Sus dedos se crisparon apretando el móvil, hasta que las falanges se le pusieron blancas.
—Es el chaval, ¿verdad? —dijo Sharko.
—Acaban de encontrar su cadáver. Estaba en las aguas heladas de un estanque.
Lucie miró fijamente los campos, con la mirada extraviada y la sien derecha golpeando contra el cristal. Bum, bum, bum. Por su lado, Sharko tenía ganas de frenar en seco y bajar del coche para gritar. Gritar toda su rabia, gritar contra la injusticia de ese mundo de mierda. Se imaginó por una fracción de segundo frente a quienquiera que hubiera hecho eso. Él y ese cabrón a solas en una habitación.
Tras varios kilómetros de horrible silencio, Lucie se volvió hacia él, con una mirada que expresaba su determinación.
—Está de camino, vamos allí.
—Tú no, Lucie. Es un crío. No puedes romper tus promesas y abrir heridas que apenas acaban de cerrarse.
—Tú puedes dejar el caso si quieres, pero a mí nada va a impedirme llegar hasta el final. Quiero atrapar al hijo de puta que ha hecho algo así.
Las cinco y treinta y dos minutos de la tarde.
Una temperatura disparatada, tal vez de -8 o -9 °C. Unos focos halógenos que devoraban la oscuridad y dibujaban círculos de un amarillo crudo, casi blanco. Siluetas inmóviles, envueltas en parkas cuya banda reflectante brillaba en la noche. Los crujidos de los pasos sobre la nieve helada, como toses.
Lucie y Sharko llegaron a la par junto a su jefe, que conversaba a orillas del estanque con unos gendarmes entre los que se contaba Patrick Trémor. Bellanger se separó del corrillo y se reunió con ellos, ataviado con un anorak de esquí y la cabeza cubierta con un gorro azul marino. Sharko ignoraba si se debía al frío, pero tenía los ojos enrojecidos y el rostro tenso como si le hubieran colgado plomos de las mejillas. Parecía haber envejecido cinco años.
—Vaya caso de mierda —exclamó—. Si no era más que un crío…
Había perdido sus certidumbres, esa fuerza serena que lo convertía en un jefe de grupo al que todos escuchaban. Sus ojos se cruzaron brevemente con los de Lucie y volvieron a Sharko. Se movía sin cesar para no helarse allí mismo.
—¿Cómo estás?
—Vamos tirando. Estas temperaturas heladas empiezan a ponerme de los nervios. Parece que estemos en Groenlandia.
Lucie dio un paso a un lado, con la mirada puesta en el grupo de gente reunido junto a un tronco de gran tamaño.
—¿Está allí?
Bellanger se preguntó por un momento si debía responderle. Buscó la confirmación en la mirada del comisario, que dejó caer lentamente los párpados en señal de asentimiento.
—En una bolsa, sí. Los gendarmes se lo llevarán dentro de diez minutos al instituto Médico Legal. Ellos se ocuparán del asunto y, por lo menos, no tendremos que soportar la autopsia.
Un escalofrío recorrió a Lucie de pies a cabeza y, con los brazos cruzados y el cuello de la cazadora subido hasta la nariz, avanzó despacio. Alrededor de ella, las ramas crujían presas del hielo. La policía abrió los ojos como platos, convencida de que a su alrededor danzaban espectros entre los árboles, pero no eran más que las sombras alargadas de los gendarmes. A cada paso oía las vocecitas de sus hijas con más claridad dentro de su cabeza. Trató de librarse de ellas como fuera, apretando los puños con fuerza. Con rostros adustos, los hombres se apartaron y la dejaron contemplar aquella pequeña bolsa negra depositada sobre una camilla, con su larga cremallera que resplandecía bajo las potentes bombillas.
«Ignoramos si se trata de Clara o de su gemela. El cuerpo está totalmente calcinado excepto los pies, que estaban descalzos y debían de hallarse al abrigo de las llamas. Tal vez estuvieran bajo una piedra, o alguna cosa parecida».
Lucie miró al hombre que tenía a su lado.
—¿Qué ha dicho?
—Nada. No he dicho nada, señora.
Lucie hundió la cabeza entre los hombros. En el momento en que se arrodillaba en la nieve para abrir la cremallera, sintió que una mano tiraba de su brazo. Sharko la atrajo hacia él.
—No sirve de nada. Ven.
Ella trató de resistir, pero finalmente se dejó llevar a orillas del estanque, junto a Bellanger, que les explicó:
—A primera hora de la tarde, unos adolescentes han venido a jugar al estanque, a patinar. La superficie estaba helada y cubierta por una fina capa de nieve. A base de pisotearla, uno de ellos ha descubierto el cuerpo. Estaba atrapado bajo el hielo, con el rostro hacia el cielo. —Hablaba como si no tuviera resuello. El frío se apoderaba de sus pulmones—. Los colegas de Ris-Orangis han llegado una hora más tarde. Gracias al plan «Alerta rapto» lo han relacionado de inmediato con el chaval del hospital y han llamado a Trémor —suspiró—. Es el mismo niño.
—¿Cómo…?
Lucie no alcanzaba a terminar la frase porque las imágenes eran demasiado vivas y deslumbrantes dentro de su cráneo. Miraba sus propios zapatos, hundidos en la nieve. Juliette también fue hallada en un bosque como aquel. «Cuanto quedaba de humanidad se reducía a dos pies blancos como la sal». Sharko la abrazó, acariciándole la espalda, e indicó con un gesto de la cabeza a Bellanger que prosiguiera.
—Según las constataciones iniciales, el niño fue estrangulado antes de ser arrojado aquí. Presenta unas marcas características alrededor del cuello. Como habéis visto, la carretera no está muy lejos. El asesino no ha tenido especial empeño en ocultar el cuerpo para que no lo encontrara nunca nadie. No…
—Quería actuar de la manera más rápida posible —dijo Sharko—, por miedo a verse atrapado por el plan «Alerta rapto».
Bellanger dirigió la mirada al enjambre de pisadas por doquier.
—Por aquí han pasado decenas de paseantes, sobre todo ayer, así que en cuanto a huellas de pisadas lo tenemos muy negro. Por lo que respecta a la estancia en el agua… adiós al ADN y a cualquier pista.
—¿Hay una estimación de la hora de la muerte?
—Está helado y se hallaba en inmersión, así que es difícil de calcular. El forense indica un mínimo de cuarenta y ocho horas, más aún dado que hace dos días no hacía tanto frío y por lo tanto las aguas debían de estar todavía en estado líquido.
Sharko hizo un cálculo rápido mientras Lucie, inmóvil, miraba la superficie quebrada del hielo.
—El asesino vino directamente aquí después de raptarlo en el hospital. Ese niño probablemente no representaba nada para él.
Bellanger asintió. Llevó a Sharko a un aparte y habló en voz queda.
—Me parece que Lucie no está bien… Quizá debería marcharse, ¿no crees?
—Intenta convencerla. Se ha metido a fondo en el caso y nadie la sacará de él.
Bellanger suspiró, mordiéndose el labio.
—En cuanto al chaval, le han arrancado un trozo de piel del pecho. El asesino ha hecho desaparecer el tatuaje del que me hablaste. Tal vez ha sido tan estúpido de pensar que no lo habíamos descubierto.
El comisario dirigió una mirada tierna a la nuca de su compañera. Sola e inmóvil, temblaba. Luego se volvió hacia Bellanger, que también la miraba.
Se alejaron un poco más, para asegurarse de que no los oyera.
—¿Tienes los resultados de los análisis de sangre?
—Hace muy poco que están en curso. No creo que tengamos nada mañana, pero probablemente el miércoles sabremos más cosas de las enfermedades de ese chiquillo. —Inspiró profundamente, con pesar—. Tenemos que encontrar al monstruo que lo ha hecho, Franck.
Sharko se mantenía impasible, esta vez.
—Hace un rato, en el coche, sin darse cuenta, Lucie ha dicho una frase interesante: «Está de camino, vamos allí». Al chaval lo raptaron en Créteil, y lo hemos encontrado veinte kilómetros más al sur, junto a la A6. Es la autopista por la que hemos venido.
—Y, según tú, ¿el asesino se dirigía al sur?
Sharko pensó en el hombre de la cazadora militar. En el Mégane azul que los adelantó en las montañas. En aquella cabaña aislada, vacía de cualquier detalle de humanidad. En los crucifijos y el agua bendita. Una identidad le venía sin cesar a la cabeza: el abad François Dassonville. ¿Chanteloup habría identificado ya el vehículo del religioso? ¿Investigaría la pista, como había asegurado?
—Es evidente. Es posible que todo se decida en el terreno de los gendarmes de Chambéry, en los próximos días. Debemos mantenernos en contacto con Chanteloup. Cuento contigo para darle la lata por teléfono y no soltarlo por nada en el mundo.
El jefe de grupo asintió. Dos empleados de la morgue acababan de llegar para llevarse el pequeño cuerpo; eran unos tipos robustos, con gorros en la cabeza, gruesos guantes de nailon y rostros adustos. Más lejos, el girofaro azul barría la vegetación y daba al bosque un aspecto apocalíptico.
Sharko prosiguió:
—Tenemos que descubrir qué sentido tiene la foto de los científicos que hemos obtenido. ¿Quién es la tercera persona que aparece en ese viejo retrato? ¿Por qué motivo se reunieron Einstein y Curie? Ese misterioso manuscrito, que trajo un individuo del Este, ¿está históricamente identificado? En resumidas cuentas, necesitamos a los mejores especialistas. Me voy al 36 a dejar todo esto.
—Puedo hacerlo yo. Iré allí y…
—No, no, quiero comprobar una cosa importante en los archivos. ¿Puedes acompañar a Lucie a casa? Asegúrate de que entre en el apartamento, sobre todo, y que cierre bien la puerta.
Bellanger dio muestras de sorpresa durante unos segundos y luego meneó la cabeza, algo incómodo.
—Si quieres…
—Gracias.
—Me parece que Pascal aún está en el despacho, y ya te contará lo del anuncio de
Le Figaro
. Ha descubierto algunas cosas muy interesantes. Cada vez estoy más seguro de que todo comenzó en Nuevo México. Ya me he puesto en contacto con administración y les he comunicado que en cuanto podamos haremos un viaje rápido allí. Es decir… probablemente mañana. La dirección nos concede todos los medios necesarios para que avancemos lo más deprisa posible. Este caso ya ha levantado demasiada polvareda. Y sin olvidar al chiquillo.
—¿Mañana, has dicho?
—Sí, mañana. Tú ya estás acostumbrado a viajar y sabes ir al grano. ¿Te apuntas?
—No sé. ¿Qué hay tan importante que descubrir en Nuevo México?
—Pascal te lo explicará. Pero tiene que ser algo que merezca el viaje.
Sharko se acercó a Lucie y le explicó que se iba al Quai des Orfèvres. Ella no lo miró y no respondió, como si estuviera en otro sitio. Su mirada acompañaba la bolsa de plástico que introducían en el vehículo. Al abrazarla, el comisario oyó dos objetos pesados caer al suelo. Bajó la vista y vio que la mujer con la que compartía la vida acababa de soltar sus zapatos.
Estaba en calcetines sobre la nieve.
N
icolas Bellanger no se había equivocado: Pascal Robillard estaba allí, sentado frente a su mesa de despacho, rodeado de montones de papeles. Y, en medio de aquel caos, estaba su bolsa de musculación, de un color naranja chillón, que debió de comprar a buen precio por lo menos diez años atrás. En cuanto vio a Sharko, el teniente se puso en pie y fue a estrecharle la mano calurosamente.
—Sabes que hay mejores momentos para darse un chapuzón en un río, ¿verdad?
—Sí, pero dicen que si te bañas en invierno, te queda la piel muy tersa.
Intercambiaron unas sonrisas, aunque el pensamiento de Sharko estaba en otro lugar.
—Sea como sea, es un placer volver a verte —dijo Robillard volviendo a su mesa.
Sharko se quitó el chaquetón y lo colgó en el respaldo de su silla. Abrió un cajón y se tomó dos Dafalgan con un trago de agua. Menudo día. Eran casi las siete de la tarde. Algunos policías que aún estaban allí y que se habían enterado del regreso del comisario fueron a saludarle: en la Criminal, las buenas y las malas noticias corrían como la pólvora. Una vez que estuvo a solas con su colega, Sharko le pidió que lo pusiera al corriente de las investigaciones en curso. El teniente de gafitas redondas señaló enseguida el mensaje hallado en
Le Figaro
.
—«En el País de Kirt pueden leerse cosas que uno no debería leer. Sé lo de NMX-9 y su famosa pierna derecha, en el Rincón del Bosque. Sé lo de TEX-1 y ARI-2. Me gusta la avena y sé dónde crecen los hongos, los ataúdes de plomo aún crepitan». Ven a ver esto. —Sharko se aproximó a la pantalla que Robillard señalaba y en la que aparecía un mapa de Estados Unidos—. Mira aquí. Albuquerque, donde Valérie Duprès pasó recientemente unos días, está en Nuevo México. Justo al lado están Texas y Arizona. NMX, TEX y ARI. Son las abreviaturas de esos tres estados adyacentes. Sin embargo, ignoro qué puede significar la cifra al final. ¿Unas coordenadas geográficas que designan una región en particular? No he podido dar con esa información. Sin embargo…
Amplió el mapa del estado de Nuevo México, en los alrededores de Albuquerque, una gran ciudad a un centenar de kilómetros de Santa Fe. Allí se hallaba el aeropuerto internacional.
—¿Ves ahí, en el extremo sudeste de Albuquerque? Es la base militar de Kirtland, una de las principales de las fuerzas aéreas estadounidenses.
—El «País de Kirt», si lo traducimos.
—No está mal, tu chapuzón no te ha dejado la mollera sin baterías —bromeó con una sonrisa—. Según este mensaje, Duprès fue a indagar en esa base. Intentaré ponerme en contacto con su servicio de prensa para averiguar si estuvo realmente allí.
La maestría de Robillard era increíble. Sin levantar el culo del asiento, era capaz de llegar a cualquier rincón del mundo y obtener informaciones de suma importancia.
—Prosigamos. «País de Kirt», con «País» en mayúscula, me ha orientado a otro término, «Rincón del Bosque», también en mayúscula, y he pensado que tal vez se tratara de otro juego de palabras, de otra traducción, y ¡bingo! —Apoyó el dedo índice en el mapa—. Edgewood, un pueblo de mala muerte en mitad del desierto, a unos cuarenta kilómetros de Albuquerque.
—Eres increíble.
—Lo sé, pero que sepas que me llevó todo el domingo y toda esta noche. Y no he acabado todavía, ese mensaje en clave aún me ha desvelado más cosas curiosas. Esa Valérie Duprès tenía mucha imaginación.
—No hables de ella en pasado. Nunca se sabe.
—Tienes razón, nunca se sabe. Pregunta: cuando te haces una radiografía, ¿por qué te apoyas contra una placa de plomo? —Sharko se encogió de hombros—. Porque evita que pasen los rayos X —dijo Robillard—. Se componen de elementos radiactivos y el plomo detiene la radiactividad. Los «ataúdes de plomo» que «crepitan» no se refieren a niños que padecen saturnismo, como pensabas. No… Se encerraba en ataúdes de plomo los cuerpos afectados por la radiactividad.