Authors: Ana María Matute
Windumanoth enlazó su mano con la de él y dijo:
—Yo sí conocía esa palabra porque, ¿sabes?, la nostalgia no es únicamente regresar al bosque y a su hayedo, o a los colores de las palabras. Ni siquiera es el anhelo de retornar a nuestros primeros días en el otoño. La nostalgia es también el tiempo de mi infancia en el Sur, entre los viñedos y los olivos. Es el aroma del mar. ¡Ay, Aranmanoth!, tengo nostalgia del Sur. Quiero regresar al Sur.
Aranmanoth agachó levemente la cabeza tras escuchar a Windumanoth, como si no deseara seguir mirando las palabras que las hojas de los árboles dibujaban al caer:
—Cuando venga mi padre se lo diremos. Seguramente te complacerá y te permitirá regresar a tu tierra.
—Pero tú vendrás conmigo, ¿no? Quiero enseñarte todos los secretos de mi país, como tú me has enseñado los del tuyo.
Aranmanoth alzó la cabeza, miró a Windumanoth, le sonrió dulcemente y dijo:
—Pues así se lo diremos a mi padre. Él es bueno y, además, me ha nombrado tu guardián.
El invierno avanzaba. Nadie podía salir de su guarida sin sentir la crueldad que acompaña a quienes no tienen donde cobijarse.
Aunque no lo sabían, Aranmanoth y Windumanoth habían crecido. En ocasiones, ni siquiera la memoria de los humanos o su proceder se corresponden con la edad que les adjudican los manipuladores del tiempo. De este modo, ambos conservaban aún la ignorancia de su primera edad.
Una mañana, como otras veces corrieron a refugiarse, en la estancia de las mujeres que hilaban y conversaban. Pero esta vez, al verles llegar, éstas cesaron en sus conversaciones, se levantaron y se inclinaron ante ellos.
—¿Qué pasa? —preguntó Windumanoth intimidada ante tal comportamiento—. ¿Qué es lo que ocurre?
Y corrió hacia la de más edad, que siempre fue su preferida, quien más acariciaba sus cabellos y más historias contaba. En realidad, Windumanoth buscaba sin saberlo el calor de la nodriza.
La mujer se desprendió de su abrazo y exclamó:
—Señora, comportaos. Ya no sois una niña.
Desconcertados, Aranmanoth y Windurnanoth, como habían hecho hasta entonces, se sentaron entre ellas frente al fuego. Pero las mujeres continuaron hilando en silencio.
Aranmanoth habló:
—¿Qué es lo que os ha convertido en mudas cuando antes erais parlanchinas y contabais fábulas y cuentos que me deleitaban? Decidme, vosotras sois las mismas mujeres de antes, y yo soy el mismo Aranmanoth. ¿Qué ha pasado?
Las mujeres se miraron unas a otras. Y al fin, la más anciana de todas ellas, la que hacía un instante había rechazado el abrazo de Windumanoth, dijo:
—Aranmanoth, Aranmanoth... ¿No te has dado cuenta del paso del tiempo?
Pero Aranmanoth no supo qué contestar.
—Está bien, queridos niños, si así lo deseáis... Sentáos aquí. Intentaremos complaceros.
Y así lo hicieron, pero al cabo de un rato, Aranmanoth y Windumanoth se dieron cuenta de que algo que no llegaban a comprender había cambiado de un modo repentino. Se miraron a los ojos y sintieron que aquellas historias ya no captaban su interés como lo hacían antes, que aquellas voces no les conducían a lugares remotos y desconocidos ni las sentían a su alrededor anunciando secretos e imposibles. En realidad, se dieron cuenta de que tan sólo tenían ojos el uno para el otro.
Cuando horas más tarde, intentaban dormir, manadas de lobos hambrientos bajaron a los poblados, aldeas y burgos. Sus aullidos llegaban hasta sus ventanas. Entonces, Windumanoth y Aranmanoth pensaban que, quizá, si pudieran estar juntos y abrazados, los lobos y el miedo se alejarían. Sin embargo, el miedo iba poco a poco tomando la forma de aquellos largos y pavorosos aullidos, e iba adueñándose de sus corazones.
Mientras tanto, el viejo mayordomo del Señor de Lines contemplaba la noche y su misterio a través de la ventana de su alcoba. Su mirada parecía perdida en el infinito, sin brillo y sin vida; eran tan sólo unos ojos cubiertos por la escarcha que se adentraban, a través de un cristal, en el silencio de la noche. Un silencio únicamente interrumpido por los aullidos de los lobos que parecían acercarse lentamente.
A la mañana siguiente, Aranamanoth y Windumanoth se levantaron muy temprano:
—Niña —dijo Aranmanoth, quien, en ocasiones, la llamaba asi—, vamos al fuego de la gran sala, antes de que se levanten las sirvientas y mayordomos. De este modo, podremos conversar sin que nadie nos oiga.
Se instalaron en la sala donde, únicamente, despedían calor los restos de los grandes troncos reducidos ya a brasas. Sin embargo, para ellos eran piedras preciosas, porque sabían que muy pronto desaparecerían entre la ceniza. Acercaban las manos al calor para aventar el frío y, al fin, Windumanoth dijo:
—Aranmanoth, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué las mujeres, que tan buenas y cariñosas se mostraban con nosotros, ahora se inclinan ante nosotros? ¿Por qué sus historias ahora no significan nada?
—Tampoco yo lo entiendo.
Una invisible serpiente parecía reptar en el pensamiento de Aranmanoth. La amenaza de que algo, o alguien, terminara enroscándose en su corazón le rondaba como un mal sueño.
—Creo que, tal vez, las historias que cuentan las mujeres ya no nos dicen nada porque hemos dejado de ser los que éramos.
Y entonces, tras las palabras de Aranmanoth, se miraron a los ojos y supieron que algo había cambiado en sus vidas: algo sutil, casi inapreciable, pero cierto.
Continuó Aranmanoth:
—Jamás pensé que pudieras convertirte en la muchacha más hermosa que vieron mis ojos.
Aranmanoth se oyó a sí mismo pronunciar estas palabras con una voz tan temblorosa que parecía esconderse entre su mismo sonido.
—Ni yo pensé jamás que algún hombre pudiera ser tan bello como tú —respondió Windumanoth con tal suavidad que parecía que aquellas palabras apenas rozaran sus oídos.
Por primera vez desde que se conocían, no se abrazaron ni se besaron con la alegría y la naturalidad de antaño. Quedaron uno frente al otro' sintiendo que una larga e inquietante pregunta aleteaba entre los dos.
Pero Aranmanoth y Windumanoth no abandonaron sus costumbres. Todas las tardes —y eran tardes que solían prolongarse hasta bien entrada la noche— se reunían con las mujeres junto al fuego. Así creían recuperar poco a poco sus consejas y sus cuentos, como un intento desesperado de recobrar un tiempo definitivamente perdido.
—Dama Erica —decía Windumanoth con su tono más persuasivo—, cuéntanos otra vez la historia de Los dos hermanos.
La dama se hacía de rogar, pero al final la volvía a contar. Y aquella historia de los dos hermanos perdidos en el bosque que tanto les maravillaba cuando eran niños, de pronto, les parecía carente de sentido. Y así ocurría con cuantos relatos o fábulas contaban las mujeres tras las súplicas de los muchachos. Cuanto más se esforzaban ellas en contarlas, menos atractivas, 0 quizá, demasiado conocidas les parecían a ellos.
Anhelaban voces nuevas, historias nuevas, sonidos y silencios nuevos, puesto que en sus mentes —y también en sus corazones— comenzaban a habitar y a crecer deseos que escapaban a su control y a su entendimiento.
Hasta que un suceso cambió la rutina diaria. Un joven de largos cabellos y ojos negros llegó a la casa una fría y oscura tarde pidiendo cobijo. El viento helado golpeaba con fuerza las ventanas de todas las estancias. Aranmanoth y Windumanoth contemplaban desde la gran sala el sorprendente brillo del bosque, a quien el duro y cruel invierno no parecía ensombrecer. De pronto se sobresaltaron, puesto que escucharon unos insistentes golpes que parecían provenir de la puerta de entrada. Las sirvientas se apresuraron a abrir y allí encontraron a un hombre joven, y muy bello a pesar de su aspecto descuidado, que suplicaba refugio ante la tormenta de nieve que se avecinaba.
El hombre llevaba un instrumento musical que nadie había visto antes en aquellas tierras. Lo colocaba en su regazo y hacía vibrar sus cuerdas con dedos tan expertos que su música despertaba lo más escondido de la piel de quienes lo escuchaban.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó Aranmanoth cuando aquel muchacho se tomó un respiro y bebió el vaso de vino que le ofrecieron las sirvientas.
—Me llamo un nombre distinto allá donde voy —contestó tras secarse con el dorso de la mano los labios mojados en un ademán que no estaba bien visto entre los moradores de la casa.
—¿Por qué? —preguntó Windumanoth.
—Porque yo soy aquello que las gentes sueñan, o desean, o recuerdan. Por eso, allí donde voy, recibo un nombre distinto.
—¿Y aquí qué nombre traes? —le preguntaron los muchachos al unísono.
—Aún no lo sé —dijo el muchacho tras una pequeña vacilación—. La verdad —y sonrió con ligera picardía— es que no lo sé, aunque si lo supiera no lo diría. Si os sirve de algo, os diré que podréis llamarme el poeta.
Al oír aquello, Windumanoth se levantó de su asiento y salió rápidamente de la estancia.
Aranmanoth corrió tras ella. Sujetándola por el brazo y lleno de angustia le preguntó:
—¿Qué es lo que te ha ofendido? Dímelo y lo repararé con la espada.
—No se trata de ofensas, ni de espadas —contestó ella. De pronto, sus ojos se llenaron de lágrimas—. Es un presentimiento.
Desasiéndose de su brazo Windumanoth corrió hacia su dormitorio. Y por primera vez, Aranmanoth ni siquiera intentó seguirla.
Ante la incómoda situación que se había creado, y tras descansar un rato más, el joven poeta se fue, no sin antes anunciar que regresaría en primavera.
Aranmanoth se retiró a su habitación y se tendió en el lecho. Lentamente fue repasando su vida. Aquella vida que parecía haberse sumergido en el devenir cotidiano y pacífico de su casa. Al mismo tiempo, a su memoria llegaban imágenes que le aterrorizaban al devolverle a los primeros pasos de su existencia: Eran las voces que hablaban de niños sagrados, sacrificados, salvadores... Alguien le mecía en sus brazos y, aunque se encontraba bajo una cortina de agua, tenía sed.
A escondidas, a veces, Aranmanoth jugaba a ser otro. No lograba entender muy bien de qué o de quién se ocultaba, pero aquellos juegos le resultaban placenteros y excitantes. La curiosidad despertaba lentamente en él, aunque no acertaba a definirla, ni mucho menos a satisfacerla.
Estando inmerso en estos juegos, Aranmanoth oyó un día la voz de su madre. Y pudo verla, casi transparente, en el interior de la cascada imaginada. Aquella imagen iba y venía, como su mismo recuerdo, como casi todos los recuerdos de la infancia.
—Hijo mío —murmuraba la silueta casi diluida en el agua—. Tú eres Aranmanoth, Mes de las Espigas, porque en ese mes fuiste engendrado. Y es el mismo mes en que voy a desaparecer yo. Hace muchos años cometí una grave ofensa a mi especie: amé a un hombre, una criatura humana. Un hada no puede permitirse esos caprichos. A lo largo de todo este tiempo he intentado recobrar los atributos de mi condición, pero no me ha sido posible, y el plazo de mi vida se acaba. Muy pronto te enviaré al que te engendró en mí. Espero que él se apiade de ti más de lo que los de mi especie se han apiadado de mí. Soy tu madre y bien sé que no te será fácil vivir entre dos mundos. Aún eres muy joven, casi un niño, y antes de que yo me vaya para siempre, escucha cuanto debo legarte: Aranmanoth, no ames como aman los humanos. Por tu media naturaleza será fácil que caigas en sus redes, pero no lo olvides: no ames como los humanos, hijo mío...
Ahí la voz y el recuerdo se extinguían y, con ellos, la silueta casi transparente de su madre. Aranmanoth no acababa de entender el consejo del hada, y todo en él eran dudas y preguntas a las que nadie podía responder. No conocía bien el significado de la palabra amor. La había escuchado alguna vez de los labios de las mujeres y también en las canciones de aquel poeta que pasó por su casa una tarde, pero el muchacho sólo reconocía la belleza y la emoción que parecía contener y transmitir cuando se pronunciaba. Para Aranmanoth el amor era un enorme misterio que, en aquel momento, tras las palabras de su madre, cobraba vida y se acercaba como una sombra amenazante.
El muchacho siguió recordando. Su memoria se alzaba como un jardín frondoso donde se veía a sí mismo: un niño inocente, de largos cabellos del color de la paja que se trenzaban en las puntas recordando a las espigas. Y se vio entonces conducido por un hombre desconocido, un hombre viejo con aspecto de campesino, que le llevaba de la mano hasta la misma puerta de la casa de Orso, su padre y Señor de Lines.
Y escuchó cómo el campesino le decía a Orso:
—Éste es tu hijo, engendrado en el Mes de las Espigas. Por tanto, su nombre es Aranmanoth. Éste es el niño que te va a redimir de todos tus errores, de todas tus crueldades, de todos tus olvidos.
Aranmanoth también guardaba en su memoria el momento en el que, por vez primera, vio el rostro joven .y afable, casi adolescente de su padre. Era un hombre asustado a quien no acudían las palabras. La admiración y el afecto se adueñaban de Aranmanoth cuando rememoraba el tiempo en que Orso le llevaba de la mano y le relataba que él era el único fruto de un encuentro misterioso y casi intangible, como suelen ser los encuentros con los sueños y los deseos. Orso hablaba de ello como si hablara de la felicidad perdida.
Pero llegó un día en que la memoria se transformó en imaginación, y Aranmanoth casi no podía recordar aquellos tiempos. La evocación de las criaturas y las voces del bosque, las palabras de su madre, y también los susurros de las mujeres junto al fuego se precipitaban en su mente impidiéndole saber quién era y a dónde iba. Entonces recordaba, o imaginaba, a Orso, su padre, que le cogía en brazos, le besaba y le decía al oído: «Hijo mío, hijo mío ... ».
Tal como había prometido el poeta —aquel que tomaba su nombre según era la tierra y el momento en que la pisaba— volvió con la primavera.
Aranmanoth y Windumanoth le recibieron con gran alegría. De nuevo escucharon sus canciones acompañadas del tañer de las cuerdas de aquel extraño instrumento. El poeta hablaba del amor y del dolor que lo acompaña. Eran canciones hermosas que mantenían absortos a los muchachos, pero, como la luz de una vela que se apaga, sus miradas se ensombrecían a la vez que la canción se acercaba al final.
Un día, estando a solas con el poeta, Aranmanoth le preguntó:
—¿Qué es el corazón que, a veces, tanto duele?
—El corazón es eso que tenemos dentro y que la emprende a patadas, o simula paz, o llena de frío o calor nuestra naturaleza. El corazón, Aranmanoth, es el gran depredador.