—Antiguos documentos confidenciales, secretos o
top secret
, que ya no tienen razón para seguir siéndolo. En la actualidad, quedan automáticamente desclasificados tras veinticinco años, excepto si una agencia gubernamental solicita una prórroga de la duración de la clasificación en el Centro Nacional de Desclasificación. En resumidas cuentas, es un poco complicado.
Lucie recordaba la frase que había leído en
Le Figaro
: «En el País de Kirt pueden leerse cosas que uno no debería leer». Conocía la complejidad de la administración, los escándalos que a veces estallaban debido a Wikileaks o mediante artículos incendiarios cuyas fuentes procedían a menudo de antiguos documentos confidenciales y que las personas incumbidas no habían logrado hacer desaparecer o simplemente habían olvidado.
Tal vez Duprès había dado con uno de esos documentos.
—Y… ¿cómo puedo saber qué… consultó Véronique Darcin?
Sanders se dirigió hacia un ordenador. Lucie miró de reojo a las cámaras, en las esquinas del techo.
—Con toda seguridad consultó nuestra potente base de datos y, dado que le proporcioné un código de acceso, podremos rastrear todas sus búsquedas informáticas. Pudo navegar por la base de datos a través de palabras clave, autores, títulos o temas. El ordenador proporciona los números de los documentos, los títulos y, aunque no en todos los casos, una breve sinopsis, pues ello depende de la información de la que disponen los técnicos en el momento de catalogar el documento. En cualquier caso, el ordenador proporciona el lugar exacto donde hallarlos en las estanterías y luego ya solo hay que consultarlos. —Tecleó y le tendió la mano—. Estoy rellenando un formulario para usted, para que pueda consultar la base de datos. Su pasaporte o documento de identidad, por favor…
Lucie obedeció, algo escéptica. Estaban fichándola en todas partes, cosa que detestaba. Entendía por qué Duprès había utilizado una identidad falsa. Al margen de sus transacciones bancarias en los hoteles o los cajeros automáticos, prácticamente no dejaba rastro. Al cabo de unos segundos, Sanders le cedió el asiento.
—Ya está. Está conectada a la base de datos con una cuenta de «Invitado». La navegación es muy sencilla, ya verá. El código asociado a la periodista francesa era AZH654B. Haga una búsqueda con ese criterio y sabrá hacia dónde dirigió sus consultas. La dejo, el trabajo me espera. Pregunte por mí en recepción, arriba, en cuanto termine.
Lucie anotó el código en su cuaderno y le dio las gracias. Una vez sola, se puso manos a la obra. Introdujo el identificador codificado de Valérie Duprès en la casilla correspondiente y lanzó la búsqueda. Apareció un listado interminable.
—¡Por Dios!
Cuatrocientas ochenta y tres líneas se extendían a lo largo de más de quince páginas, con títulos tan incomprensibles como «
Revelance of Nuclear Weapons Cleanup», «Experience to Dirty Bomb Response
» o «
The Environmental Legacy of Nuclear Weapons Production
».
Lucie suspiró. ¿Cómo iba a aclararse en aquella maraña? Por descontado, estaba descartado leer todos los documentos listados. Se puso en pie, nerviosa, y reflexionó. Duprès investigaba acerca de los residuos nucleares, pero algo había hecho que en la actualidad se hallara desaparecida. Algo que se había desencadenado entre aquellas paredes.
Un documento en particular, tal vez, un dossier que no debería haber llegado a sus manos. «En el País de Kirt pueden leerse cosas que uno no debería leer».
Lucie se concentró de nuevo en la pantalla y ordenó la lista por fecha y hora, con objeto de reproducir el proceso intelectual y temporal de la periodista. La proximidad de los tiempos de consulta en la parte superior de la lista —o sea, a su llegada al archivo— indicaba claramente que la periodista de investigación había tanteado, multiplicando las pistas sin que necesariamente consultara o leyera a fondo las obras correspondientes. Se abarca mucho, se define mejor el objetivo y se afina hasta dar con los elementos que a uno le interesan. Era probable, por lo tanto, que el meollo de su búsqueda se hallara más adelante en la lista.
Lucie hizo desfilar las páginas. Martes… Miércoles… Al cabo de dos días entre aquellas paredes, las cosas se precisaban mucho para Duprès. Los títulos y los breves resúmenes —cuando existían— trataban finalmente de residuos nucleares, de su impacto en la salud de la población, la fauna y la flora en los alrededores de los antiguos emplazamientos nucleares. Se hablaba de tritio atmosférico, de territorios indios irradiados, de agua contaminada, de estudios sobre la población de salmones en el río Columbia, de riesgos de leucemia, de cáncer de huesos o de mutaciones genéticas. Había material abundante para escribir un libro de investigación.
Lucie se dijo que ahora sí que se encontraba en el epicentro de los intereses de Valérie Duprès. Junto a algunos de esos títulos, unas cifras entre paréntesis indicaban la fecha de desclasificación, si habían sido desclasificados.
Lucie prosiguió la consulta del largo listado. Duprès había encontrado, en aquellos archivos, la gallina de los huevos de oro: una ingente cantidad de casos y datos que le serían de utilidad para apoyar sus tesis y nutrir su libro. Hizo desfilar las páginas a toda prisa hasta el final, donde, lógicamente, Valérie Duprès había dado con aquello que lo había desencadenado todo.
El último título le hizo apretar los puños: NMX
-9
, TEX
-1 and
ARI
-2 Evolution. Official Report from
XXXX,
Oct 7, 1965
. Nerviosa, sacó de su bolsillo una copia del mensaje de
Le Figaro
: «Sé lo de NMX-9 y su famosa pierna derecha, en el Rincón del Bosque. Sé lo de TEX-1 y ARI-2. Me gusta la avena y sé dónde crecen los hongos, los ataúdes de plomo aún crepitan».
Lo había encontrado. El documento había sido desclasificado en 1995. Pero ¿por qué había tantas «X» en lugar del nombre del redactor? Esa identidad probablemente había sido borrada del documento original que luego, sin duda, debió de perderse en el laberinto administrativo. Lucie quiso acceder a los detalles relativos a ese informe, pero no había ningún resumen del contenido. Solo aquel título extraño.
Memorizó la localización del dossier y se adentró en el archivo. Pasillo 9, estantería 2, casillero 3, documento número 34654. Acercó una escalerilla y subió. Halló los documentos 34653 y 34655, pero no el 34654. Lo comprobó varias veces, sin éxito. ¿Dónde estaba ese maldito documento? ¿Lo robaría Duprès? Una periodista que paseaba con documentación falsa era capaz de ello.
Lucie sacó los documentos adyacentes del casillero y los consultó rápidamente. No tenían nada que ver con cuestiones nucleares. Unos hablaban de vehículos militares y otros de radares y aparatos de detección.
Furiosa, volvió a toda prisa al ordenador. Era imposible que su pista acabara allí, era una tontería. Indignada, volvió al menú principal de la base de datos y lanzó una nueva búsqueda por título. Introdujo NMX
9
, TEX
-1 and
ARI
-
» en el cacharro. El programa ofreció un único resultado: el documento 34654. Un botón permitía obtener la lista de personas que habían accedido a ese título en la base de datos. Lucie clicó y obtuvo cuatro registros. AZG123J, el 21 de diciembre de 2011 —era ella—, AZH654B, el 2 de octubre de 2011 —era Valérie Duprès— y AYH232C, el 8 de marzo de 1998. Y lo que más la sorprendió: AZG122W, el martes 20 de diciembre de 2011, a las seis y cinco.
El día anterior, por la tarde…
La policía sintió de inmediato cómo crecía en ella la tensión. Intentó localizar la identidad de las personas a partir del código, pero no lo logró. Excitada, regresó a toda velocidad a la biblioteca, hizo llamar a Josh Sanders y le explicó lo sucedido. Insistió en el hecho de que se trataba de una investigación criminal y que debía conocer la identidad de las personas que habían consultado ese documento bajo esos códigos.
—¿Ayer por la tarde? —dijo el americano—. Yo estaba de viaje. Sin duda, fue mi colega quien se ocupó de esa persona. —Se inclinó hacia la pantalla—. Se requiere una autorización especial en la base de datos. Déjeme a mí.
Lucie estaba impaciente. Iba y venía, de brazos cruzados, con la mirada clavada en su reloj. La habían adelantado por unas horas.
—El documento ya no está en su lugar —dijo—. ¿Cree que alguien puede haberlo robado?
—Disponemos de arcos de seguridad a la entrada de la biblioteca. Todas las obras y las carpetas de documentos contienen un microchip electrónico perfectamente disimulado. Además —volvió la cabeza hacia todos los ángulos de la sala— disponemos de cámaras de vigilancia. Ese documento seguramente no existe. A veces hay errores en la base de datos. Errores de mecanografiado en la introducción de datos, documentos que se introducen dos veces o que se olvidan de purgar.
Lucie sentía que estaba a la defensiva y no quería verse mezclado en ese tipo de problemas.
—Tal vez sí —dijo ella—. ¿Las cámaras graban las imágenes?
—Solo filman, sin grabar. Hay un vigilante que controla permanentemente las pantallas de control. —Tecleó y se puso en pie—. Ya está, aquí tiene la información. La primera persona que consultó el documento tras ser desclasificado se llama Eileen Mitgang. La consulta tuvo lugar en 1998.
—Sobre todo me interesa la otra persona. La de ayer.
El militar pulsó una tecla.
—Se llama François Dassonville.
Un verdadero jarro de agua fría. Lucie se quedó sin voz. Todo el mundo buscaba a Dassonville en Francia y estaba allí, en Nuevo México, siguiendo la pista del misterioso documento. La policía se sintió desconcertada durante unos segundos. ¿Qué podía hacer sin ese documento? A menos que…
—Necesito la dirección de esa Eileen Mitgang, deprisa.
Sanders meneó la cabeza.
—No figura en la base de datos, porque no comenzamos a fichar sistemáticamente a los visitantes hasta después de los atentados de 2001. —Descolgó el teléfono—. Pediré que echen un vistazo a los viejos registros de admisión del puesto de guardia. Por lo general, siempre se pregunta a los visitantes la razón de su visita. —La espera se hacía interminable. Al colgar, parecía satisfecho. Se volvió hacia Lucie—: Según la información que me han dado, Eileen Mitgang, en 1998, era periodista del
Albuquerque Daily
, que está a unos kilómetros de aquí.
Lucie ya se había puesto la chaqueta y los guantes.
—Acompáñeme a la salida lo más rápido posible, gracias.
U
n hombre, sentado solo en el suelo sucio. El viento frío que se colaba por los cristales rotos percutía contra su duro rostro. Afuera, la nieve caía y aniquilaba cualquier rastro de vida.
Y por doquier, un silencio de muerte.
Sharko había regresado al Pequeño Cinturón, a la torre del cambio de agujas abandonada, que acababa de ser registrada a fondo por Basquez y sus hombres. Ante él, entre los trozos de cristales, estaban dispuestas unas fotos formando un arco de círculo. Las de la sala de fiestas de Pleubian, con el mensaje de sangre. Las de la cabaña en medio del cenagal, las de la escena del crimen de 2004 de la pareja asesinada junto a la marisma. Y también las del rostro desfigurado de Gloria y de su cuerpo desnudo, tendido sobre la mesa de autopsias. Aquella mañana, temprano, Sharko había insistido para estar presente en el examen Médico Legal y Basquez, por simpatía a un colega al que conocía desde hacía años, había cedido.
El comisario había querido comprender cuánto había tenido que sufrir la pobre mujer.
Para meterse en la cabeza del asesino.
Se sobresaltó cuando su teléfono vibró en su bolsillo. Consultó el SMS: «Ya me he instalado, todo ha ido bien. Espero que también a ti todo te vaya bien. Te quiero».
Te quiero… La palabra siguió resonando en su mente mucho tiempo. Te quiero, te quiero… No pudo evitar imaginar a Lucie allí, en el lugar de Gloria, tendida en el suelo. Llevado por la intensidad de sus pensamientos, sintió su aliento cálido en el cuello y la vio suplicar que la socorriera. Meneó la cabeza. Jamás permitiría que hicieran daño a su Lucie. Jamás.
Con un suspiro, recogió las fotos y empezó a arrojarlas una a una como cuando se reparten las cartas sobre la mesa en una partida. Hubo un leve chasquido seco en el momento en que uno de los rectángulos de papel tocó el suelo. El viento entró por una de las ventanas rotas y le heló hasta los huesos. Un escalofrío lo sacudió y tembló de los pies a la cabeza.
Clac… Primer plano del torso amoratado de Gloria. Sharko había vaciado su mente y mantenía en ese momento el rostro impasible. Era imprescindible.
Según el forense, Gloria había sido penetrada sexualmente con una mano enguantada. Las equimosis entre sus muslos lo atestiguaban con crueldad. Su verdugo la había retenido, humillado y apaleado justo allí mismo, a escasos centímetros. El policía imaginó los gritos y el dolor, vio los ojos del agresor dilatarse mientras sus manos enguantadas agarraban una barra de hierro que hendía el aire.
Esa manera de actuar poseía los signos característicos de un procedimiento frío y metódico, que había transformado a Gloria en un simple objeto, un paso obligado para alcanzarlo a él, Franck Sharko. El hombre era organizado, coherente y no dejaba nada al azar. Era el tipo de individuo que posee un vehículo funcional y lo revisa regularmente, que paga sus facturas y está en buena forma, capaz de desplazarse, de viajar, de trasladar un cadáver y de confundirse con la masa.
En la tienda y el punto de entrega del distrito I, adonde Sharko acababa de ir, nadie recordaba a un individuo que fue a recoger una impresora láser grande en 2007. Hacía cuatro años y el tipo no había dejado ningún recuerdo, como habrían podido hacerlo Guy Georges o Philippe Agonla.
¿Dónde estaba ese hijoputa? ¿Qué hacía en ese preciso instante? ¿Estaría viendo una película en el cine o preparando su siguiente jugada de ajedrez?
El ajedrez… La partida que jugaba el asesino era conocida como «La Inmortal». El maestro ajedrecista del 36 lo dedujo gracias al primer mensaje: «Nadie es inmortal». Se trataba de una partida muy conocida, jugada entre Adolf Anderssen y Lionel Kieseritzky en 1851. El alemán Anderssen ganó con un mate perfecto, desplegando sus piezas con decisión mientras las de su adversario seguían todas sobre el tablero, pero tan mal coordinadas que no pudieron hacer nada para evitarlo. Cxg7+ era la vigésimo primera jugada.