencio emanaba de cuanto alcanzaban sus ojos. Era el silencio que a veces se apodera de la tierra y de las gentes que la habitan, hasta de la hierba y de las diminutas criaturas que la recorren. Era un silencio tan grande que parecía desprenderse del cielo y eternizarse o desaparecer en el parpadeo de un niño o en la irreversible soledad de la vejez y los recuerdos.
Windumanoth rompió el silencio que pareció quebrarse como el cristal. Pero no fue su voz lo que provocó el estallido, sino su brazo desnudo, que señalaba un camino confuso y oscuro. Dirigía su brazo y su mano abierta hacia algún punto remoto, más allá de los bosques que les rodeaban:
—Allí... Aranmanoth, allí está el Sur.
Una súbita alegría detuvo el temblor del miedo que antes la aprisionaba y se adueñó de los corazones de los dos muchachos que miraban extasiados hacia lo lejos, en busca del camino de sus deseos: el camino que les llevaría al Sur.
—Te doy mi palabra de guardián, y de amigo: te conduciré hasta allí —dijo Aranmanoth.
Y ninguno de los dos pensaba en aquel momento en Orso, ni en el matrimonio de Windumanoth, ni en el joven poeta de ojos negros. Ni siquiera pensaban en las mujeres que hilaban en las ruecas o en las voces y advertencias que brotaban de sus historias. Sólo eran ellos dos, de pronto libres, como si en lugar de abandonar las almenas y, corriendo, descendieran las escaleras de la torre, hubieran podido navegar sobre el aire y la luz que les empujaba.
Aquel mismo día llegaron los vencejos y las golondrinas. Todo el aire se llenó de gritos, de una alegría, quizá imperceptible para muchos, pero no para Aranmanoth. Él era capaz de comprender el lenguaje de los pájaros, y ahora el cielo se llenaba de mensajes que él recogía y descifraba naturalmente. En aquel momento, la alegría lo era todo: el olor del aire, los ruidos de la casa, la voz de los sirvientes, los aullidos de Aranwin, e incluso los humos y olores de la cocina y las risas de las campesinas que llevaban pan a los hombres que trabajaban los campos.
Todas las cosas que hasta aquel momento parecían cotidianas y vulgares se transformaban en alegría. La tristeza se ovillaba en un rincón; se agazapaba, acaso dormitaba, pero no moría. Aranmanoth se había olvidado de ella y le alegraba cada paso que daban sus pies, y de cada grito, de cada voz que percibían sus oídos, y de cada nube que, por pequeña que fuera, cruzaba el cielo.
Así, poco después, solo, silenciosamente, hurtándose de toda mirada, Aranmanoth trepó de nuevo a la torre. Asomó sus ojos hacia el mundo ——o hacia lo que a él le parecía que era el mundo— y centró su mirada en aquel punto que, sobre bosques y montañas, suponía que se abría la ruta hacia el Sur.
De regreso a su cámara repasó mentalmente cuanto, a su juicio, podrían necesitar en su viaje. Necesitaban, ¿qué necesitaban? No lo sabía. Para sí mismo pocas cosas, pero ¿y para ella?
Windumanoth se sentía tan confusa y excitada como él.
—¿Qué necesitamos? —preguntó.
—Nuestras cosas —contestó Aranmanoth dubitativo—. Nuestras cosas somos nosotros dos. No necesitamos nada más.
—Bien —dijo Windumanoth—. Entonces debemos apresurarnos.
Por la abierta y estrecha ventana de la gran sala en~ traba ahora un frío húmedo, y la luz parecía estremecerse y estremecer cuanto iluminaba.
—Va a estallar una tormenta —dijo Windumanoth.
Y apenas pronunció estas palabras, un trueno cruzó el firmamento como un ave inmensa, v detrás, el relámpago rasgó el cielo que, hasta hacía pocos minutos, parecía tan plácidamente extendido sobre ellos.
—Tendremos que aguardar a que se aleje —dijo Aranmanoth.
Y tan bruscamente como el trueno y el relámpago habían surgido en el cielo, su alegría iba desfalleciendo, como los tallos que se doblaban bajo el azote furioso de la lluvia.
Se repitió el relámpago y, al verlo, Aranmanoth recordó la cicatriz que cruzaba el rostro —antes tan bello— de su padre y se dijo que lo partía del mismo modo que el rayo partía ahora el resplandor del cielo, antes tan apacible.
Se aproximó más a la ventana y, a través de la lluvia, vio que del cielo bajaban afiladas lanzas que se clavaban en la tierra. En ese momento descubrió al viejo mayordomo que, sin apenas expresión en la cara, les espiaba desde el huerto de Windumanoth.
Nadie podía entrar en aquel recinto sin el permiso de la muchacha y, sin embargo, Aranmanoth pudo vislumbrar el rostro casi pétreo de aquel hombre y sus ojos grises y brillantes como la escarcha que rodea los senderos invernales.
—Ahí hay alguien mirándonos —murmuró más para sí mismo que para ella.
Windumanoth asintió con la cabeza y dijo:
—Sí, ese hombre nos mira desde el día en que llegué a esta casa.
En ese momento, el trueno rodaba de nuevo de un lado a otro del cielo.
—Los bosques estarán inundados y será casi imposible atravesarlos —dijo Aranmanoth.
Una nueva inquietud se abría paso al tiempo que los relámpagos estallaban en el cielo.
—Sí —dijo ella—. Debemos esperar a que el sol luzca de nuevo.
Y sintieron un raro alivio, un ambiguo sentimiento de espera, acaso de esperanza. Lo que sí sabían, y con certeza, era que cuando al fin emprendieran el viaje, si es que la tormenta se lo permitía, deberían hacerlo a escondidas, sin dejar rastro, ni huellas. Nadie, excepto Orso, a quien inocentemente creían de su lado, podía conocer su partida.