Atomka (33 page)

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Authors: Franck Thilliez

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Thriller

BOOK: Atomka
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El comisario asintió. De los bolsillos aparecieron cigarrillos y se oyeron suspiros. Era tarde y los hombres estaban muy cansados. Sharko se dirigió a la garrafa de agua, junto a la máquina de café. La sangre le latía ruidosamente en el cráneo. Un fluido pesado, espeso y lento. Nicolas Bellanger se reunió con él. Bostezó, con las manos en los bolsillos, apoyado en la barandilla que daba al hueco de la escalera. En el piso superior, la red antisuicidios parecía una gigantesca telaraña.

—En cuanto acabes de contárselo, vete a casa, Franck. Déjales hacer su trabajo. Basquez es de los buenos.

Sharko tenía la mirada extraviada. Bebía mecánicamente, sin verdadera sed.

—Lo sé, pero tengo la impresión de que todo se acelera y que el tiempo juega en contra nuestra.

—Trataré de convencer al juez de tu legitimidad. No será fácil, pero lo intentaré.

El comisario era incapaz de pensar y solo deseaba una cosa: dormir. Tendió su deteriorada identificación de policía a su jefe. Bellanger la asió, pero la puso de nuevo en la mano de Sharko.

—Quédatela y ya veremos qué dice el juez. No sería humano por su parte mostrarse insensible ante una historia como la tuya.

Cuando volvió a su apartamento, Sharko cerró las puertas con dos vueltas de llave y bajó las persianas. No podía hacer nada más pero allí, escondido como un conejo, se sentía impotente.

Sin Lucie a su lado, las diversas habitaciones le parecieron terriblemente vacías. ¿Cómo podría vivir sin ella? Era inconcebible. A fin de cuentas, aunque estuviera extenuado, sabía que no lograría conciliar el sueño de inmediato.

Mientras se arrodillaba en la sala para decorar el árbol de Navidad, Basquez lo llamó por teléfono. El comisario inspiró y descolgó.

—Sharko.

—Nuestro maestro de ajedrez ha identificado la partida que el misterioso mensajero nos indica. Y no huele bien.

40

U
na y trece de la madrugada, hora local. Lamparillas sobre los rostros fatigados y los indicadores luminosos en los que se leía «Abróchense los cinturones» en un rojo pálido, sobre las cabezas inmóviles.

Impaciente por llegar a destino, Lucie tenía la frente pegada contra la ventanilla del A320. A sus pies, Albuquerque apareció como un gigantesco nido luminoso en medio de un agujero negro. Unos hilos anaranjados —las
Interstates
— partían del centro hacia los cuatro puntos cardinales y hendían la oscuridad en dirección al horizonte. El cielo era puro y estaba repleto de estrellas. La luna, bastante baja y particularmente rojiza, permitía adivinar los relieves abruptos que rodeaban la ciudad como centinelas en alerta. Justo antes del aterrizaje, Lucie vio las aguas negras de un río. Recordó las viejas películas de vaqueros que veía con su padre y se dijo que probablemente se trataba del famoso Río Grande.

Un aire frío y seco le dio la bienvenida al salir del avión. Por lo que había dicho el comandante del vuelo, la temperatura era de -5 °C y la ciudad se hallaba, en su zona más baja, a 1.490 metros de altitud.

Con el cuello alzado y provista de guantes, Lucie se estiró, pisó suelo americano y con el pasaporte y la comisión rogatoria internacional en la mano franqueó sin demasiadas trabas el control de seguridad. Dio con un taxi sin dificultad a la salida del aeropuerto —aunque había que recorrer un centenar de metros a pie hasta la Albuquerque Cab Company— e indicó, en inglés, el hotel Holiday Inn Express, en la calle 12 Noroeste. El chófer, un blanco viejo y garrulo con un pantalón con tirantes, llevaba una camiseta en la que estaba escrito: «
Chuck Norris can clap with one hand
» (Chuck Norris puede aplaudir con una sola mano). Patriota hasta la médula a la vista de la decoración del interior del taxi, tomó la
Interstate
I40 unos minutos después.

A pesar de la oscuridad, Lucie sentía las vibraciones del gran Oeste americano: los coches de tamaño desmesurado —Hummer, Pickup, Chevrolet—, los paneles de ecos mágicos sobre la autopista —Santa Cruz, Las Cruces, Río Grande Boulevard— y los rótulos luminosos de los
drive-thru
o de los
drive-in
de todo tipo. En cuanto a su hotel, situado en las afueras de la ciudad, era moderno, de colores púrpura y rosados como los de los cañones. Una decoración discreta, en la entrada, y la presencia de un gran abeto denotaban la inminente llegada de la Navidad.

Lucie se registró en recepción, volvía a acordarse del inglés y se defendía bastante bien. Sin embargo, tras las catorce horas de vuelo y con la diferencia horaria a cuestas, estaba extenuada. Solo se sintió aliviada cuando la puerta de la habitación se cerró a sus espaldas.

La habitación estaba muy limpia y era neutra y funcional. Tras una rápida ducha, envió un SMS a Sharko.

«Ya me he instalado, todo ha ido bien. Espero que también a ti todo te vaya bien. Te quiero».

Dispuso la alarma de su teléfono —que se había conectado automáticamente a la red Western Wireless y se había puesto a la hora local— y se tumbó en la cama, acariciándose el vientre con las manos, con la mirada fija en el ventilador inmóvil.

Sonrió. En su interior había un bebé, lo sentía como solo una madre puede sentir esas cosas. Una pequeña semilla que, lo deseaba más que cualquier otra cosa en el mundo, se transformaría un día en una niñita de ojos azules. Pensó en Sharko e imaginó de nuevo su reacción ante la noticia. Le gustaba pensar en ese momento.

Apagó la luz. A pesar de la tranquilidad que la rodeaba, percibió un zumbido en sus oídos. Un silbido ridículo, parecido al de una lejana olla a presión. El ruido de los reactores y la altitud debían de influir en ello. Dio vueltas y más vueltas entre las sábanas, tapándose la cabeza con la almohada, incapaz de dar con una buena posición. Y cuanto más se decía que tenía que dormir a toda costa, menos lo conseguía.

Al fin concilió el sueño hacia las cuatro de la madrugada, con la almohada pegada al vientre.

41

L
ucie descubrió al despertar una vista impresionante que le hizo olvidar su corta noche de sueño. El sol salía entre las montañas nevadas e iluminaba la ciudad con un cielo de fuego. Adivinaba las extensiones quemadas, a lo lejos, la tierra roja, los caminos abiertos en el relieve que conducían a decorados de postal: los cañones y las mesas, las reservas indias. Tras asearse, se vistió con unos vaqueros, una camiseta y un grueso jersey azul. Sus botas militares de nudos muy apretados completaron su aspecto de mujer determinada, un poco masculina.

En la sala del restaurante evitó rendirse a las tradiciones locales —huevos, tocino y fajitas a las que ya de buena mañana hasta se les podía añadir guindilla— y prefirió obsequiarse con un desayuno continental a base de café con leche. En aquella gran sala tranquila, rodeada de extranjeros, se sentía serena y estaba convencida de que a partir de ese momento todo iba a ir bien dentro de su cabeza.

Según el plano de la ciudad, la base de Kirtland se hallaba a unos diez kilómetros, en dirección al sur. Lucie había decidido alquilar un coche en Avis, justo al lado del hotel. Se encontró así al volante de un
Normal Size
que, sin embargo, era impresionante: un Pontiac Grand Prix con cambio automático y motor V6 de trescientos caballos. Una aberración para ella, que circulaba en un Peugeot 206, pero no había otro más pequeño. No estaba equipado con GPS.

Con la ayuda de un mapa de la ciudad, se puso en camino. El trayecto fue agradable e incluso sorprendente cuando el Pontiac blanco atravesó Oldtown, la ciudad vieja. Rezumaba influencia española, con callejuelas bordeadas de edificios de adobe, patios decorados con plantas, fuentes y pasajes sombreados, todo en tonos amarillos, rojos y naranjas. Por doquier se veían guirnaldas, bolas y árboles de Navidad. Lucie apercibió en un abrir y cerrar de ojos la mezcla de pieles y culturas. Una ciudad cosmopolita, un lugar de encuentro de sangre nueva y viejas tradiciones indias.

Al acercarse a la periferia, las carreteras adquirieron una espantosa anchura, con cuatro y a veces cinco carriles, y el paisaje urbano cambió: torres comerciales de altura media, cajeros automáticos accesibles en automóvil, paneles publicitarios por todas partes o un McDonald’s colindante con una gasolinera. Tras unos kilómetros por la I40, tomó la salida de Wyoming Boulevard y circuló por una carretera flanqueada por magníficas mansiones —sin duda, un rico barrio residencial— que pareció adentrarse bruscamente en el desierto. Las viviendas desaparecieron y dieron paso a una especie de
no man’s land
árido. Cuando apareció el puesto de control del que surgían verjas a izquierda y derecha, a Lucie le vinieron a la mente imágenes de bases secretas, de la Zona 51 y de platillos volantes. Se hallaba en el país de Roswell.

Estacionó en un aparcamiento para visitantes y, en la garita, preguntó por Josh Sanders. Uno de los centinelas le aplicó un detector de metales manual y tuvo que presentar su documentación, que fue minuciosamente examinada. Pensó en Valérie Duprès, con su documento de identidad falso, que había logrado engañarlos a todos y no dejar ni rastro de su verdadera identidad.

Sanders llegó al cabo de cinco minutos en una especie de cochecillo de golf que rozaba el ridículo. Lucie esperaba encontrarse con un militar de pura cepa pero el hombre, alto, vestía de civil, llevaba el pelo moreno peinado hacia atrás y lucía una bufanda gris alrededor del cuello. Debía de tener unos cuarenta años. Le estrechó la mano y se presentó: capitán Josh Sanders, uno de los responsables del departamento de archivos del centro de documentación de la Air Force Base. Lucie explicó detalladamente, con su marcado acento francés, la razón de su visita: investigaba la desaparición de una periodista parisina, Véronique Darcin —conocida como Valérie Duprès, pero eso no se lo dijo—, que había estado en la base a finales de septiembre o primeros de octubre de 2011. Sacó una foto y se la mostró.

—La recuerdo —dijo él, asintiendo—, y he consultado nuestro registro tras la llamada de los servicios franceses. Vino a nuestros archivos a diario durante más de una semana. Una mujer poco habladora pero agradable. Y particularmente seductora.

Lucie se mantuvo impasible.

—¿Qué tipo de información buscaba?

—Principalmente, documentos que trataban acerca de la contaminación de los emplazamientos nucleares. Le dije que tenía un trabajo inmenso por delante, pues disponemos de miles de informes sobre el tema. Hará unos diez años, unidades de nuestras bases se ocuparon de descontaminar de residuos radiactivos los emplazamientos alrededor de Los Álamos o de Hanford, en el estado de Washington. Esa periodista deseaba conocer los métodos y los medios empleados, los análisis que se llevaron a cabo y las soluciones de almacenamiento aplicadas.

—¿No les molestó que hurgara en su documentación?

—En absoluto. Hay muchos periodistas, investigadores o historiadores que vienen aquí para consultar la historia militar estadounidense. Hace algún tiempo, muchos civiles venían a la base y aprovechaban para visitar las instalaciones. En aquella época, aún albergábamos el museo nacional de la ciencia y la historia nuclear. Sin embargo, fue trasladado por razones de seguridad y desde entonces el acceso a la base está muy controlado.

Una vez que Sanders le hubo colocado sobre la chaqueta una tarjeta de identificación que rezaba «
Visitor
», subieron al vehículo y se pusieron en camino. A Lucie le parecía estar alucinando: la base de Kirtland parecía una ciudad dentro de una ciudad. Pasaron junto a un hospital, escuelas o un parque infantil, alineados a lo largo de calles interminables y de una limpieza irreprochable. A la derecha, frente a las montañas, se hallaban los barrios residenciales: casas bonitas, senderos de gravilla y palmeras frente a las fachadas, con un fondo de cielo azul.

—Está usted impresionada, ¿verdad?

—Sí, no lo negaré. Es gigantesco.

—Aquí trabajan veinte mil personas, somos la mayor empresa de la ciudad. Contamos con seis institutos y universidad, dos escuelas privadas, más de mil alojamientos, comercios, campo de golf, guarderías… En cuanto a tecnología, estamos a la cabeza en materia de investigación sobre nanocompuestos, pero nuestra gran especialidad siguen siendo los sistemas de armas nucleares. Trabajamos conjuntamente para los departamentos de Defensa y Energía.

Lucie tenía la impresión de asistir a una demostración comercial que elogiara los méritos y los resultados del ejército estadounidense. Todo era demasiado bonito y limpio. Pensó en una construcción de Lego, un mundo mágico del que sus inmóviles personajes, con una sonrisa en los labios, no salieran nunca. Familias enteras viviendo entre aquellos muros, niños que crecían allí mientras, a unos centenares de metros, jugaban con ojivas nucleares.

Llegaron finalmente frente a un edificio construido con formas curvadas, de altos ventanales e impresionantes paredes de hormigón. Unas grandes letras clavadas en la fachada indicaban Air Force Documentation and Ressource Library. Entraron en la gigantesca biblioteca, protegida por puertas magnéticas. Lucie apreció la belleza del lugar, moderno, por supuesto, pero que desprendía fuerza y calma a la par. Unos jóvenes, algunos de uniforme kaki, consultaban obras técnicas frente a mesas de madera. Sanders abrió una puerta al fondo y, con Lucie, descendieron un tramo de escalera hasta llegar a unas salas inmensas, repletas de estanterías de varios metros de altura. Allí debía de haber decenas, cientos de miles de documentos, a los que se podía acceder mediante escaleras móviles. Dos personas circulaban por los pasillos, con cajas repletas de papeles en los brazos.

—Esta es nuestra documentación accesible a la comunidad de investigadores, historiadores y periodistas, y que puede consultarse libremente. Aquí fue donde estuvo su compatriota. Aquí hallará todo lo que pueda imaginar sobre la historia, la técnica y las investigaciones de los principales laboratorios y departamentos de la AFB, pero también de otras instituciones. A diario recibimos más de doscientos documentos nuevos procedentes del exterior. En su mayoría se trata de documentos desclasificados de antiguos laboratorios, bases o centros de investigación cerrados o en proceso de cierre. Hay nueve personas cualificadas que trabajan con plena dedicación en su ordenación y actualización.

Lucie estaba boquiabierta, impresionada.

—¿A qué se refiere al hablar de «documentos desclasificados»?

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