Authors: Ana María Matute
Se quedaron en silencio, pensativos, buscando dentro de sí el nombre apropiado para el cachorro. Al fin decidieron que lo llamarían Aranwin, puesto que era el principio de sus dos nombres. Y Windumanoth dijo, poniéndose en pie, como quien va a comunicar algo de gran importancia:
—Desde ahora todo lo vamos a compartir porque... —y se interrumpió, pensativa—, ¿acaso no somos como hermano y hermana?
Aranmanoth no supo qué decir, permaneció callado durante un instante y finalmente dijo:
—Creoque sí: como hermanos.
Puesto que Aranmanoth no tenía hermanos, él no llegaba a comprender cuál era el íntimo significado de aquella palabra. Acaso su divina naturaleza, la mitad humana, la mitad mágica se lo impedía.
—Me gustaría conocer esta tierra —dijo Windumanoth, mirando nuevamente hacia una de las ventanas de su alcoba—. Me parece muy distinta de aquella de donde vengo. Esta mañana, cuando las doncellas me vestían, he visto una luz muy especial. Era como un resplandor que parecía que me hablara con palabras que no he llegado a comprender del todo. Podríamos salir de la casa, y ver cómo es aquí la vida.
Salieron corriendo de la estancia, cogidos de la mano, como verdaderos niños que eran, curiosos y alegres, ante un juego nuevo aún por estrenar. Y el pequeño Aranwin fue tras ellos corriendo sobre sus cortas patitas, las orejas enhiestas y los ojos brillantes.
Y de este modo les seguiría siempre, en sus juegos, en sus conversaciones y en su intimidad, cuando en invierno, junto al fuego, se confiaban uno a otro sin temor ni recelo cuanto descubrían o extrañaban. Porque eran niños todavía.
Aún no había llegado el invierno cuando, una mañana en la que el cielo y el viento parecían haberse puesto de acuerdo para envolver la tierra de misterio y de belleza, Aranmanoth y Windumanoth salieron de la casa y descendieron hasta el huerto de la niña, el que se abría bajo sus ventanas.
—No puedo entrar aquí sin tu permiso —dijo Aranmanoth.
Windumanoth sonrió, un tanto sorprendida, y dijo:
—Lo tienes desde ahora... ¿Cómo podría conocer este huerto sin ti?
Y así empujaron la verja y entraron. Era un huerto pequeño y triangular, bordeado de árboles altos y muy juntos, que parecían formar una valla. Eran árboles olorosos, de tono dorado, que el sol encendía como lámparas. Windumanoth dijo:
—¿Qué clase de árboles son éstos que nunca había visto antes?
—Son álamos —dijo él—, y suelen acompañar el curso de los ríos.
Entonces Windumanoth se dirigió hacia el pozo. Lo miró atentamente y se asomó, temerosa y curiosa a la vez, como si buscara en su interior un camino que les condujera hacia un tiempo remoto y temiera encontrarlo en la oscuridad, en aquel lejano fluir de agua que, desde el fondo de la tierra, llegaba hasta sus oídos.
Windumanoth volvió sus ojos hacia Aranmanoth que la miraba como si comprendiera cada uno de sus pensamientos, cada deseo y cada silencio, Windumanoth. dijo:
—No hay flores ntre apenada y sorprendida.
—Se han retirado —dijo él—. Ya volverán.
Se sentaron junto al pozo y jugaron con Aranwin, que les mordía dulcemente, y corría y saltaba a su alrededor. Pero al cabo de un rato, Windumanoth dijo:
—Aranmanoth, llévame hasta el bosque. En mi tierra no existen bosques como los que rodean esta casa, y quiero conocerlos... Una vez fui hasta allí en tu busca, porque sabía que te encontraría. Pero sin ti no tengo valor para volver.
Aranmanoth se sorprendió, aunque también se alegró, al escuchar las palabras de la niña, y dijo:
—El bosque es como mi otra casa, y será para mí una gran alegría enseñarte todos sus secretos... —y añadió un tanto confuso—: Por lo menos, los que yo conozco.
—¿Tiene secretos? —preguntó ella asombrada.
Y Windumanoth se acordó de sus hermanas y de ella misma tras los tapices de su casa, allá en el Sur.
Como si les empujara una gran prisa por llegar a alguna parte, que no era solamente el bosque sino algún otro lugar del que aún no tenían noticia, se levantaron y montaron en sus caballos. Y regresaron al bosque.
Sobre los restos de lo que fuera otrora torre vigía, el viejo mayordomo les contemplaba ceñudo. Una sombra cruzaba sus ojos, como nube que avanza cielo adelante y se esconde entre las montañas.
Entrar en el bosque era como violar un recinto desconocido, como introducirse en el interior de una casa enorme, taladrada de pasillos interminables y sorprendentes salones en busca de sus más íntimos secretos.
—¿Por qué dices que el bosque es como tu segunda casa?. —preguntó Windumanoth, cada vez más curiosa.
—Porque aquí fui engendrado y aquí nací —contestó Aranmanoth.
—¿Aquí?, ¿dónde naciste exactamente?
—Ese lugar es el único al que me está prohibido acudir —dijo él. No parecía, sin embargo, ni pesaroso, ni siquiera levemente molesto ante este hecho—. Las personas adultas suelen prohibir muchas cosas.
Bajaron de sus caballos, se alejaron de ellos y les dejaron pacer a sus anchas.
—Ven, te llevaré a mi lugar favorito —dijo Aranmanoth tendiéndole la mano.
Y ambos enlazaron sus dedos y avanzaron sobre la hierba, bajo la sombra roja y dorada de las hayas. Un relámpago dentro del bosque pareció partir en dos cuanto les rodeaba. Era como si una enorme mano invisible cortase los caminos y las sendas, y les negase cualquier atisbo para encontrar un lugar por donde avanzar.
—Me parece —dijo Aranmanoth— que se nos viene encima una tormenta.
—¡Qué bien! —dijo ella—. Las tormentas en mi tierra son muy hermosas.
—Ven conmigo, ¡deprisa! —exclamó Aranmanoth atropelladamente.
Y así, cogidos de la mano, se adentraron donde la espesura apenas dejaba traspasar un rayo de luz. Respiraban fatigosamente, y sus frentes estaban inundadas de sudor.
—¿Es aquí? —preguntó Windumanoth casi en un susurro.
Habían llegado a un pequeño claro en cuyo centro había un círculo de piedras blancas. A aquella hora resplandecía como si la luz naciera de su superficie. La oscuridad era tan suave que parecía brillar, como si fuera una inmensa lámpara enterrada. Windumanoth se sintió invadida de un respetuoso temor y le asustaba romper con sus palabras aquel extraño y sobrecogedor paisaje.
—Sí, aquí es —dijo Aranmanoth.
Y de pronto ocurrió algo prodigioso: Aranmanoth pareció elevarse sobre sus pies y alcanzar una altura fuera de lo corriente. No es que se distanciara de su compañera, sino que, a su vez, ella se elevaba con él, sobre los helechos y la hierba, y también sobre las escondidas criaturas que albergaban. Desde esa altura, la contemplación del bosque era distinta: ahora podían distinguir claramente el rumor del viento azotando las ramas de los árboles, el suave movimiento de la hierba y los helechos que parecían acariciarse o hablarse con voces apenas perceptibles.
—¿Ves las hojas de los árboles? —continuó Aranmanoth—. Míralas despacio y luego cierra los ojos. Cada hoja es una palabra, y cada palabra corresponde a un color. Son palabras que no están escritas en ninguna parte, ni siquiera en los libros que guardan los monasterios. Todas las palabras juntas, todos los colores unidos, forman el arco iris. Será nuestro secreto.
Aranmanoth rodeó con sus brazos los hombros de Windumanoth, y juntos —abriendo y cerrando los ojos— fueron desvelando palabras y colores. Reconocieron el color morado de la palabra ira, y el gris del odio, o de la envidia, y el ácido limón del deseo.
—Nunca he visto un limón —dijo Aranmanoth.
—Yo sí —exclamó triunfal Windumanoth—. Yo vengo de una tierra donde los limones se exprimen y dan frescura al paladar.
De pronto, la voz de la niña se quebró como si quisiera llorar y al mismo tiempo despreciara las lágrimas. Acarició los largos cabellos de Aranmanoth y añadió:
—Deberíamos buscar un arca y guardar en ella nuestros secretos. Esos secretos que, con el tiempo, los adultos olvidan.
—No sé —dudó él—. La memoria es esa arqueta que a menudo se rompe.
—¿Tú crees?
—No sé. Quizá se pierda.
Era un momento tan mágico —el bosque resplandecía y estaban tan altos y misteriosos los árboles— que decidieron no detenerse en tales disquisiciones.
—Agáchate —murmuró suavemente Aranmanoth al oído de la niña—. Haz lo mismo que yo.
De bruces sobre la hierba, ambos pudieron oír con nitidez un dulce y acompasado galope.
—Escucha atentamente —susurraba Aranmanoth casi sin mover los labios—. Y, sobre todo, no mires hacia atrás por más que te parezca que este sonido proviene de algún lugar remoto situado a tu espalda. Está totalmente prohibido. Lo que oyes es el cabalgar de mis hermanos los elfos. ¿Oyes sus galopes entre la hierba?
Pero Windumanoth giró la cabeza y miró hacia atrás. Su insaciable curiosidad la había obligado a no respetar una de las escasas leyes del bosque, y, por un instante, sintió un temor y una inquietud que la estremecieron. Al volver su cabeza al frente, pudo ver de cerca los ojos de Aranmanoth y, por vez primera se apercibió de la largura de sus pestañas de oro, y le pareció que aleteaban tan suavemente como ocurre con algunas mariposas llegado el último momento de su vida. Nunca antes habían estado tan juntas y tan enlazadas sus palabras ni sus risas.
—Aranmanoth —dijo ella—, estoy muy tranquila, siento mucha paz en mi corazón. Ni siquiera en mi país experimenté esta sensación.
—Yo también —contestó Aranmanoth. Pero una ligera tristeza se apoderó de su voz—. Windumanoth —dijo lentamente—, aunque pueda leer en las hojas del bosque y entender el lenguaje de los pájaros hay muchas cosas que ignoro y siempre ignoraré. Sin embargo, a partir de ahora y durante mucho tiempo, si todavía estamos juntos, podremos encontrarnos bajo la sombra que estos árboles proyectan en el suelo..., y sé que viviremos momentos muy hermosos.
Aranmanoth no dijo nada más y los niños que eran se abrazaron fuertemente, tal vez para defenderse o protegerse de algún desconocido sentimiento que, como halcón, sobrevolaba la corteza de la tierra.
Muchas fueron las ocasiones en que Aranmanoth y Windumanoth se encontraron en el bosque. Allí se sentían libres y alegres. Enlazaban sus manos y se adentraban en su espesura. Los escasos rayos de sol que se atrevían a traspasar las ramas de los árboles caían sobre ellos y les iluminaban como si los niños fueran un amanecer que creciera más allá de las montañas.
Aranmanoth instruía a Windumanoth en el lenguaje de las hojas que, ya maduras en el avanzado otoño, caían sobre sus cabezas como una lluvia de oro.
—He aprendido mucho de ti —dijo un día Windumanoth—. Creo que ya casi soy tan sabia como tú. Pero hay algo que me preocupa. Dime: ¿qué ocurrirá cuando el Señor de Lines, mi esposo, regrese de la guerra?
—No lo sé. Cuanto más creo saber, más ignorante me siento.
—Pero tú y yo no nos vamos a separar nunca, ¿verdad?
Windumanoth miraba atentamente los ojos de Aranmanoth, como si en ellos no sólo estuvieran escondidas las respuestas a sus preguntas, sino también la calma y el consuelo que sólo él podía ofrecerle.
Entonces Aranmanoth dijo:
—No nos separaremos nunca. Siempre seremos nosotros dos.
—Sí —contestó Windumanoth—. Nosotros dos.
Y todo cuanto les rodeaba y estaba en ellos era ellos dos.
El invierno llegó y un intenso frío se extendió por toda la tierra. Los bosques y campiñas, y todo lo que podía abarcar la vista, se cubrieron de nieve.
Aranmanoth y Windumanoth mantenían largas conversaciones mientras paseaban por los alrededores de la casa, cubiertos sus cuerpos con ropas y pieles que impedían que tuvieran frío. Pero lo que más les abrigaba era, sin duda, las cálidas palabras que brotaban de sus labios y que les envolvían como la capa más gruesa e impenetrable que, con manos humanas, se hubiera tejido jamás. Correteaban por el interior de la casa, jugaban como juegan los niños, se escondían detrás de los tapices hasta ser descubiertos. El pequeño Aranwin les seguía y les delataba, mordisqueaba sus ropas y saltaba de alegría cuando cualquiera de ellos le acariciaba o le perseguía por la nieve hasta caer exhausto y temblar de felicidad.
Una tarde, se encontraban los dos sentados frente al fuego, en los aposentos de Windumanoth, cuando escucharon, callados e inmóviles, las voces que se escapan del tiempo y lo atraviesan como una espada se abre paso a través de un ejército invisible. Entonces Aranmanoth dijo:
—Soy tu guardián y quiero que conozcas el sonido del silencio. ¿Puedes oírlo? Casi ninguna criatura humana puede oír el silencio. Pero para mí es algo así como si bebieras de una copa todo cuanto puede ofrecerte la felicidad.
—¿Qué es la felicidad? —preguntó Windumanoth
—No lo sé muy bien. Para mí, como te digo, la felicidad se parece al silencio.
Y así permanecieron largo rato, permitiendo que el silencio les rodeara de tal modo que era lo único que exis~ tía. Y era un silencio que les susurraba secretos y les hablaba como algunas veces lo hace el fuego o el agua de una cascada que estalla en un manantial. No era el silencio, sin embargo, lo que les unía, pero era algo parecido.
De pronto, Windumanoth se estremeció, como bajo la presencia de una duda amarga, parecida a una sombra amenazadora que crecía ante sus ojos. Miró a Aranmanoth como siempre le miraba, como si sólo él pudiera apaciguar su inquietud, y le preguntó:
—Aranmanoth, ¿tú crees que tu padre, el Señor de Lines, se acerca a mí?
—No lo sé —respondió él. Y en verdad no lo sabía.
Pero Windumanoth siguió preguntando:
—No me refiero a si se acerca con sus hombres hacia aquí: no te hablo de la guerra. Te pregunto por sus sueños, por sus deseos. ¿Tú crees que se acercan a mí?
—No lo sé —repitió él tristemente—. Sólo siento que me apenan tus preguntas.
—¿Y tu tristeza? —preguntó Windumanoth—. ¿De dónde nace tu tristeza?
—Yo no creo que pueda llamarse tristeza a cuanto llena mi corazón —respondió él—. Quizá encontremos la respuesta en las hojas de los árboles.
Porque desde la ventana podían ver las hojas agonizantes de los árboles del pequeño huerto de Windumanoth, y todavía podían dibujar alguna sombra en el suelo. Aranmanoth leyó la palabra nostalgia y dijo:
—Es una palabra nueva para mí. No la había leído antes pero, desde este momento, sé que permanecerá escrita en mi corazón. Quizá la nostalgia sea un deseo; o el resplandor de un tiempo en que —creíamos ser felices.