Authors: Ana María Matute
Aquella noche, en lugar de yacer los esposos en el lecho común, cada uno se retiró a sus aposentos, y la velada pasó en soledad para ambos, como cualquier otra de sus vidas. Era lo convenido y, por tanto, nadie se extrañó ni comentó esta circunstancia.
A la mañana siguiente Orso despertó a Aranmanoth, contra la costumbre, puesto que era Aranmanoth el encargado de despertarle a él. El niño se sobresaltó cuando vio a Orso en sus aposentos, se incorporó y miró atentamente el rostro inquieto y preocupado de su padre.
—Hijo mío —le dijo, poniendo ambas manos en sus hombros—. Escucha bien cuanto he de decirte.
Aranmanoth asintió en silencio.
—Te amo como jamás he amado a criatura alguna, y sé que soy correspondido... Pues bien, atiende a cuanto te digo: de ahora en adelante, y mientras yo esté ausente de estas tierras —y te advierto que será durante mucho tiempo— cumpliendo las órdenes de mi señor, el Conde, deberás ser el guardián de mi joven esposa y su protector más escrupuloso. Atenderás cuanto ella solicite, vigilarás y aun pelearás para que nadie abuse de sus pocos años. Y procurarás que no se entristezca, ni añore las tierras y las gentes de allí donde procede. Inventa para ella juegos, fiestas y todo cuanto se te ocurra, con tal de que no se sienta sola ni perdida. Sólo tiene nueve años. Y tú —añadió con una sonrisa mientras acariciaba sus cabellos dorados de largas espigas—, tú eres un niño también y podrás entender esta encomienda mejor que nadie.
Bruscamente se separó de él. Requirió sus armas, su caballo y sus hombres, y se alejó, quién sabe por cuánto tiempo, de las tierras de Lines.
La pequeña esposa no conoció la partida de Orso hasta muy entrada ya la mañana. Se desperezaba con el sol muy mediado en el cielo y aún se resentía de la vigilia. Durante el banquete nocturno, que se prolongó casi hasta la madrugada, ella hubo de presidir junto a su esposo la poca mesura que los invitados mostraban ante la comida y, sobre todo, bebida. Sin embargo, Windumanoth estaba acostumbrada a estos excesos en su propia casa, si no como partícipe de ellos, sí como curiosa niña, escondida entre tapices. Así que no sólo no le asustaban, sino que, incluso, la regocijaban internamente puesto que, en especial los hombres que abusaban de la bebida le recordaban a las gentes de su tierra. Y su tierra comprendía también el amor a su padre, a sus cinco hermanos y a sus dos hermanas.
Las dos hermanas de Windumanoth eran quienes la llevaban a escondidas, junto a alguna otra dama, a contemplar tras los tapices o ventanas tamaños regocijos, y luego las oía decir: «Es muy aleccionador ver así a los hombres y comprobar cuáles son sus debilidades, y aprender tanto de cuanto estamos viendo y oyendo».
Y entre risas sofocadas, y confiándose unas a otras innumerables secretos, retornaban luego a sus alcobas, poseedoras, al parecer, del más preciado y escondido misterio del mundo. Al menos, así lo pensaba la niña. Ella era demasiado pequeña para participar cabalmente de estas cosas y, un día, mientras su hermana mayor, la queridísima Liliana, la recostaba y abrigaba en el lecho que compartían, le preguntó:
—¿Cuáles son los secretos de que habláis y que a mí no me es permitido escuchar? Yo soy, o seré, también, una mujer, y quiero saber cómo he de defenderme de los hombres.
Liliana la miró con asombro y quizá también con temor. Desde muy pequeña, la menor de las tres hermanas había mostrado ya una curiosidad irresistible ante todo lo que la rodeaba. Parecía que quisiera apresar en el fondo de sus ojos toda la vida que sucedía en torno a ella y hacerla suya, por más que aún no pudiera comprender los gestos y comportamientos de los adultos. Todos en su familia recordaban que las primeras palabras que la niña pronunció venían envueltas en interrogantes que provocaban asombro y admiración en quienes la escuchaban. Un asombro que después se transformaba en silencio puesto que nadie sabía qué responder para calmar una curiosidad que brillaba como brilla el fuego de una hoguera en la noche.
—Hermanita, no pienses aún en esas cosas... —dijo Liliana—. Cuando cumplas la edad pertinente lo entenderás todo.
Acarició sus cabellos y añadió, con una sonrisa que no parecía alegre, pero tampoco triste:
—Lo que has visto no significa que tengas que defenderte de los hombres. Ellos no son peores que cualquier otra criatura, como, por ejemplo, perros, pájaros o gatitos... Pero has de saber cuidarte de sus zarpazos, o picotazos, o mordiscos, y para ello es preciso conocer sus costumbres... Porque ellos han sido creados y educados para otras cosas, y no tienen gran entendimiento, al menos, hacia lo que nosotras sabemos. Por eso, digámoslo de una vez, lo que estamos haciendo únicamente es llevar a cabo otro aprendizaje paralelo al suyo, con distintas armas y otros medios para hacer posible nuestra convivencia.
Liliana fue desposada, poco tiempo después, con un joven conde de las tierras de Nores. Partió del castillo y Windumanoth no volvió a saber de ella, por más que cada mañana la niña lanzara al aire una paloma mensajera que, entre las dos, habían cuidado, con la esperanza de que trajera noticias de su hermana. Pero la paloma regresaba siempre sin noticia alguna de Liliana, ni de nadie, ni de nada, excepto de su voraz apetito.
Su otra hermana, Sira, era menuda y menos bella que Liliana. Unidas ambas circunstancias a que su dote era escasa, finalmente fue internada en el monasterio de las Damas Grises, y Windumanoth tampoco volvió a saber de ella.
Poco después, su padre le anunció que iba a casarla con un señor muy relevante, rico y hermoso, aunque considerablemente mayor que ella. «Pero no sólo en edad —recalcó—, sino también en fortuna y alcurnia.»
—Es un gran señor y habita en el Norte. Por lo que habrás de acostumbrarte a otra forma de vivir y proceder. ¡Ay, hija mía! —se explayó al fin, puesto que era hombre de cálidos sentimientos, aunque reprimidos, y mostraba una notoria predilección por aquella niña—, he de decirte algo, porque si no abro mi corazón a tus inocentes oídos a nadie podré transmitir lo que guardo en él.
Y entonces, y como si no estuviera escuchándole una niña, sino tal vez todo su pasado, como un paisaje o tapiz extendido en su memoria, como quien cuenta una leyenda, o un deseo, o algo que ha ocurrido pero que no hemos sabido entender, le contó:
—He tenido cinco hijos varones, y no me quejo de ellos, pues otros conozco mucho peores. El que más o el que menos es robusto, aceptablemente valiente y mode~ radamente insensato. Pero he tenido tres hijas, y ellas, mal que me pese y no sea bien visto, lo cierto es que ganaron mi corazón. La mayor, mi queridísima Liliana —y aquí una lágrima inoportuna y delatora asomó a su ojo derecho, aunque no llegó a fluir— era alegre, robusta y llena de energía. Acaso un poquito excesiva, tanto en carácter como en temperamento, pero jamás hubo otra muchacha más llena de vida en toda la tierra que alcancen mis ojos. ¡Ah, sí, mi hija Líliana hubiera podido ser el mejor de mis caballeros ... ! Pero nació mujer y hubo que reprimir sus dotes, su fuerza y su inteligencia. Despertaba temor entre sus posibles pretendientes puesto que no era una doncella como las que estaban acostumbrados a tratar. Sin embargo, un día, el conde de Nores, un joven respetable v honrado, la vio y se prendó de ella. No era mal partido, y más aún teniendo en cuenta la escasa dote de Liliana, así que la casé con él. Sé que tu hermana lloró durante toda aquella noche en que le comuniqué mi decisión, pero creo que ésa fue la última vez que lo hizo. Y yo también he llorado a veces, porque, al salir de cacería por nuestras tierras, echo de menos su alta e imponente silueta en lo alto del torreón diciéndonos adiós y deseándonos suerte. Y en cuanto a Sira, mi segunda hija, poco futuro le aguardaba. Además de menuda y poco agraciada, había aprendido a leer y a escribir, y esto la convertía en una contestona bastante irascible y molesta. Nunca hubiera podido casarla correctamente, así que decidí ingresarla en el convento de las Damas Grises, donde, a buen seguro, llegará a convertirse en abadesa con el tiempo. Y ahora te toca a ti, mi preciosa hijita, la más querida. Dicen las malas lenguas que eres mi preferida porque al nacer tú, tu madre murió, y por ello he volcado toda mi ternura en tu persona. Las peores lenguas van mucho más lejos y aseguran que, gracias a ti, me libré de aquella arpía que fue tu madre, quien de entre todas las mujeres fue la más insidiosa, viperina, mordaz, egoísta, vanidosa y cruel de cuantas conocí. En suma, la máxima expresión de lo que puede significar la palabra insoportable.
Estas últimas confidencias no fueron pronunciadas por el padre de Windumanoth, tan sólo estaban escritas en su mente, en su memoria y en su rencor.
La niña contemplaba y escuchaba a su padre con gran atención. No llegaba a comprender la importancia de sus palabras, pero algo parecido a las nubes negras que esconden el sol y amenazan tormenta se había apoderado ya de sus hermosos ojos y —cómo no— de su corazón.
El padre de Windumanoth continuó hablando:
—Ahora, hija mía, partirás hacia el señorío de Lines, hacia el Norte. Allí te espera una nueva vida entre nuevas gentes que, de verdad lo espero, sabrán hacerte feliz.
Entonces levantó su mano al cielo, con el dedo índice enhiesto, y añadió:
—No me defraudes —y suspiró emocionado—. Ahora te entrego este anillo, el último de los tres que destiné a mis hijas. Tómalo, guárdalo y llévalo siempre contigo y, si algún día te hallas en un apuro y me necesitas, envíamelo y acudiré en tu ayuda.
Entregó el anillo a su hija —era un simple aro de oro sin adorno alguno—, pero no le explicó de qué manera, si es que llegaba el caso anunciado, podría la niña hacérselo llegar. Olvidos así eran frecuentes en aquellas tierras y entre tales gentes.
Cuando Windumanoth se levantó de la cama, su doncella le comunicó que el señor había partido. Había dejado una misiva para ella en manos de Aranmanoth, quien aguardaba a que ésta lo recibiera.
Una mezcla de pena por la partida de su esposo —a quien veía como un amigo en aquella tierra— y un pequeno e inconfesable alivio por hallarse libre de su presencia, se apoderó de ella sin saber si lo que sentía en aquel instante era temor o, simplemente, confusión.
Las dos muchachas dedicadas a su cuidado la bañaron, peinaron sus cabellos y la vistieron. Y mientras la acicalaban, ella miraba hacia las ventanas de sus aposentos, que daban a un hermoso huerto con un pozo en el centro. Las doncellas, que eran muy parlanchinas, le iban explicando:
—Señora, el huerto que hay más allá de estas ventanas es de tu pertenencia. Nadie puede penetrar ni hacer nada en él, ni siquiera los encargados de su cuidado, sin tu consentimiento. Claro que nosotras estamos liberadas de esta prohibición, siempre que tú lo permitas.
En aquel momento Windurnanoth estaba demasiado absorta en la contemplación de algo que estallaba en el alféizar de una de sus ventanas. Asi que se encogió de hombros, como si ninguna de esas cosas le importara, excepto aquella contemplación. Las doncellas se miraron la una a la otra, comprendieron que era el momento de dejarla sola y se retiraron.
Lo que llamaba la atención de Windumanoth era simplemente la luz. La luz de un otoño que hermanaba su niñez con la luz de la vendimia, allá en el Sur. Era una luz espesa, como miel, pero también invadida por un rojo encendido, como si en vez de en la mañana se hallase en el atardecer. Corrió entonces para asomarse a la ventana y vio, más allá del huerto y del pozo que se alzaba en su centro, la espesura de los bosques, su irresistible resplandor, la oscuridad luminosa de sus íntimos recintos. Los bosques de su tierra —los escasos bosques de su tierra— eran espaciados y dejaban entrar al sol libremente puesto que los claros abundaban en su interior. En cambio, aquí los árboles se enlazaban como muralla infranqueable. Y por primera vez, sintió verdadero miedo. La luz que la había atrapado hacía apenas un instante la conducía ahora a la contemplación de la oscuridad que nacía de aquellos bosques, como si anunciara la posesión de grandes y ocultos misterios en su interior. Windumanoth sentía terror de lo que sus ojos contemplaban y, más aún, de lo que imaginaba.
Abrió la puerta de su estancia y llamó a grandes voces a sus doncellas. Fue entonces cuando vio ante ella al joven Aranmanoth. Su sola presencia detuvo sus gritos y, de pronto, se sintió reconfortada.
—Ay, querido Aranmanoth —dijo intentando sonreír—. Me siento muy extraña en este lugar... Entra en mi cámara, te lo ruego, y hablemos un poco. Hablemos porque sé que traes una misiva para mí. Y porque eres mi guardián y también mi amigo.
Aranmanoth llevaba un cestillo en el brazo y parecía bastante confuso:
—Señora —dijo—, no sé si se puede definir como una misiva..., aunque yo, quizá, entienda su significado.
—¿Qué es? —se interesó entonces ella. Y se precipitó hacia el cestillo, lo abrió y de él surgió un pequeño cachorro, tan pequeno que parecía recién nacido. Con un grito de alegría lo tomó en sus brazos y le prodigó caricias. Luego lo dejó en el suelo para contemplar cómo retozaba de aquí para allá, torpe y deliciosamente, sobre sus cortas patitas.
Los dos muchachos estuvieron largo rato jugando con el cachorro, mezclando risas, comentarios y exclamaciones, hasta que la barrera de protocolos que les separaba iba desapareciendo. Y, al poco, eran sólo un niño y una niña que se divertían con un animal.
—Dime —dijo, al fin, Windumanoth sentándose en el suelo y recogiéndose los rizos que, entre juegos, se habían desparramado por su frente—, ¿de qué raza es este cachorrillo?
—Es un lobo —dijo plácidamente Aranmanoth—. Mi padre cazó a su madre que, según dicen, era de la raza más depredadora de estas tierras, pero sintió lástima de su cachorro y lo guardó para que fuera mi juguete..., en tanto no se convierta en un peligro.
Y añadió bajando la voz, en tono confidencial:
—Pero yo creo, por la experiencia que tengo en estas cosas y que a nadie, excepto a ti revelo, que si se encuentra amado y bien tratado, esa peligrosidad no llegará a manifestarse nunca. Aunque, claro está, llegado a cierta edad es más aconsejable devolverlo al bosque y a sus semejantes para que no se sienta extraño, ni él sienta extraños a cuantos le rodean.
Windumanoth abrazó al pequeño lobo, le besó las orejas, acarició sus pequeñas garras y dijo:
—Pues así lo haremos, Aranmanoth. Porque nadie que ama y es amado deberá ser apartado de su entorno. Así pues, cuando llegue el momento en que el lobo desee reunirse con los suyos, nosotros le ayudaremos en su regreso y le aplaudiremos. Pero, mientras tanto, ¿cómo le llamaremos?