En aquel momento, Bellanger trituraba un bolígrafo y apretaba sin cesar el extremo, haciendo subir y bajar la mina.
—Seis hombres han registrado su casa de arriba abajo desde ayer por la tarde. Al final han hallado unas fotos guardadas en un sobre meticulosamente oculto en el interior de una de las cabezas de animales disecadas. Han encontrado otros escondrijos que al parecer ya estaban vacíos. El sobre es muy antiguo, polvoriento, y creen que Dassonville pura y simplemente se olvidó de hacerlo desaparecer con los otros.
Su teléfono vibró. Lo consultó un segundo y pulsó una tecla que detuvo la vibración.
—Chanteloup ha escaneado las fotos y me las ha enviado por correo electrónico. Diez fotos, que acababa de proyectar cuando has llegado.
Lucie tragó saliva en silencio. Observaba el cono de luz blanca maculado de pequeñas partículas de polvo que bailaban en el aire. Un haz luminoso que, estaba convencida de ello, había escupido la muerte.
—¿Las proyecto?
—Estoy lista.
El jefe de grupo miró a sus subordinados uno tras otro, aún dubitativo. Le preocupaba Lucie, pero, tras unos segundos, acabó proyectando las fotos.
La policía se aplastó el puño contra la boca. La primera foto mostraba a un niño desnudo, tendido sobre una mesa metálica, como las utilizadas para las autopsias. Le habían rasurado el cráneo, tenía los ojos muy abiertos y parecía mirar a la nada. ¿Estaba aún vivo? Era difícil decirlo. Los tonos de la fotografía eran fríos y la piel parecía extremadamente blanca. A todas luces, se disponían a someterlo a una intervención quirúrgica.
La teniente se estremeció aún más cuando descubrió el tatuaje, a la altura del pectoral izquierdo: aquella especie de árbol de seis ramas con un número debajo: 1210. A pesar del asco y el sufrimiento que le atenazaba las tripas, trató de permanecer concentrada, observando cada detalle. Las paredes de baldosas blancas, el fragmento de lámpara cialítica que entraba en el encuadre o el aspecto aséptico de la estancia.
—Un quirófano —susurró—. Dios mío, ¿qué se disponen a hacerle?
Bellanger pasó a la foto siguiente. Otro niño tatuado, en la misma posición. Otra naricita, otros bracitos y otras piernecitas inmóviles sobre el acero. ¿Qué edad debía de tener? ¿Diez años?
Bellanger hizo desfilar otras fotos que renovaban el horrible espectáculo. Cada vez se trataba de chiquillos diferentes.
—¿Estás bien? —preguntó con una voz que trataba de mantener serena.
—Sí, estoy bien…
—Los números debajo de los tatuajes van de 700 a 1500. Ignoramos qué representan.
Vio hasta qué extremo se habían dilatado los ojos de Lucie, como si quisieran captar la máxima luz e información.
—Ahora, mira esto.
Pulso la tecla «siguiente». Otra foto. En esa imagen, el pecho del chiquillo estaba surcado por una gran cicatriz aún fresca. A todas luces, acababa de ser operado y cosido.
Lucie frunció el ceño y ladeó ligeramente la cabeza.
—¿Parece el niño de la primera foto?
Bellanger asintió:
—Sí, es él.
Gracias al programa informático, proyectó las dos fotos a la par. En la de la izquierda se veía al niño con el pecho intacto y en la de la derecha, con la gran cicatriz. Los tatuajes y el número eran idénticos: 1210. En la primera, el chiquillo tenía los ojos abiertos, unos ojos en los que se reflejaba un miedo espantoso. Lucie estaba inmóvil en su silla. Contrariamente a lo sucedido en la autopsia de Christophe Gamblin, trató de conservar la sangre fría.
—¿Qué le han hecho?
—Los médicos deberán dar una respuesta, pero, sin duda, tiene que ver con el corazón. Es difícil saber si el chaval está vivo o muerto tras la operación. Les enviaré estas fotos. Yannick Hubert, del departamento de Documentos y Rastros, también las estudiará e intentará obtener lo que pueda, algún detalle que pueda indicarnos un lugar o una época, aunque creo que no conseguiremos nada.
Calló y se restregó la frente. Se le formaron unas arrugas bajo los ojos. Levallois se levantó y se apoyó contra la pared. Se ahogaba.
—Creo que Valérie Duprès había logrado liberar a uno de los chiquillos de eso —dijo Bellanger—. No sé cómo, pero lo hizo. Le metió un papel con su nombre en el bolsillo, sin duda porque las circunstancias los obligaron a separarse. Luego, supongo que nuestro individuo de la chupa militar dio con la pista del chaval, lo raptó y lo mató.
A Lucie le llevó un tiempo lograr apartar la mirada de la pantalla. Finalmente asintió y tomó la palabra.
—Al obligar a hablar a Christophe Gamblin bajo tortura, Dassonville probablemente llegó hasta Philippe Agonla y trató de deshacerse de todo lo que pudiera ayudarnos. Por fortuna, no tuvo tiempo de dar con las notas sobre la animación suspendida, escondidas detrás de unos ladrillos.
—Sí, tiene sentido.
—Marcan a esos niños como a reses con un número y un extraño símbolo, los operan, los fotografían a todos antes y solo a uno después. ¿Ante qué nos hallamos? ¿Tráfico de órganos?
—Todos hemos pensado en ello, pero no es coherente con el estado del chiquillo del hospital. Recordad que tenía muy mala salud. ¿Quién querría un corazón con arritmia o unos riñones enfermos?
—En tal caso, tal vez era a él a quien debían operar.
El comentario provocó el silencio durante unos segundos, antes de que Bellanger prosiguiera:
—¿Con qué fin?
—No lo sé. ¿Experimentos científicos? Ese número tatuado en el pecho debe de tener algún sentido. Como un distintivo de calidad.
—Tal vez esos chiquillos tienen una característica común que hace que se interesen en ellos.
Bellanger asintió sin entusiasmo.
—Mañana tendremos los resultados de los análisis de sangre y tal vez sepamos más cosas. No debemos olvidar que todo parece surgir de un viejo manuscrito misterioso y que Dassonville probablemente mató a siete de los suyos para preservar el secreto. Por cierto, Lucie, vienes del laboratorio. ¿Hay noticias del cuaderno y de la foto de los científicos?
Lucie explicó lo que Fabrice Lunard, el técnico del laboratorio, le había confiado. Mientras reflexionaban en grupo, tratando de ordenar las diversas piezas del rompecabezas, Sharko entró en la sala. Lucie lo miró con curiosidad: se había cambiado de traje y de zapatos. Bellanger lo saludó.
—Bueno… Te resumiré la situación, solo por tercera vez —dijo al comisario—. En cuanto a los demás, prosigamos nuestro trabajo de hormigas y estrujémonos la mollera para tratar de comprender. Podéis iros.
Los tenientes salieron sin decir palabra. Lucie y Sharko intercambiaron una rápida mirada. Bellanger cerró la puerta y se volvió hacia su subordinado.
—Antes de explicártelo, tengo la autorización de administración para que uno de nosotros vuele a Albuquerque, Nuevo México, lo antes posible. Pascal ha logrado ponerse en contacto con el servicio de comunicación de las fuerzas aéreas estadounidenses.
—¿Valérie Duprès estuvo allí?
—¿Recuerdas el documento de identidad falso que encontramos en su casa? En sus registros no hay rastro de Valérie Duprès pero Robillard ha tenido los reflejos de preguntar si constaba una tal Véronique Darcin. Bingo. Valérie Duprès, alias Véronique Darcin —leyó un papel—, fue a la Air Force Documentation and Ressource Library a consultar sus archivos públicos. Los militares se niegan a darnos más información por teléfono y debemos ir allí en persona, con documentación justificativa, para saber qué consultó.
—Es lógico, no podemos reprocharles su prudencia.
—Según el anuncio por palabras de
Le Figaro
, parece que luego se dirigió a Edgewood. Puede deducirse que probablemente fue algo que leyó en esos archivos lo que la llevó allí. Tenemos que comprender qué sucedió y saber qué iba a buscar a ese pueblucho en mitad del Far West, y cuanto antes. Tal vez sea la clave de todo este caso.
—Cuanto antes… Un viaje a Nuevo México organizado en un abrir y cerrar de ojos… Hay presión de los de arriba, ¿verdad?
—¿Tú qué crees? ¿Has leído la prensa? Los periodistas se excitan, los tenemos encima. Sé que acabas de volver de Chambéry, pero ¿te sientes en condiciones para volar esta tarde, a las seis, de Orly Sud?
Sharko se inclinó hacia él y le dijo en voz baja:
—Tengo que pedirte un favor.
E
n el aeropuerto de Orly reinaba un ambiente festivo. Miles de personas se amontonaban con su equipaje para viajar a destinos soleados: Antillas, Reunión, Nueva Caledonia… Familias y parejas de enamorados que se disponían a pasar las vacaciones de fin de año sobre la arena blanca con un cóctel de colorines en la mano. En general, y a pesar de las temperaturas muy frías, se habían mantenido los vuelos y en las pistas no había hielo. Lucie y Frank se abrieron camino entre el gentío y llegaron a la cola de facturación para el vuelo con destino a Albuquerque.
—Vamos a repasarlo todo una última vez —dijo Sharko.
Instalada en la cola, Lucie sacó una bolsita de la riñonera con un suspiro.
—Está todo en orden, Franck. Pasaporte, documento de identidad, comisión rogatoria internacional, billete de vuelta y también la lista de los lugares donde Valérie Duprès dejó rastros. Iré al hotel Holiday Inn Express y luego a los archivos del centro de documentación de la base de Kirtland. Allí tengo que preguntar por Josh Sanders.
—Es uno de los responsables del departamento de archivos. Está al corriente del motivo de tu visita y te espera mañana a las diez de la mañana. Son militares, así que sé puntual.
—Lo interrogo, investigo si es necesario y vuelvo dentro de tres días. Sé perfectamente qué debo hacer. Todo irá bien.
—No te apartes del camino que hemos fijado, llámame regularmente y arréglatelas para que alguien sepa siempre dónde te encuentras. Y abrígate. Allí hace tanto frío como aquí.
—Lo haré. —Ella sonrió, pero Sharko sentía la misma tensión que lo atenazaba desde la víspera. Ella lo miró a los ojos y apretó los labios—. Estoy bien, ¿vale?
—Lo sé, Lucie.
—No es la impresión que me das. Lo de descalzarme sobre la nieve no te lo puedo explicar, pero… ese tipo de cosas no se repetirán.
—No tienes nada que reprocharte.
Callaron y avanzaron despacio, al ritmo de la facturación de los equipajes. Sharko estaba triste y se sentía abatido por tener que alejarla de él unos días, pero no tenía otra elección. El monstruo al que perseguía había llegado demasiado lejos y se había vuelto extremadamente peligroso. Lucie ya no estaba segura en el apartamento. Y, además, marcharse lejos de allí también le sentaría bien a ella.
Frente a toda aquella gente que los rodeaba, que miraba a uno y otro lado, que observaba con candidez, el comisario trató de contenerse, pero en el fondo de sí mismo tenía ganas de echarse a llorar. Llorar por lo que había sufrido Gloria, por Suzanne y su hijita. Llorar por Lucie, porque sabía que se sentía desgraciada por aquellos chiquillos tendidos sobre mesas de operación. Sin duda, habían sufrido cosas horribles y nadie había logrado salvarlos. Duprès lo había intentado y había desaparecido. ¿Adónde iba a llevarlos ese caso? ¿Qué hallarían tras esos horrores y esos cadáveres anónimos?
Lucie dejó que su equipaje desapareciera por la cinta frente a la azafata que controlaba su pasaporte. La pareja fue a tomar una copa, rodeados por aquella gente que parecía feliz. A la policía siempre le habían gustado los aeropuertos, ese ambiente particular de separaciones y reencuentros. Pero ese día…
—Júrame que atraparemos a los que han hecho eso, Franck.
Sharko parpadeó lentamente y evitó la respuesta. Estaba acabándose la bebida cuando una voz anunció el embarque por megafonía. El comisario dejó que su teléfono móvil vibrara en el bolsillo. No había dado su nuevo número casi a nadie, excepto a Bellanger y al doctor Jouvier, del hospital Fernand-Widal.
Abrazó a su compañera frente al control de seguridad, le apartó delicadamente un mechón que le caía sobre la mejilla y acercó su boca al oído de ella.
—Cuando vuelvas todo estará listo. Nuestro pequeño abeto de Chambéry, con bolas y guirnaldas. Comeremos ostras y beberemos vino. También habrá ocasión de recordar el pasado, si quieres. Pero, en cualquier caso, pasaremos una excelente Nochebuena, te lo prometo.
Lucie asintió y tomó aire. A su vez, le acarició la barbilla.
—Hay un regalo especial que te quiero hacer por Navidad. Una cosa que… te emocionará, estoy segura. Pero con todo lo sucedido estos últimos días, ignoro si tendré tiempo de…
—No digas más.
La besó con ternura y la dejó alejarse, con el corazón desgarrado. ¡Amaba tanto a aquella mujer!
—Cuídate —murmuró él en voz queda—. Nos veremos a más tardar el 24, a las siete y siete. Aquí estaré.
Se acompañaron con la mirada hasta donde les fue posible y luego Lucie desapareció definitivamente, camino de un destino lejano. Sharko contempló cómo el avión alzaba el vuelo, apretando con fuerza los puños.
Luego cogió el móvil y escuchó el mensaje.
Era del hospital.
Gloria había fallecido.
L
a morgue del hospital Fernand-Widal.
Largos pasillos desiertos y silenciosos bajo tierra. Falta de aire fresco y olor a carnes pasadas. Nicolas Bellanger hablaba por teléfono. A su lado, Sharko se sostenía la cabeza, suavemente apoyada contra un pilar de hormigón. El jefe de grupo colgó y volvió a su lado.
—Va a ser complicado con el juez.
—Lo sé. —Sharko suspiró—. ¿Hasta dónde quiere llegar?
—Quizá la suspensión.
El comisario no respondió. Poco importaba la sentencia. Gloria estaba muerta, apaleada, humillada, y ya solo le importaba el odio y el ansia de venganza que sentía en aquel instante.
—El grupo de Basquez se ocupará del caso, están por llegar —dijo Bellanger—. Ya conoces a los chicos, eso facilitará las cosas y quizá nos evitará a los de asuntos internos. Eso dependerá de hasta dónde hayas llegado en tu delirio en solitario. Joder, ¿por qué no nos has dicho nada?
—Una espiral… Una maldita espiral en la que me he metido sin ni siquiera darme cuenta. Ese tipo quiere destruirme y me conduce hacia él, un poco más cada vez.
Preocupado, Nicolas Bellanger miró su reloj. Otro día que no iba a tener fin. Miró a Sharko a los ojos.
—Es por culpa de todo este lío que Lucie se ha ido en tu lugar, ¿verdad? ¿Qué esperabas? ¿Pillar a ese cabrón tú solo, en unos días, y hacer justicia como Charles Bronson?