Robillard abrió uno de los favoritos de internet en su explorador. Apareció un rostro. Sharko abrió unos ojos como platos ante la terrible coincidencia.
—Marie Curie.
—Decididamente, tienes talento. Sí, es Marie Curie. Murió de una leucemia causada por la extraordinaria exposición a los elementos radiactivos que estudió durante su vida, el radio, en particular. En 1934 comenzaron a conocerse en profundidad los peligros de la radiactividad. El plomo de su ataúd estaba destinado a evitar que se expandieran las radiaciones que emitía su cuerpo. Fue el primer ataúd de ese tipo. Se utilizaron otros para la mayoría de los irradiados más graves de Chernóbil. Hay miles de ataúdes de plomo en los cementerios rusos y ucranianos, y que aún deben de crepitar en su interior. De hecho, crepitarán durante mucho tiempo, puesto que algunos elementos radiactivos tienen una vida de un millón o hasta mil millones de años. Si lo piensas, es alucinante, y eso explica por qué ningún ser humano podrá volver a vivir jamás en una zona irradiada.
El comisario permaneció atónito unos segundos. Pensaba en las fotos de Hussières: el portador del manuscrito, tendido en una cama de hospital, devorado por la radiación hasta los huesos, en medio de la nada, crepitando debido a la radiactividad.
Rebuscó entre las fotocopias que había traído consigo y le mostró la foto de los tres sabios a Robillard, que la observó atentamente.
—Einstein y Marie Curie —dijo, sorprendido—. ¿Qué haces con eso?
Sharko le explicó brevemente sus recientes descubrimientos. Robillard tampoco reconoció al tercer hombre, pero señaló con el dedo a Einstein.
—Es muy curioso. Te he hablado de Richland, una ciudad ligada en el pasado a Los Álamos y al proyecto Manhattan, y acto seguido me muestras una foto de Einstein.
—¿Einstein tiene algo que ver con ese proyecto Manhattan?
Clicó sobre un nuevo favorito. Sharko se dijo para sus adentros que, como de costumbre, su colega había rastreado el tema a fondo.
—Einstein fue, de manera involuntaria, el iniciador del proyecto. En aquellos tiempos, todos los científicos del mundo se interesaban en la increíble creación de energía provocada por la fisión nuclear de los elementos radiactivos, en particular el uranio y el plutonio. Einstein, Oppenheimer, Rutherford, Otto Hahn, los genios de la primera mitad del siglo XX… En octubre de 1938, Einstein escribió una carta al presidente Roosevelt en la que explicaba que los nazis estaban en condiciones de purificar uranio 235 con intención de utilizarlo, tal vez, como una potentísima arma de guerra. En esa misma carta, indicaba el lugar donde los americanos podían procurarse uranio: en el Congo.
—Al acercarse a los americanos, Einstein quería desairar a los alemanes.
—Como la mayoría de las cabezas pensantes de la época, a las que inquietaba el ascenso del nazismo y la locura de Hitler. Poco después de recibir esa misiva, Roosevelt decidió iniciar el proyecto ultrasecreto Manhattan, con intención de dominar los secretos del átomo y de crear una bomba atómica lo más rápidamente posible. En Los Álamos se dieron cita los mejores científicos del mundo, incluidos numerosos europeos, y allí trabajaron miles de personas instaladas en una ciudad en mitad del desierto. Esa gente ni siquiera sabía en qué estaba trabajando. Fabricaban piezas, transportaban mercancías o montaban trozos de los que no comprendían para qué servían. El desenlace es conocido: siete años después, llegaron Hiroshima y Nagasaki. —Mientras Sharko se pasaba una mano por la cara, Robillard se puso la chaqueta y cogió la bolsa de musculación—. Estas son las noticias, y esto no es todo, pero tengo que currarme una hora de pectorales y de bíceps o me quedaré escuchimizado.
—A ese nivel, ¡eso ya no es un deporte, sino un sufrimiento!
—Todos necesitamos una ración de sufrimiento, ¿no te parece?
—¡A quién se lo vas a contar!
—Nos vemos mañana. Y si encuentras una explicación para lo de la avena del mensaje, ya me contarás, porque eso sí que es un hueso duro de roer.
Desapareció y, unos segundos más tarde, Sharko le oyó descender las escaleras. Con la cabeza espesa, el comisario se dejó caer en su asiento y suspiró varias veces. Cerró los ojos. Los ataúdes de plomo que crepitan… ¿Unos irradiados a los que habrían enterrado en algún lugar?
Le dio vueltas pero no pudo evitar que su vida privada relegara el caso. Veía a Lucie, con la mirada extraviada, en calcetines sobre la nieve. Sintió un escalofrío. Los psiquiatras habían hablado de transferencias, siempre posibles: momentos de evasión en los que Lucie se ponía en la piel de sus hijas. Cuerpos muertos que adquirían los rostros de las niñas. Voces que podía oír en situaciones de estrés o relacionadas con la muerte. Ese maldito caso estaba abriendo una tras otra heridas que apenas comenzaban a cicatrizar.
Quiso llamar a Bellanger, para asegurarse de que no se hubiera quedado demasiado rato en el apartamento.
«Gilipolleces…».
Con un suspiro, encendió el ordenador, rebuscó en sus carpetas y abrió el archivo que contenía su falsa dirección de correo electrónico:
Lo leyó con aprensión.
Había sido posible hacer los análisis y las máquinas del laboratorio belga habían reproducido una huella genética compuesta por unas cifras y unas letras que identificaba de manera segura al propietario de los espermatozoides.
Sharko no conocía de memoria su propio «código de barras», tendría que compararlo y para ello necesitaba acceder al FNAEG. En circunstancias normales, debería seguir el procedimiento; presentar una comisión rogatoria a los servicios administrativos que llevarían a cabo la comparación y remitirían por fax o por correo el resultado a un juez o un fiscal de la República. Eso podía llevar una eternidad y, sobre todo, había que aducir un motivo. Imprimió el contenido del correo electrónico y llamó a Félix Boulard, un viejo conocido de los servicios administrativos.
—Shark… ¡Cuánto tiempo! ¿Parece que flirteas de nuevo con la Criminal, ahora?
—Hace casi dos años que estoy en ello, es muy amable de tu parte. Y tú, ¿qué haces pudriéndote en la oficina a las ocho de la tarde? Te recuerdo que pronto será Navidad.
—Siempre se necesitan valientes. No tengo vacaciones a la vista. Vamos, dispara: ¿qué quieres?
Sharko le habló con franqueza.
—Que me compares unos datos en el FNAEG.
—Solo eso. —Se oyó un leve suspiro—. No te muevas, voy a poner en marcha este bicho. Ya está… Cuéntame.
Sharko ya había visto cómo funcionaba el archivo. Un programa permitía buscar perfiles: se elegía un «código de barras» y los servidores informáticos, instalados en Écully, cerca de Lyon, lo comparaban con los millones de huellas almacenadas en los discos duros. Para estar fichado en el FNAEG había que haber sido detenido, procesado o haber cometido delitos que iban de la agresión al asesinato. Se añadía también, progresivamente, a los profesionales en contacto con las escenas del crimen, cuyo ADN podía ser un «contaminante». Sharko sabía que su perfil genético, al igual que el de Lucie, estaba fichado.
—Te dicto los quince números del perfil que tengo en la mano, ¿estás listo?
—Adelante —respondió Boulard—. Pero no muy deprisa, ¿de acuerdo?
Provisto de su hoja impresa, Sharko dictó claramente la información.
—Ya está —dijo Boulard—, tus datos están en el ordenador. Te llamo en unos minutos y, en el peor de los casos, si tenemos la mala pata de que la huella esté al final de la base de datos, dentro de una hora. ¿A qué número quieres que te llame?
—Al que te aparece en pantalla. Deja un mensaje si no estoy.
—Hasta luego.
Angustiado, Sharko aprovechó para ir deprisa a pie al laboratorio de la policía científica, al departamento de Documentos y Rastros. Yannick Hubert aún estaba allí, frente a un pasaporte abierto e iluminado por una lámpara de ultravioletas.
—¿Otro pasaporte falso? —dijo Sharko a su espalda.
Hubert se volvió. Tenía un aspecto fatigado. Se saludaron sin grandes efusiones.
—Sí, ahora circulan bastantes de este tipo. Están muy bien falsificados y reaccionan como los auténticos bajo los ultravioletas. Pasan casi todas las pruebas de seguridad, pero… —sonrió— la Marianne
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de la filigrana está al revés. ¿Te das cuenta de la magnitud de la estupidez? Esos tíos lo imitan todo a la perfección, hasta la doble costura, y cometen un error tan grave como meterse por una autopista en dirección contraria. Tarde o temprano, todos acaban haciendo alguna estupidez.
—Grandes estupideces… ¿Has tenido tiempo de echarle un vistazo a la hoja impresa con el mensaje misterioso que te dejé?
—Te he dejado un mensaje en el móvil. ¿No lo has oído?
—Para ser breve, te diré que mi móvil se ha dado un chapuzón. Tengo un nuevo número.
—Esas cosas son bastante frágiles. Bueno… El papel es de calidad estándar, como el que se puede encontrar en cualquier papelería, igual que la cola utilizada en el reverso. Pero tenemos suerte, la impresora es una láser de color.
—¿Y?
—Ven a ver esto.
La hoja que Sharko había encontrado pegada sobre la nevera se hallaba bajo una gran lupa binocular y estaba iluminada por una bombilla electroluminiscente de color azul. El comisario apoyó sus ojos contra los visores. Vio entonces un mosaico de puntos amarillos impresos en una retícula de quince columnas de ancho y ocho líneas de alto.
—¿Qué es?
—Es una marca invisible a simple vista, situada en la parte inferior de cualquier documento impreso, que únicamente se distingue bajo una LED de luz azul. Todas las impresoras láser en color comercializadas lo hacen, incluso las que puedas comprar como particular. En principio, se trata de un sistema para evitar la falsificación de billetes o de documentos administrativos utilizado por la mayoría de fabricantes de impresoras. Cada retícula es única y característica de una determinada impresora. Al descifrarlos, esos puntos amarillos permiten obtener una serie de cifras hexadecimales del tipo: F1 8C 32 80… Es imposible descifrar ese número sin disponer del archivo que poseen los fabricantes. Y, evidentemente, nosotros tenemos acceso a ese archivo. —Tendió un papel a Sharko—. Ese es el modelo y la marca de tu impresora, identificada con absoluta seguridad gracias a esta retícula. Una Xerox, comprada por internet en la web de Boulanger, especialista en informática. Esta impresora es muy buena, y vale un ojo de la cara.
—Es una información genial.
—No está mal, la verdad. Te he hecho el trabajo y he llamado a Boulanger. En 2007 se emitió una factura a nombre de un tal Raphaël Flamand. Lo he comprobado, y el tipo y la dirección proporcionada no existen. Así que la identidad es completamente falsa.
—Mierda.
Le dio un papel a Sharko.
—Toma, es la dirección de entrega, un supermercado que sirve de punto de recogida en el distrito I. Me extrañaría que allí aún se acordaran de ese tipo, pero puedes ir a verlos.
—Gracias. ¿Crees que el tipo sabía lo de los códigos ocultos?
—No creo, es algo muy confidencial. Creo que mintió sobre su identidad porque no quería dar sus datos personales, sencillamente. Además, si te has dado cuenta, no quiso que se la entregaran en su domicilio. Por desgracia, ese tipo de paranoicos que detestan ser fichados existe.
Sharko cogió una copia de la factura y se la guardó en el bolsillo. El tipo al que perseguía era extremadamente prudente y se movía por el distrito I de París. ¿Viviría allí? Compró una impresora en color en 2007. Un material caro. ¿Sería un tipo con una buena situación profesional?
Preguntas, siempre preguntas.
Hubert ya no podía proporcionarle más información. Preocupado, el comisario le dio las gracias y regresó al 36, arrastrando los pies, con un montón de preguntas dándole vueltas en la cabeza. En el despacho, el contestador automático parpadeaba. Sharko escuchó el mensaje. «Soy Boulard. He dado con la huella. Llámame…».
Las cosas se precipitaban: el propietario del semen figuraba en el FNAEG. El policía tragó saliva y marcó el número de su colega.
Boulard respondió.
—El perfil que me has dado coincide con una huella genética. El individuo en cuestión se llama Loïc Madère.
Sharko frunció el ceño. Loïc Madère, Loïc Madère… Nunca había oído hablar de ese tipo. Algo más tranquilo ya que no había pronunciado su propio nombre, preguntó:
—¿Qué tenemos sobre él?
—Nacido el 12 de julio de 1966, se le tomó una muestra biológica tras un atraco que conllevó la muerte de un joyero en Vélizy, procedimiento 1 998/76 398 de fecha 6 de agosto de 2006, muestra tomada por el oficial de la policía judicial Hérisson, del Servicio Regional de la Policía Judicial de Versalles. He echado un vistazo en el STIC
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y en el archivo de la cárcel.
Sharko pensaba tan deprisa como podía. El propietario del semen tenía en la actualidad cuarenta y cinco años. Ese nombre y esos datos no le decían nada en absoluto. ¿Un atraco a una joyería? ¿Qué tenía que ver él con un caso así?
Retomó las palabras de Boulard.
—¿El archivo de la cárcel, has dicho? ¿Cuándo salió Madère?
—Aún le falta para salir a la calle. Estará a la sombra en Meaux hasta 2026.
—¿Estás seguro?
—Lo dice el archivo.
Sharko se quedó mudo. ¿Cómo el semen de un hombre encarcelado había podido llegar hasta una cabaña, en el fondo de una nevera?
Finalmente, dijo:
—Envíame la información, por favor. Y tengo que pedirte otra cosa: arréglame una entrevista con él en el locutorio mañana a las nueve de la mañana.
S
harko no pegó ojo en toda la noche. Lucie lloraba en sus brazos, temblorosa, porque las imágenes de la bolsita negra volvían una y otra vez a su mente como una ola maligna. Sin embargo, y a diferencia de él, acabó durmiéndose.
Extenuado, se levantó a las cuatro de la madrugada y se quedó solo, tumbado en el sofá, viendo documentales de animales a los que había quitado el sonido. Estaba agotado, vapuleado, y su mente no cedió hasta las seis y diez de la mañana.
A las siete, Lucie ya estaba en pie. Sharko le sugirió que se quedara en casa y descansara un poco, pero ella le respondió que se encontraba mejor y estaba dispuesta a ir a trabajar, e incluso devoró un copioso desayuno sin hacer el menor comentario sobre lo sucedido el día anterior. Por su lado, el comisario aparentó que todo iba bien, bebió solo un café muy fuerte, se vistió e incluso consiguió esbozar una sonrisa mientras conversaban.