Atomka (29 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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En el momento de marcharse, Sharko le dijo que no iría al despacho hasta mediodía, porque quería hacer gestiones para resolver la renovación de sus documentos. Se despidieron con un beso silencioso hacia las ocho. Mientras Lucie se encaminaba al 36, el comisario no se dirigió a la subprefectura, sino al centro penitenciario de MeauxChauconin-Neufmontiers, a cincuenta kilómetros de París.

Otra mentira. Otra más.

El policía de los servicios administrativos, Félix Boulard, tenía contactos y pudo obtenerle una entrevista con Loïc Madère a las nueve de la mañana. La cárcel, construida en 2005, parecía un enorme buque de guerra naufragado en un mar de hielo. Además del centro de detención preventiva con una capacidad de seiscientas plazas, aquel impresionante bloque de hormigón albergaba a doscientos presidiarios encarcelados con penas largas.

Sharko se presentó en el puesto de seguridad —con su pasaporte intacto, puesto que se había quedado en un cajón de su apartamento cuando viajó a Chambéry— junto a hombres, mujeres e incluso niños que iban de visita: familias destrozadas, privadas de un hermano, un padre o un marido. Una vez en el patio, algunos individuos no se dirigieron a los locutorios sino a unos edificios nuevos, más apartados. Conversando brevemente con los vigilantes, Sharko se enteró de que en la cárcel se estaban probando unas unidades de visitas familiares que permitían a los allegados reunirse en la intimidad en unos pequeños apartamentos situados dentro del propio recinto penitenciario.

En compañía de una decena de personas, Sharko se dirigió a la sala común de los locutorios, un conjunto de mesas y sillas donde los visitantes se hallaban frente a los presos, sin dispositivos de separación. Allí se mezclaban todas las categorías sociales y todos los colores. No había intimidad ni diferencias.

A las ocho y cincuenta y cinco se instaló en el lugar que le indicaron.

A las nueve en punto, los vigilantes hicieron entrar a los presidiarios uno tras otro, lentamente, con calma. Rodeado por los chirridos de las patas de las sillas y por el palmoteo de los abrazos, el policía estaba tenso e incómodo, con razón: no se hallaba allí por voluntad propia. Lo habían guiado, desde el principio. Era solo un peón movido por un individuo invisible que jugaba con él.

Se puso en pie cuando un tipo se instaló frente a él. El hombre era alto y delgado, y vestía a la moda, con unos vaqueros anchos y una sudadera de marca. Un guaperas, pensó Sharko, de rasgos finos, largas pestañas oscuras y ojos ligeramente rasgados que dejaban adivinar un lejano origen asiático. A pesar de la rudeza de la vida que debía de llevar en la cárcel, no aparentaba su edad.

—¿Loïc Madère?

El hombre asintió.

—Me han anunciado que un tal Franck Sharko quería hablar conmigo. ¿Eres pasma? ¿Qué quieres?

Madère estaba repantigado en la silla con indolencia, con las manos en los bolsillos de la sudadera. Sharko había puesto las suyas sobre la mesa y escrutaba atentamente a su interlocutor.

—Loïc Madère, cuarenta y cinco años. Condenado a veinte años por el asesinato de un joyero en 2006. No te anduviste con chiquitas. Dos balas de 357 en el vientre y luego una persecución espectacular por los arrabales y el cinturón periférico. Casi parecía una película.

El presidiario miró de reojo a los vigilantes que circulaban por los pasillos, apretando los dientes.

—Muy buena la demostración, pero, uno, esa historia me la sé de memoria y, dos, tampoco me explica qué quieres.

El comisario cambió de tono.

—Sabes perfectamente lo que quiero.

Madère meneó la cabeza.

—No, lo siento.

Sharko suspiró.

—De acuerdo, en tal caso te refrescaré la memoria. Busco a un tipo que vino a visitarte hace unos días. Podría conseguir su identidad simplemente consultando el registro del puesto de seguridad, pero me gustaría oír su nombre en tus labios y que me cuentes qué tiene que ver contigo.

—¿Y por qué iba a hacerlo, eh? ¿Qué gano yo con eso?

Sharko se marcó un farol:

—Simplemente ganas el derecho a no verte implicado en otro caso de asesinato.

Madère se echó a reír.

—¿Implicado en un caso de asesinato? ¿Y cómo voy a estar implicado? ¡Mira a mi alrededor, colega! Estoy en el talego y me quedan quince años de cárcel, ¿lo entiendes?

—El nombre, por favor.

El preso se encogió de hombros.

—Te equivocas de pringado, aquí no ha venido nadie. Tendrás que buscar a ese tipo en otro sitio. ¿De qué va tu historia de asesinato? Charlemos un poco, podemos pasar media hora juntos. Aquí los días se hacen muy largos y siempre se agradece una visita. Hasta la de un pasma.

Sharko se sacó del bolsillo una hoja doblada y la extendió sobre la mesa.

—Háblame de esto.

Madère alzó el papel ante él, contempló el gráfico con los diversos picos azulados y lo apartó.

—¿Por qué sale mi nombre? ¿Qué es esto?

—Tu ADN. Para ser más preciso, el ADN obtenido recientemente de tu semen. —Sharko vio que Madère palidecía. Se inclinó aún más hacia adelante—. Encontré una muestra en un tubo de vidrio en el fondo de la cabaña de un asesino en serie al que me cargué hace nueve años. Tu semen no se teletransportó hasta allí. Te la habrás cascado en el lavabo o ve a saber dónde, y te las apañaste para pasarle tu leche a alguien.

Sharko tenía la impresión de que Madère se desmontaba frente a él. Sus labios habían empezado a temblar.

—Mi semen… No… no es posible.

—Te juro que sí. Dame un nombre.

El hombre se puso en pie, llevándose una mano a la frente, y empujó la silla a un lado. Un vigilante no lo perdía de vista y, al percatarse de ello, el preso se sentó. Sharko le indicó con una señal al celador que todo estaba en orden y volvió a dirigirse a su interlocutor.

—Cuenta.

—¿Cuándo? ¿Cuándo encontraste el semen?

—El viernes por la noche. Estaba conservado entre hielo para evitar que se estropeara.

Madère se llevó las manos a la cara y resopló entre los dedos.

—Gloria… Gloria Nowick.

Sharko frunció el ceño; una señal acababa de encenderse en su cerebro.

—La única Gloria Nowick a la que conozco tiene una cicatriz desde el ojo derecho hasta la mejilla —dijo el comisario—. Se la hizo un antiguo cliente algo perverso, en los años en que hacía la calle.

—Es ella —dijo Madère—. ¿Así que tú eres el famoso poli al que tanto conoce? Ahora me acuerdo. Me habló de ti… Shark…

El comisario se frotó los labios, inquieto y tremendamente nervioso. Gloria Nowik era una antigua prostituta a la que había sacado de la calle, diez años atrás, porque lo ayudó a resolver un caso de homicidio y se puso en peligro. Con Suzanne, le echaron una mano hasta que encontró un trabajo y fue capaz de salir adelante. Suzanne y ella se hicieron amigas. Aunque no había vuelto a verla desde la muerte de su esposa —Gloria asistió al entierro—, Sharko siempre había sentido afecto por ella, como el que puede sentirse por una hermana pequeña.

Miró fijamente a Madère. No entendía nada.

—¿Fue ella quien transportó tu semen? ¿Por qué?

—¿Y cómo diablos voy a saberlo? —Madère se puso en pie, incapaz de seguir sentado—. Fuimos a la unidad de visitas familiares ella y yo solos, el miércoles pasado. Nos dejaron un cuarto de hora juntos y echamos un polvo deprisa y corriendo. Ella se marchó justo después. Mi semen no estaba en un tubo, estaba dentro de ella. —Se agachó y agarró a Sharko del cuello—. ¿Qué coño está pasando?

34

—I
nteresante. Esta vieja foto es muy interesante.

Lucie se hallaba junto a Fabrice Lunard, uno de los químicos del laboratorio de la policía científica. Estaba agotada, había dormido mal y, por supuesto, seguía pensando en lo sucedido la víspera, en el bosque: tiesa como un palo, en calcetines sobre la nieve. No recordaba haberse descalzado, ni siquiera había sentido el frío.

Como si hubiera estado en otro lugar. Fuera de su cuerpo.

Aunque estaba perturbada, intentó concentrarse. Lunard aguardaba para explicárselo. El científico tenía apenas treinta años y aspecto de adolescente, pero era un técnico erudito, enciclopédico, capaz de recitar fórmulas químicas incomprensibles sin pestañear. Acababa de echar un vistazo a las fotocopias de las hojas sueltas y del cuaderno hallado en el sótano de Philippe Agonla, así como a una reproducción de excelente calidad de la fotografía en blanco y negro medio calcinada.

—Albert Einstein, padre de la teoría de la relatividad, uno de los físicos más brillantes de todos los tiempos. Marie Curie, la única mujer galardonada dos veces con el premio Nobel. Recibió el Nobel de física en 1903 y el de química en 1911, por sus trabajos sobre el radio y el polonio. Inventó y construyó las «Pequeñas Curies», unas unidades quirúrgicas móviles que salvaron la vida a numerosos soldados durante la primera guerra mundial, sin mencionar el Instituto Curie, así como los grandes beneficios que aportó a la humanidad entera a lo largo de su carrera. Una grandísima mujer.

—No lo dudo ni lo más mínimo. ¿Y el último individuo?

—Svante August Arrhenius, un químico sueco, Nobel de química en 1903, y también un auténtico prodigio en matemáticas y en muchos otros terrenos. En su género, un verdadero visionario.

Lucie observó con mayor detenimiento a ese tercer personaje, que lucía una pajarita oscura en el cuello. Arrhenius, un químico sueco. ¿Qué pintaba en aquella ecuación?

—¿Y los tres se reunían a menudo? —preguntó Lucie.

—Probablemente con motivo de los grandes congresos científicos de la época. Esos congresos permitían avances en universos como la mecánica cuántica, la física relativista, la física nuclear y, globalmente, en todos los terrenos relacionados con lo infinitamente pequeño. Eran la elite que se reunía a menudo en diversas ciudades europeas. Algunos científicos se detestaban, como Einstein y Bohr, o Heisenberg y Schrödinger. En esos congresos, los diversos clanes desmontaban las teorías de unos y otros mediante monstruosas demostraciones matemáticas, pero todos se conocían entre ellos, sin excepción. Existen varias fotografías de Einstein con sombrero de fieltro y pipa conversando con Marie Curie en el campo. —Lunard orientó una lupa hacia la foto—. Diría que Einstein tiene aquí unos cuarenta años y Curie unos cincuenta. Creo que la foto debió de tomarse hacia los años veinte, pero no después, pues Arrhenius murió en 1927. Era el momento del inicio de las teorías cuánticas, se comenzaba a desmenuzar la materia y a acceder de manera notable al átomo. —Señaló a sus colegas en otros despachos—. Aquí las noticias vuelan. En los laboratorios, evidentemente, estamos todos al corriente del caso en el que trabajan en la policía judicial. Esa historia del manuscrito, los lagos helados y la «animación suspendida». Ese caso es espantoso y a la vez extraordinario.

—Extraordinario en el peor sentido del término.

—Es lo que pretendía decir.

Depositó la lupa y posó el dedo índice sobre el rostro de Arrhenius.

—Hay algo relativo a sus trabajos que podría interesarte.

—Adelante.

—Le fascinaba el frío. Viajó mucho por los países nórdicos, estudió a fondo las glaciaciones y los efectos del frío sobre las reacciones químicas y los diversos organismos. —Señaló algunos libros de química que tenía en una estantería. Lucie era toda oídos—. Abre cualquier libro de química y verás que se mencionan sus trabajos. Arrhenius es el origen de una ley conocida en la comunidad científica que permite describir la variación de la velocidad de una reacción química en función de la temperatura. Para contarlo de forma sencilla, la ley afirma que cuanto más bajas son las temperaturas, más lentas son las reacciones químicas entre los compuestos sometidos a tales temperaturas.

—Como los cadáveres, que se descomponen más despacio si hace mucho frío.

—Exactamente, eso es un ejemplo de la ley de Arrhenius. A temperaturas próximas a las del nitrógeno líquido, por ejemplo, puede decirse que las reacciones químicas son inexistentes: todas esas moléculas quedan inmovilizadas. No se crea nada y tampoco desaparece nada, por así decirlo. Como si Dios hubiera detenido el tiempo.

Lucie asintió con un lento movimiento de la cabeza, a la vez que trataba de ordenar sus ideas.

—El frío y la química: son el meollo de nuestro tema.

—Eso parece. Ignoro si hay alguna relación, pero Arrhenius pasó meses en Islandia en pleno invierno para investigar sobre el frío. Extraía muestras de hielo que llevaba a Suecia para analizarlas y datarlas. ¿Y qué hay en gran cantidad en Islandia?

—¿Volcanes?

—Y, por consiguiente, mucho sulfuro de hidrógeno atrapado en el hielo. El hielo y el sulfuro de hidrógeno, los dos elementos esenciales de vuestro caso, por lo que he comprendido.

—¿Esos tres científicos podrían ser el origen de ese manuscrito que ha causado tantas muertes?

—Los tres, o uno de ellos exponiendo sus trabajos a los otros dos. Sí, es muy probable que estén en el origen del texto, de lo contrario no habría ninguna razón para haber encontrado esa foto entre las páginas del manuscrito.

—¿Algo más?

—De momento, no, pero trataré de investigar la historia de la extracción de muestras de hielo en Islandia, pues a buen seguro debe de haber rastros de ella, informes científicos en uno u otro archivo. Déjame unos días.

Lucie le dio las gracias y regresó al 36, en la tercera planta. Al llegar al
open space
, no había nadie. Las carpetas y los papeles habían quedado esparcidos sobre las mesas y los ordenadores estaban encendidos. ¿Dónde estaban todos? ¿Había acabado ya Sharko con sus gestiones y papeleos administrativos? Recorrió el pasillo y oyó la voz de Nicolas Bellanger en un despacho. Sus golpes con los nudillos en la puerta instauraron el silencio de inmediato. Unos segundos después, su jefe de grupo acabó abriéndole la puerta.

Bellanger estaba pálido como el papel. De reojo, Lucie entrevió a Robillard y Levallois sentados alrededor de una mesa sobre la que había un retroproyector en marcha, que proyectaba un rectángulo blanco sobre la pared. Los dos policías parecían recobrar el aliento tras una prolongada apnea. Levallois se frotó el rostro con las manos mientras expiraba ruidosamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Lucie—. ¿Habéis visto al diablo en persona?

—Casi.

Bellanger titubeó; permanecía en el umbral de la puerta, impidiéndole la entrada a Lucie. Tenía el aspecto de un astronauta que hubiera pasado la noche en una centrifugadora.

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